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La otra cara del dinero

Auge y caída de Sam Bankman-Fried, el hombre que pudo reinar en el mundo de las criptodivisas

El tiempo le ha dado la razón y sus presuntas víctimas recibirán entre el 118% y el 142% del valor de sus reclamaciones

Auge y caída de Sam Bankman-Fried, el hombre que pudo reinar en el mundo de las criptodivisas

Sam Bankman-Fried abogó por una rebaja de condena basándose en que no había ocasionado pérdidas y que el problema de FTX era de liquidez, no de solvencia. | TO

La emoción tiene mala fama en Occidente, que es la cuna de la filosofía y la ciencia, pero la emoción nos ha permitido sobrevivir como especie.

«Nos ayuda a fijar prioridades —me dijo una vez el psicobiólogo Ignacio Morgado—. A menudo, oímos que, para tomar buenas decisiones, conviene realizar un análisis lógico de las posibles alternativas y, sobre todo, mantener al margen los sentimientos. Mentira. Es al revés, justo al revés».

La corteza cerebral es muy lenta: si hubiera que esperarla, la mitad de las veces no llegaría.

Lo sabemos por los pacientes cuyo centro emocional se ha visto afectado por un tumor o un accidente. En teoría, quedan en una situación ideal para hacer un examen aséptico. La razón está aislada y pueden considerar fríamente las distintas opciones. Pero, ¿por cuál inclinarse? Si un sentimiento asociado, todas parecen iguales, ninguna destaca. El neurólogo Antonio Damasio describe cómo cambió un funcionario tras extirparle parte de la región prefrontal. Conservaba una inteligencia normal y clasificaba los expedientes igual que antes, pero deliberaba interminablemente, sin llegar jamás a decidirse.

Esa era un poco la situación de Sam Bankman-Fried (Stanford, California, 1992; en adelante, SBF).

El sistema de recompensas no chuta

«Se consideraba a sí mismo una máquina de pensar, no de sentir», cuenta Michael Lewis en su crónica del auge y caída del criptomagnate Hacia el infinito.

El propio SBF lo reconoce en sus escritos privados. «No siento placer —confiesa—. No siento felicidad. Por lo que sea, mi sistema de recompensas nunca ha chutado». La literatura no le decía nada y, después del octavo libro de Harry Potter, dejó de leer por completo. Las opiniones políticas le parecían absurdas, fruto de la identidad tribal más que de la reflexión. Tampoco le encontraba sentido a la religión. «Dios era como algo que sale por la tele. Se hablaba de Dios. Pero no pensaba que nadie creyera de verdad en Dios».

¿Cómo fijas prioridades cuando tu sistema de recompensas nunca ha chutado?

En su adolescencia, SBF había descubierto el utilitarismo y le pareció la única filosofía sensata. Proporcionaba un criterio claro de actuación: maximizar el placer y minimizar el dolor. Podía haberse entregado a un burdo hedonismo, pero su mente matemática lo convenció de que el bienestar de muchos era patentemente superior al de cada individuo particular.

Fue así como acabó metiéndose a banquero de inversión.

El deber de hacerse rico

La línea que conduce del utilitarismo a las finanzas está llena de lógica, si uno se para a pensarlo.

A raíz de una inminente hambruna en Bangladés, ampliamente publicitada gracias al concierto que en 1971 organizó el ex-Beatle George Harrison para recaudar fondos, el filósofo australiano Peter Singer concluyó que la prosperidad de Occidente era una indecencia y que sus habitantes teníamos que donar toda «la riqueza que excediera la precisa para cubrir nuestras necesidades». Nadie le hizo demasiado caso, pero andando los años sus ideas germinaron en una corriente conocida como «altruismo eficaz», cuyo propósito es producir el mayor beneficio a partir de los recursos disponibles.

Uno de sus promotores, Will MacAskill, se dejó caer por Harvard en 2012 y planteó a un grupo de alumnos, entre los que se encontraba SBF, a qué pensaban dedicarse cuando se licenciaran.

Les explicó que pasarían alrededor de 80.000 horas trabajando. ¿Cuál era el modo más productivo de invertir ese tiempo? Podía calcularse. Había simplemente que contar el número de vidas salvadas. Si se inclinaban, como tantas almas generosas, por la medicina, curarían a cientos de personas. Pero, ¿y si se hacían banqueros de inversión? «Incluso el más mediocre —escribe Lewis— generaba ingresos suficientes para pagar a varios médicos en África y rescatar un número de vidas varias veces superior».

Cualquiera que tuviera la posibilidad de emplearse en Wall Street estaba moralmente obligado a hacerlo.

El negocio del sándwich mixto

SBF recaló inicialmente en Jane Street, una firma dedicada al trading de alta frecuencia.

Con la ayuda de algoritmos y potentes ordenadores, estas agencias realizan múltiples transacciones por segundo para aprovechar mínimas y efímeras diferencias de valor. Por ejemplo, el precio de un fondo cotizado (ETF, por sus siglas en inglés) no está siempre en consonancia con el precio de las acciones que lo integran. Un ETF viene a ser como «un sándwich mixto —explica Lewis—. Si sabemos lo que cuestan una loncha de jamón y una de queso y dos rebanadas de pan, el precio del sándwich debe ser la suma de sus ingredientes. Cuando el coste de los ingredientes superaba el precio del sándwich, se compraba el sándwich y se vendían los ingredientes. Cuando el precio del sándwich superaba el coste de los ingredientes, se compraban los ingredientes y se vendía el sándwich».

Parte de la jornada de SBF consistía en ajustar el precio de muchos sándwiches, pero también acometía operaciones más sofisticadas.

El golpe fallido

En vísperas de las presidenciales de 2016, la bolsa parecía inquieta ante la posibilidad de un triunfo de Donald Trump.

SBF concluyó rápidamente que se podía hacer mucho dinero enterándose de los resultados de las elecciones antes que los inversores, y no era tarea imposible. «Al fin y al cabo, los mercados seguían enterándose de cualquier cosa del mismo modo que el gran público: viendo a John King en la CNN. Y John King tardaba 15 segundos en cruzar el plató hasta su mapa».

SBF organizó una unidad de recopilación de datos electorales. Un operador se adjudicó Míchigan; otro, Florida, y así sucesivamente.

El plan era claro. Se enterarían de los resultados segundos antes que nadie y, en función de ellos, comprarían o venderían. La noche del 8 de noviembre de 2016, la máquina «funcionó a las mil maravillas», recuerda Lewis. Y en cuanto estuvo claro que Trump se había impuesto, Jane Street colocó «una apuesta de varios miles de millones de dólares contra el S&P 500».

SBF se fue a la cama convencido de que había dado el golpe de su vida.

La bolsa es, sin embargo, caprichosa y reaccionó con un repunte. «Lo que había sido un beneficio de 300 millones de dólares para Jane Street —recuerda Lewis— era ahora una pérdida de 300 millones. Pasó de ser la operación más rentable de la historia de Jane Street a ser la peor».

Un barco para salvar un montón de vidas

A pesar de este considerable traspié, nadie hizo ningún reproche a nadie.

Estas cosas pasan, razonaron los socios de Jane Street, pero también resolvieron que no volverían a probar estrategias tan peligrosas. «Eso molestó a SBF», cuenta Lewis. De acuerdo con su filosofía, el modo más eficaz de maximizar el valor esperado de su existencia no era volver a ajustar el precio de los sándwiches mixtos. Necesitaba algo más excitante y, sobre todo, rentable.

No tardó en fijarse en las criptodivisas.

Habían dejado de ser un extravagante juguetito para friquis y empezaban a convertirse en un asunto «medio serio». Solo en 2017, el valor de las criptomonedas se había disparado desde los 15.000 millones de dólares hasta los 760.000 millones. «SBF hizo unas cuentas rápidas —dice Lewis—: si pudiera captar el 5% de todo el mercado […], podría ganar un millón de dólares diarios o más».

Dejó Jane Street y fundó Alameda Research, una agencia con la que pensaba salvar un montón de vidas.

Alta frecuencia con bitcóin

El salto de asalariado a empresario no fue sencillo.

Los veinteañeros que contrató descubrieron en seguida que SBF era un jefe lamentable. Imponía un ritmo extenuante, no daba instrucciones, rehuía las reuniones y se tiraba semanas sin ducharse. Todo ello habría sido, de todos modos, lo de menos si los resultados hubieran acompañado. La idea era aprovechar las ineficiencias de los criptomercados, que eran enormes: un bitcóin cotizaba en Corea del Sur hasta un 50% por encima de Estados Unidos.

Sin embargo, una cosa era detectar la discrepancia y otra, aprovecharla.

Después de que el primer sistema automatizado de negociación de Alameda perdiera dinero a espuertas, SBF diseñó otro supuestamente mejor, Modelbot. «Si era posible comprar 7.900 dólares en bitcóins en una bolsa de Singapur y venderlos por 7.920 en otra de Japón —escribe Lewis—, Modelbot lo hacía miles de veces por segundo». El problema es que, vista la experiencia del primer bot, no estaba claro que eso fuera una ventaja. Como apuntó uno de los empleados: «Existía la posibilidad de que nos quedáramos sin fondos en una hora».

El ambiente se fue haciendo irrespirable hasta que, en abril de 2018, todo el equipo directivo y media plantilla de Alameda pactaron su salida.

«Como no quedaba nadie con quien discutir —dice Lewis—, Sam encendió el interruptor y dio rienda suelta a Modelbot». Al instante, empezó a brotar un chorro de dinero, y así siguió mes tras mes hasta que, poco a poco y al olor de las altas rentabilidades, surgieron multitud de imitadores.

SBF se dio cuenta de que tenía que buscarse otro océano azul y lanzó FTX.

Lo que todos querían

El propósito de FTX era convertirse en la criptobolsa más respetable del planeta.

En aquella época, casi todas las plataformas en las que se intercambiaban activos digitales estaban en Asia y la mayoría carecía de supervisión. Quienes especulaban con Bitcoin, Ethereum o cualquier otra divisa podían encontrarse de la noche a la mañana con que sus monederos habían volado, a veces a manos de algún hacker, pero más a menudo por pura incompetencia de los responsables del garito.

FTX era más segura y, sobre todo, permitía operar con futuros.

«Ofrecía a los jugadores la posibilidad de colocar apuestas mayores de lo que permitían sus cuentas bancarias sin riesgo aparente […], y eso era lo que el mundo cripto deseaba». Era un producto irresistible y sus beneficios no dejaron de crecer: 50 millones de dólares en 2018, 100 millones en 2019, 1.000 millones en 2020 y otros 1.000 más en 2021.

«Todas las personas importantes querían conocer a SBF», dice Lewis.

Forbes lo había nombrado persona más rica de menos de 30 años y, «cuando tienes una fortuna de 22.500 millones de dólares, la gente se muere por ser tu amiga». El Foro de Davos, la Gala del Met, la revista Time, todos lo invitaban a ceremonias a las que confirmaba su asistencia, pero a las que luego no iba.

«Sabía quiénes eran hace tres meses»

Porque el éxito no lo había vuelto ni más formal ni más limpio.

Se presentaba en todas partes con sus greñas de adolescente, en camiseta y pantalón corto. La vivienda que compartía con otros altruistas eficaces en Albany, Bahamas, era un caos. «Habían convertido un apartamento de 30 millones de dólares en una pensión de mala muerte».

Este desbarajuste presidía también el organigrama.

En FTX no había director financiero ni de riesgos ni de recursos humanos. La junta directiva se había constituido porque los inversores los «miraban raro» cuando les decían que no tenían, pero SBF ni siquiera recordaba los nombres de sus miembros. «Sabía quiénes eran hace tres meses —le admitió a Lewis—. Puede que hayan cambiado. El principal requisito es que no les importe firmar por DocuSign a las tres de la mañana. Firmar esos documentos es su cometido».

Todo esto resulta blasfemo a los ojos de un experto en management, pero no era ilegal. Lo que sí iba a revelarse fatal es que «nunca quedó claro dónde acababa Alameda y dónde empezaba FTX».

El hundimiento de la casa cripto

Si la ascensión de SBF fue rápida, su caída lo sería más.

A finales de 2022, el mundo cripto experimentaba uno de sus cíclicos y abruptos cambios de humor. Había pasado de la euforia al pánico y, entre abril y junio, el bitcóin cayó desde los 45.000 dólares hasta los 19.000. Era una corrida como la de 2008 en la banca tradicional, pero sin Reserva Federal ni Ben Bernanke. FTX más o menos aguantó el tipo hasta que, el 2 de noviembre, la web CoinDesk reveló en un artículo que SBF trasvasaba fondos de FTX a Alameda.

«Lo que hacía FTX —dice Lewis— era prestar a Alameda los depósitos de los operadores… ¡gratis!».

Los clientes se asustaron y llevaban tres días retirándose de forma más o menos ordenada cuando CZ, otro criptomagnate con el que SBF se llevaba fatal, anunció que liquidaba sus posiciones en FTX. Fue como gritar fuego en un teatro atestado. En un día se volatilizaron 5.000 millones. SBF habló con CZ para que detuviera por favor la sangría y este accedió a quedarse con la mayor parte de FTX a cambio de asumir sus pasivos, pero acto seguido se arrepintió y anunció en Twitter que, como resultado de las comprobaciones debidas, cancelaba la operación.

Fue la puntilla y, pocos días después, SBF se acogía a la ley de quiebras de Estados Unidos.

El mar devuelve el tesoro

Hacia el infinito ha recibido severas críticas porque no retrata a SBF como el villano que la sociedad ha decidido que es.

Lewis no discute que cometiera delitos. «Lo que hizo fue malversar fondos —ha declarado en una entrevista para Freakonomics—. Le dijo a la gente que su dinero estaba en un sitio seguro», cuando «lo usaba para realizar fuertes apuestas en otro lado». Pero añade: «Lo curioso de esas apuestas es que algunas parecen haber funcionado bastante bien».

Porque en otro de sus cíclicos y abruptos cambios de humor, el mundo cripto ha pasado del pánico a la euforia y ha devuelto a la superficie el tesoro sumergido.

Todo demasiado retorcido

A la larga SBF tenía razón, pero ¿de qué vale eso cuando la emoción gobierna los mercados, la opinión pública, la política?

Antes de que John Ray, el administrador concursal, le arrebatara el control de FTX, SBF había acumulado grandes cantidades de tokens de Solana. Esta blockchain puede procesar hasta 65.000 transacciones por segundo, en lugar de las siete que valida Bitcoin. SBF sostenía que semejante agilidad la ponía al nivel de medios de pago como Visa y hacía de ella la criptodivisa del futuro. Si los acreedores que lo acosaban tenían un poco de paciencia, verían cómo se revalorizaba y recuperaban sus depósitos.

Nadie lo creyó. En octubre pasado, Jennifer Szalai todavía daba a entender en el New York Times que FTX era otro montaje piramidal, como el de Madoff.

Pero gracias a la revalorización de Solana y otras tokens, «los clientes y los acreedores […] recibirán entre el 118% y el 142% del valor de sus reclamaciones», escribe en Bloomberg Matt Levine. ¿Y SBF? «Le cayeron 25 años de cárcel por causar pérdidas milmillonarias a los clientes de FTX —sigue Levine—. Abogó por una rebaja de condena basándose en que esas pérdidas no existían, […] que su problema era de liquidez, no de solvencia, y que probaría que había suficientes fondos para pagar a todos los clientes si le daban una o dos semanas para aclarar las cosas. No lo hicieron. John Ray tuvo, por el contrario, 18 meses para encontrar el dinero, y lo ha logrado».

Todo demasiado retorcido y poco práctico, como siempre le ha parecido el mundo a SBF.

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