Mi hermana acaba de adoptar un perro y le está costando decidir el nombre. Desconozco si hay algo más acoquinante y abrumador que esta prerrogativa adánica. Fue a su obra predilecta a quien el Creador encomendó la tarea de la nominación. Por eso el primer hombre se arrogó la potestad de llamar carnero al carnero, langosta a la langosta y perdiz escabechada a la perdiz escabechada. Es un tema que no admite transigencias ni cachondeos, pues determina no poca de nuestra suerte. ¿Erraba Camba al afirmar que Salmerón no habría llegado a presidente de la República de haber sido Salmerín?
Me niego a leer una novela cuyo personaje protagonista se llame Ana o Javier. Benditas sean las damas del tan celebrado Galdós: Clotilde Vieira, Susana Corezuelo, Rosalía de Pipaón de la Barca; y benditos los señores que hoy se saca de la chistera Juan Laborda, galdosiano hasta las cachas: Nicolás Olmeda, Laureano Cáceres, Leandro Sanromán… ¿Olería igual la rosa con otro nombre? En la ficción desentonan menos Lunita Laredo o Melchor Relimpio que Manolo Pérez o Isabel García. A faltan del pan de la imaginación, insípidas son las tortas de lo común; al menos a mí se me hacen bola. Si hay que salir a la calle a buscar nombres, como dicen que hacía Balzac, hágase entonces. ¿Cuándo entenderán algunos juntaletras que hace falta un Lucien de Rubempré, una Mari Belcha o un Leopold Bloom para que nos interesemos por su historia?
Todavía recuerdo la infamante manera en que, hará doce o trece años, un locutor de televisión se hizo eco de un fichaje del Barça: “Touré Yaya o Yaya Touré, como ustedes quieran”. ¡Como ustedes quieran! Dicen que Casemiro, el del Madrid, carga con dicho marbete porque en un partido registraron mal su nombre y se avino a ello. Esto, de ser cierto, es digno de encomio, pues dicha ductilidad revela un espíritu práctico. Como decía el resuelto mozalbete que el protagonista de El donado hablador, de Jerónimo Alcalá, se topase en un cigarral de Toledo: “pues verá, en casa me llaman Hamete y en la calle, Juanillo”.
Entre los hijos de mis conocidos ya se cuentan Leia, Kobe y Mandela, y no tardará en llegar algún Baby Yoda: es el signo de los tiempos. El nombre que nos toca es impepinable por la ley del bautismo y la del Registro Civil, que decía el protagonista de Filomeno, a mi pesar, pero también por las normas no escritas de lo consuetudinario. Yerra el profesor que trata de adelantarse a los alumnos en lo tocante al mote que le han de endosar ineluctablemente. El primer día de clase nos dijo el de inglés: “a mí llamadme Flipi, que me lo dicen los mayores”; y a partir de entonces fue El Calvo.
Dice más de nosotros el nombre del perro que el nuestro propio. Lo he comprobado en mis amigos. El más literario le puso Montalbano; el más explosivo, Nobel; y el más castizo, Silverio. Dice mi hermana que quizá le ponga Eco y yo, que ni pincho ni corto, creo que haría bien, pues alude etimológicamente a la morada (oikos). Si acertaban los latinos al afirmar que el nombre es el destino, bueno es que el chucho lleve en su nombre la casa que ha de guardar.