Todo lo importante en la vida se intuye cuando somos pequeños. Contaba con seis o siete años cuando, viéndome enseñoreado en el catre entre libros y cómics, me sentí invencible, inexpugnable, plenipotenciario. Desde entonces lo he sabido: leer en la cama nos convierte en dioses.
Decía Virginia Woolf en Estar enfermo, un texto breve que escribió en 1925 para la revista New Criterion de T. S. Eliot y que ahora reedita la editorial Alba: «En cuanto necesitamos guardar cama […] dejamos de ser soldados del ejército de los erguidos; nos convertimos en desertores. Ellos marchan hacia la batalla. Nosotros flotamos con las ramas en la corriente; mezclados con las hojas muertas del prado, irresponsables y desinteresados y capaces, quizá por primera vez en años, de mirar a nuestro alrededor”. Ese acto de deserción es el non serviam encubierto de quienes, aunque sea por unas horas, huyen del adocenamiento y de las obligaciones mundanas. En el ínterin, también el criterio queda en suspenso: «¿quién va a exigirle juicio crítico a un enfermo o sensatez al postrado en la cama?», se pregunta en este ensayo Woolf, para quien Madame Bovary no es un libro para la gripe.
Conque así, decumbente y supino, me he tragado las casi seiscientas páginas de Un hombre con atributos, de David Lodge (Impedimenta). A despecho de los buenos ratos con su trilogía del campus y de las relecturas de El arte de la ficción, nada me había preparado para este novelón, tejido con unos mimbres deslumbrantes: la vida desaforada de H. G. Wells, tal y como éste la recuerda en sus momentos postreros. Además de inventar la ciencia ficción y de sacarse de la chistera más de un centenar de libros, el autor de El hombre invisible capitaneó la Sociedad Fabiana y buscó las cosquillas de una moral eduardiana que siempre detestó. El paradójico personaje al que Lodge somete a escrutinio en esta novela –que tiene mucho de biografía intelectual y, también, de caso clínico- es un dandy bajito y ancho de caderas, altanero con sus amigos y despreciativo con sus amantes. Según la periodista holandesa Odette Keun, pareja suya durante una década, su vanidad era consecuencia de las humillaciones físicas que había sufrido en su juventud, y la intransigencia de sus convicciones políticas, contrapartida de una anárquica personalidad que lo incapacitaba para someterse a la más mínima disciplina. Sumémosle a ello la guinda del pastel, una odiosa tendencia al «yo ya lo dije», para hacernos una idea de las hechuras del sujeto, que es, naturalmente, un filón.
Las horas de esplendor y exuberancia que a lo largo de los años me ha regalado David Lodge demuestran, entre otras cosas, que los buenos libros suelen ser de una fecundidad ubérrima. Yerran quienes atribuyen utilidad alguna a la literatura. Vivir momentos más intensos y más anchos es suficiente recompensa. Como ha sugerido Jiménez Torres, acaso nuestro acervo cultural lo formen aquellos libros que hemos ido olvidando. Es como si la marea fuese llenando de residuos una fisura en el roquedal que, horas después, vuelve a quedar vacía. Aunque la oquedad parezca deshabitada, crece ya en su seno un sedimento cenagoso e informe. Puede incluso que, andando el tiempo y vadeando oleadas de enfriamiento y de calentamiento, de expansión y de contracción, se infiltre en los espacios porosos de la roca y la fracture desde dentro. O puede que no: esos casos de meteorización son poco frecuentes, y están reservados a aquellos escasos libros que, al hacer crisis en nuestro interior, imprimen carácter. Pero todo esto al lector yacente le importa bien poco.
Sostenía Jünger que el lector ideal ni obra ni toma partido, pues vive dedicado a la contemplación, y que su presencia es un sueño hibernal iluminado, como si en pleno proceso de conversión en crisálida se hubiera metido en un capullo fabricado por él mismo. Naturalmente, dicho lector –indolente e inactivo, casi inerte- es todo lo opuesto a aquel que, según Wharton, constituía el mayor peligro para la literatura: el lector mecánico. Este, provisto de la cejijunta obligación de leer todos los libros que se publican, lleva a cabo una empecinada tarea gimnástica: se impone estar al corriente de todo lo que se escribe porque cree, secretamente, que las muchas lecturas lo dotarán de inteligencia.
Después de mes y medio leyendo La broma infinita o Los detectives salvajes, eso sería lo propio. No sé si tal cosa sucede, porque dejé ambas a la mitad. Si las hubiera terminado, quizá me habría convertido, como por ensalmo, en un tipo más inteligente, más alto y más fuerte. Pero sospecho que los efectos de la lectura –si es que los tiene- son más bien paulatinos. La cultura es lo que crece, y por eso, Cicerón dixit, apenas hay diferencia entre cuidar el campo o cultivar el espíritu. Creo que tampoco hay diferencia entre leer y soñar.