Cantaba el judío Dylan en los lejanos sesenta, mucho antes de que lo sepultaran bajo un Nobel, aquello de cuántas veces tiene que existir un pueblo hasta que se le permita ser libre, y en el estribillo nos decía que la respuesta estaba en el viento. Luego lo del viento se lo cogió prestado Zapatero y, al menos yo, ya no puedo escuchar la canción sin que me dé la risa. Pero volviendo al tema, ¿hasta cuándo? ¿Cuántos muertos? ¿Cuántos miles, cuántas veces? Incontables, parece ser. Pobre Buzz Lightyear: hasta el infinito y más allá, ida y vuelta… y vuelta a empezar.
La sangre llegó al río hace milenios, lo llenó y lo desbordó. Hizo sus tierras fértiles en odio, que es lo que perdura y se cosecha en las riberas del viejo Jordán. Quizás por eso desemboca el viejo cauce, saturado de sal –que es como el odio cristalizado– en el mar Muerto. La ley del talión del ojo por ojo no era broma, y por esas tierras andan todos tuertos, ciegos o miopes. No existe el perdón, solo la venganza. Y la ejecutan con la precisión del orfebre, con alambicada laboriosidad y exactitud.
La tierra prometida ha resultado una tierra bien jodida. Dicen que no hay mal que cien años dure, pero este cáncer va para mucho más largo. Churchill hablaba de «una adivinanza envuelta en un misterio dentro de un enigma» al referirse a Rusia. Esto es un tumor envuelto en cianuro dentro de una metástasis. Incurable, irremediable, interminable.