Humillarse
Cualquiera que tenga a sus bisabuelos enterrados en Cataluña sabrá de lo que hablo. Cuando un catalán quiere defender a su país, en general tiende a humillarse. Naturalmente, me refiero solo a los últimos tres siglos. La humillación puede ser una estrategia civilizada cuando la alternativa es pegar tiros o liarse a puñetazos. La humillación incluso es una estrategia inteligente cuando está claro que los tiros y los puñetazos no van a marcar la diferencia.
Cualquiera que tenga a sus bisabuelos enterrados en Cataluña sabrá de lo que hablo. Cuando un catalán quiere defender a su país, en general tiende a humillarse. Naturalmente, me refiero solo a los últimos tres siglos. La humillación puede ser una estrategia civilizada cuando la alternativa es pegar tiros o liarse a puñetazos. La humillación incluso es una estrategia inteligente cuando está claro que los tiros y los puñetazos no van a marcar la diferencia.
Jordi Pujol hizo de la humillación un arte y arrancó con ella concesiones al Estado importantes. Como Pujol hubo otros pequeños genios en el siglo XX. Josep Pla se humilló calzándose una boina para seguir escribiendo en los diarios y contar suavemente, sin ofender a la censura, lo que pensaba de temas como el bilingüismo o la unidad de España – ahora me viene a la cabeza un ensayo sorprendente sobre la mahonesa y otro sobre la literatura y las flores.
Salvador Dalí, que copió sus bigotes de un renacentista catalán establecido en la corte de Nápoles, proclamó que el centro del Mundo estaba en Perpiñan para mantener unidos el hombre y el artista. Podría poner otros ejemplos. La humillación fabrica tipos con mucha imaginación y con una voluntad de hierro, como el ingeniero Pompeu Fabra o como el soldado Joan Corominas, que modernizaron la lengua catalana con poquísimos recursos y con la policía siempre molestando.
La estrategia de la humillación suele dar resultados más prácticos que brillantes. Durante un tiempo, Albert Rivera pareció un buen dialéctico porque CiU i ERC se humillaban ante él con argumentos que intentaban combatir sus falacias con falacias todavía mayores, para posponer el conflicto con el Estado. Las manifestaciones de la Diada corresponden a este paquete de supervivencia más vulgar, que también es necesario para que los genios no sean saqueados -la ironía no lo resuelve todo.
Desde ya hace un tiempo buena parte de los catalanes ha dejado el sentido del ridículo a un lado para defender la libertad de su país, participando en manifestaciones masivas y aceptando estrategias que parecen seguir el Hilo de Ariadna. La alternativa a humillarse ya no pasa por liarse a tiros, pero en la relación entre Catalunya y España hay mucha nostalgia del pasado. A los políticos españoles les pasa con la democracia lo mismo que les pasa a los catalanes con la libertad: en el fondo creen que es una cosa sucia.
Escuchando a los políticos, parece que en Madrid se añora el uso de la fuerza y que en Barcelona se vive todavía del fusilamiento de Companys. La inteligencia ha sido desplazada por el trauma y con los traumas vienen la demagogia y los problemas. Hace un par o tres de años advertí a un amigo de Madrid que las chiquilladas de la Diada llegarían un día hasta su casa. Nadie se humilla por deporte y de momento ni el PP ni el PSOE pueden formar gobierno a causa de la situación de Cataluña.
A veces, basta con conocer el pasado y observar el presente para adivinar lo que pasará en el futuro. Siempre que España intenta sostenerse en la humillación de Cataluña acaba viviendo en el cuarto de las ratas. Si no salen políticos que comprendan que los tiempos han cambiado, el capital humano del Estado se irá degradando. Entonces, si algo tendremos realmente en común es que todos vamos a lamentarlo. Espero que esta Diada sea la última antes de la celebración de un referéndum. Si no será peor para todos.
VS.
Reconstruir la ciudadanía catalana, por Andrea Mármol