La mujer del césar.
“La mujer que yo quiero no necesita…” rezaba aquella hermosa canción de Serrat, con su trino de jilguero inalcanzable. Pero la mujer a la que quiere Pedro, la mujer de la que está perdídamente enamorado, (ya lo sabemos todos después de que lo cantase a los cuatro vientos en una carta cursi y carmesí), sí que necesita algo más que bañarse cada noche en agua bendita. Bendita Begoña. Bendita seas entre todas las mujeres.
Se le van acumulando las causas, iba a decir como si le creciesen los enanos, pero creo que si utilizo la expresión, me cae multa-paquete del Ministerio de Igualas, donde a puñados comen cigalas. Begoña anda en sumergida en sumarios, navegando en un mar de autos e imputaciones, y por más que haga como que ni se despeina, ya se ocupa Peinado de enmarañarle el cabello a la primera dama imputada. Ay, ¡qué lindo me quedó eso!
Bego mira al horizonte entre indignada y molesta. ¿Cómo se atreve el juececillo prevaricador? Llama para consolarse al amigo Barrabés, no confundir con Barrabás, por más barrabasadas que haya hecho el pobre hombre con su protectora, y se lamenta. ¿Con quien va a hablar si no? Con Pedro sólo hay silencio, se les escucha masticar cuando cenan solos. La Moncloa parece una nevera y dicen que desde que saltó el asunto, por los pasillos de mármol hay eco. Ella intenta aparentar una calma inalcanzable, un look de relax como de recién salida de la sauna. Bueno, de la sauna no, del spa, de la esteticien. Ustedes ya me entienden.
Y lo peor es que sabe que Pedro es fiel, pero sólo al Poder. Si la causa se complica, la dejará caer como a un Ábalos o un Cerdán cualquiera. Dirá que se siente defraudado, engañado, que él no sabía, que le han roto el corazón. Pedirá a su lamentable Ministro de Injusticia el divorcio express y… ¡Ciao Begoña!