Hay algo de los fuegos que asolan España que me recuerda al infierno. Algo, y el caso es que no caigo, no sé lo que es…
Cuando nos disponemos a comer en familia, en cualquiera de los siete domingos que tiene la semana en vacaciones, algún insensato siempre pone las noticias. Hay cuñados que todo lo fastidian. Hoy en día, en vez de bendecir la mesa congregados alrededor de estos alimentos que vamos a tomar, observamos las llamaradas en esplendoroso Technicolor Full HD en el televisor de sesenta y cinco pulgadas (que alguien por favor me explique lo de las pulgadas) y es como si entrara el diablo por la ventana. Los niños se asustan y las suegras suspiran “¡Qué horror!”. Las hay que incluso se santiguan camino a la cocina a por el perolo de gazpacho al que ponen tres hielitos, “Sólo tres, ¿eh? Mira qué fresquito y qué rico me ha quedado”.
Todos los veranos son el peor verano de la historia, el más caluroso. El planeta arde por los cuatro costados, nos achicharramos. A los mapas del hombre del tiempo ya no saben que colores ponerles, del naranja pasamos al rojo, después a los fucsias y ya vamos, a estas alturas del siglo, por los morados. Es el fin de los tiempos, ¡Armagedón!, pero en vacaciones, oiga. Parece que nuestras queridas autoridades y periodistas se ponen de acuerdo para chingarnos el asueto, para que no disfrutemos del merecido descanso (que reposo del guerrero ya no se puede decir) y nuestra ansiada siesta estival vaya acompañada de una punzada de culpabilidad, como una mala digestión.
No sé a donde quiero ir a parar con esta parrafada. Probablemente a ningún sitio. Mi padre me llama para comentarme las tragedias pues le gustan mucho las noticias, cuanto peores, mejor. Al final, como soy un optimista, me quedo con lo bueno, y es que sus llamadas y mensajes me dan la oportunidad de charlar con él otra tarde de verano más.