Mal asunto cuando el que se sienta encorvado en el banquillo de los acusados es el que más recto y erguido debiera caminar.
Para señalar a los demás —me decía mi padre de pequeño— hay que tener muy limpia la nariz. Y quien dice señalar, dice acusar, que es la desapacible pero necesaria tarea de un fiscal. Y ya no digamos de un Fiscal General del Estado. Este debería acusar con mayúsculas, a lo Zola. Pero a este hombrecillo quejumbroso y lastimero, que no llega ni siquiera a fiscalillo, le cuelgan de las napias unos lamparones terribles, verdes y pringosos. Es un hombre a un moco pegado. Al de la corrupción.
Servil y untuoso como el aceite de quinta fritanga de una freidora industrial, a Álvaro García Ortiz ya sólo le falta tumbarse panza arriba para que lo rasquen cuando ve merodear cerca a su amo. Se le queda una sonrisita entre bobalicona y embelesada a la luz de su dueño, el gran Perrero Sánchez. Y como todos los perros de guarda que saben bien a quién deben el hueso que les han tirado a roer tras el banquete, muestra hacia sus subordinados una rabia y una saña proporcional a la pleitesía que rinde a su amo.
Si no fuese suficiente vergüenza tener que posar sus blandengues posaderas sobre la dura madera del taburete de los imputados —que, por más que se empeñe en sentarse sobre el terciopelo de su asiento de fiscal nombrado a dedo, en un cosmético intento de rehuir el fotomatón presidiario—, sigue siendo el acusado de un delito grave que mancha a toda la institución a la que, en teoría y en tan poca práctica, representa. Si no fuese suficiente escarnio, decía, él se aferra al cargo como a un clavo de Cristo ardiendo, y por el viacrucis de su defensa hace desfilar en sórdida procesión a toda su cohorte de infames pelotas de pasillo, periodistas a sueldo y lameculos de turno, para que mientan, de palabra, obra y omisión, a su favor.
Hasta el más tonto sabe que nuestro Fiscal General del Estado es la garganta profunda que filtraba las heces de las cloacas judiciales por todas las cañerías del aparato estatal. El fiscal era un vil fontanero.
Saldrá de rositas, pero oliendo a… sí, lo han adivinado: catalina de can fresca, el muy fresco.