Por tirar de dos estampas muy americanas, ¿y si resulta que Trump es el burro (y no precisamente el asno demócrata) en la cacharrería que se atreve a mencionar al elefante en la habitación? The elephant in the room, ese dicho tan americano sobre algo tan incómodo y evidente que nadie se atreve a mencionar, y que, precisamente por lo incómodo y evidente que es, hace falta atreverse a mencionar. Aquí lo llamamos “mentar la bicha”.
Pues sí. El tipo es grosero. Es maleducado. Es un fanfarrón. Es el matón de la película del Western de las cinco. Es el famoso ugly American que tanto espanta en los salones de la progresía de Nueva Inglaterra y en los de las capitales y cancillerías de Europa entera. Un tipo burdo y sin formas, huérfano de modales, que se salta el protocolo antes de que suene el disparo de salida. El que le pega un empujón a un presidente (o presidenta, que en eso sí que cree en la igualdad) más bajito para salir donde él quiere en la foto. El que odia al enemigo y alardea de ello. El que llama a las cosas por su nombre sin miedo, y probablemente con ganas —muchas— de ofender.
Es ese tipo grandote y manazas (aunque él las tiene pequeñitas), que come con la boca abierta y del que se ríen las esposas de los demás dignatarios, pero que blande pasta y tarifas como un bate. Es el capo con el que todos los que le odian y temen quisieran estar a bien. Al que alaban las pelotas, al que adoran los serviles. Un tipo, en resumen, despreciable.
Y digo yo: ¿y si tiene razón? Pues ayer, en plena sede de la ONU, agarrando el estrado como si fuesen las riendas de un caballo y sin cortarse medio pelo, les dio a sus colegas cuarto y mitad de verdades como puñetazos. Les soltó la verdad a la cara como un escupitajo de tabaco de mascar, y se fue tan a gusto a su casa a zamparse una hamburguesa. Trump, el tipo al que a todos nos encanta odiar, dijo ayer muchas de las cosas que pensamos todos y ninguno nos atrevemos a decir.
Y luego nos extrañamos de que ganase las elecciones.