THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

El capitalismo no inventó las desigualdades

Hay que mantener las diferencias controladas, sin perder de vista que el enemigo sigue siendo la pobreza

El capitalismo no inventó las desigualdades

Niña en un barrio marginal de Yakarta. | Donal Husni / Zuma Press / ContactoPhoto

En El Lugar, la premio Nobel Annie Ernaux (Lillebonne, Francia, 1940) relata con una prosa descarnada el ascenso social de su padre Alphonse.

«Vivía en una casa baja —recuerda de su niñez—, con techo de caña y suelo de tierra». Para ir a clase debía caminar dos kilómetros, pero dejó de hacerlo pronto. A los 12 años, el abuelo lo saca de la escuela para colocarlo en una granja. Se levanta a las cinco de la mañana para ordeñar las vacas, limpiar las cuadras, atender los caballos y volver a ordeñar las vacas antes de echarse a dormir «encima del establo, sobre un montón de paja sin sábanas».

Es una existencia dura y miserable. Nadie lleva cuenta de las horas trabajadas y la comida se escatima, pero «la guerra [de 1914] cambió el curso de los acontecimientos».

Una existencia con altibajos

Ernaux hace hincapié en que, tras cumplir el servicio militar en París, Alphonse «ya no quiso volver a los cultivos», pero de poco le hubiera valido esa firme voluntad si al mismo tiempo Francia no se hubiera industrializado.

Entra en una fábrica donde queda «al abrigo de las inclemencias del tiempo. Había aseos y vestuarios para cada sexo, horarios fijos. Después de sonar la sirena, por la tarde, era libre y ya no se notaba encima el olor de la leche». Cobra un buen salario, se compra una moto y ahorra algo. Conoce a Blanche, se casan y montan un pequeño negocio: un café que es al mismo tiempo tienda de ultramarinos.

El matrimonio tendrá sus altibajos.

Cuando las ventas se hundan (probablemente como consecuencia de la Gran Depresión, aunque Ernaux no la menciona), Alphonse se verá obligado a emplearse en una petrolera. A continuación estalla la Segunda Guerra Mundial y, a su término, deben mudarse en busca de fortuna, pero a mediados de los años 50 el progreso es indiscutible. «Teníamos todo lo que necesitábamos, es decir, comíamos hasta saciarnos (la prueba es que se compraba carne cuatro veces a la semana), se estaba caliente en la cocina y en el café». Instalan un cuarto de baño junto al dormitorio y obtienen una hipoteca para convertirse en propietarios de la casa que habitan. «Nadie de la familia lo había sido nunca».

En aquella época, Alphonse se fotografía junto a «aquello que está orgulloso de poseer: la tienda, la bicicleta, […] el [Renault] 4CV con una mano apoyada en el techo».

Una abundancia insatisfactoria

Lo que asombra de El lugar es el salto cuántico que experimenta el bienestar no ya de los protagonistas, sino de toda Francia.

En el transcurso de la vida de Alphonse (1899-1967), el PIB per cápita del país salta de los 4.584 dólares (el nivel actual de Nepal o Camerún) a 15.792 dólares. Por eso deja de dormir sobre un montón de paja y lo hace en una casa de su propiedad. Por eso se compra un coche y no solo mantiene a su hija escolarizada después de los 12 años, sino que la envía becada a la escuela universitaria de Ruán.

Y sin embargo, bajo la abundancia, acecha la insatisfacción: Alphonse «no ríe en ninguna foto».

Complejo de inferioridad

El tema central de El lugar son «las envidias y comparaciones», el «miedo a sentirse desplazado».

«Un día —escribe Ernaux— mi padre subió por error en primera con un billete de segunda. El revisor le hizo pagar el suplemento. Otro recuerdo vergonzoso: en el notario, tuvo que escribir ‘leído y aprobado’, no sabía exactamente cómo y se decidió por ‘leído y ha probado’». Esa falta lo obsesiona «todo el viaje de vuelta» y arroja sobre él la «sombra de la indignidad».

Ese complejo de inferioridad no es, por desgracia, el fruto de una neurosis.

Ernaux se lamenta de que ella misma empezó a distanciarse y ascender a través de sus estudios a una realidad más exquisita, en la que los placeres sencillos en los que la habían educado («Luis Mariano, las novelas de Marie-Anne Desmarets, Daniel Gray, el carmín para los labios y la muñeca ganada en la tómbola») se consideraban propios de «palurdos».

La humillación definitiva la perpetrará el estudiante de ciencias políticas del que se enamora.

«Para recibir a ese joven —cuenta—, mi padre se puso corbata, cambió su mono azul por un pantalón de domingo. Estaba exultante, seguro de poder acoger a mi futuro marido como a un hijo, de tener con él, más allá de las diferencias de educación, una complicidad masculina». Por desgracia, una vez celebrada la boda, no volvería a verlo. Ernaux explica que un hombre como su novio, «nacido en una burguesía universitaria», jamás habría podido disfrutar en compañía de alguien como Alphonse.

Era «buena gente», pero carecía de «conversación».

La destrucción del capitalismo

Ernaux forma parte de la larga tradición francesa de intellectuels engagés o intelectuales comprometidos.

En las presidenciales de 2017, apoyó al candidato de la izquierda radical Jean-Luc Mélenchon, que hizo campaña por «la destrucción del capitalismo y la construcción de la igualdad». Ernaux piensa que el sistema actual crea y mantiene jerarquías basadas en la clase, el género y la educación, y en El lugar nos describe magistralmente cómo todo ello conforma lo que el investigador Naoki Kondo denomina «una fuente de estrés psicosocial».

Pero ¿estamos seguros de que la destrucción del capitalismo erradicaría sufrimientos como el de Alphonse?

Las siete columnas

La envidia y la soberbia están íntimamente cableadas en nuestra mente porque seguramente cumplen una función valiosa.

En Las siete columnas, Wenceslao Fernández-Flórez se plantea qué ocurriría si desaparecieran de la faz de la Tierra los siete pecados capitales. Su respuesta paradójica es que la existencia se volvería monótona y carente de propósito. Sin gula, lujuria ni pereza, ¿qué goces obtendríamos de los sentidos? Sin la avaricia, ¿cuántos acometerían un negocio? Sin la ira, ¿reaccionaríamos igual ante las injusticias? Y sin la envidia ni la soberbia, ¿habríamos abandonado alguna vez la sabana africana?

Fernández-Flórez analiza qué mueve a Sike y Noke, «dos sabios de renombre universalmente conocido».

«Su vida fue un constante sacrificio —escribe—. Parecían rehuir la notoriedad y la riqueza […]. Se les citaba como ejemplos de desinteresado amor a la ciencia. Pero el diablillo que les aconsejaba en el fondo de sus corazones se llamaba la envidia. Cada triunfo de Sike era un gran pesar para Noke. Cada éxito de Noke lanzaba a Sike con acrecentado ardor en nuevas investigaciones y estudios. La soberbia, esa «curiosidad de lo malo y de lo inútil», como la llamó san Bernardo, ese afán de ser un dios, impulsó al hombre por el camino del conocimiento; pero habría desmayado muchas veces si la envidia no le prestase vigor».

El paraíso anticapitalista

Aunque Mélenchon y Ernaux acabaran hoy mismo con el capitalismo, persistirían las «envidias y comparaciones» que atormentaban a Alphonse.

El antropólogo Christopher von Rueden cuenta que los t’simanes adoptan todas sus decisiones por consenso. Esta tribu de las tierras bajas bolivianas es un modelo de sociedad «pequeña, preindustrial y políticamente igualitaria». El paraíso anticapitalista. Von Rueden advierte, sin embargo, que en esas reuniones en las que todo se debate de igual a igual, la opinión de unos prevalece inevitablemente sobre la de otros, lo que delimita nodos de reconocimiento, es decir, individuos cuyo consejo se busca más a menudo.

A partir de estas observaciones, Von Rueden dibujó un organigrama y sometió luego a sus t’simanes a diferentes pruebas médicas.

«Descubrimos —escribe— que los varones con menor influencia presentaban peores registros de cortisol, la hormona del estrés». Aquellos cuya reputación había decaído tenían asimismo el cortisol por las nubes, aparte de mostrarse más proclives a las afecciones respiratorias, «la principal causa de enfermedad y muerte».

Barrenderos y neurocirujanos

¿Debemos, por tanto, ignorar la igualdad como objetivo político?

En absoluto. Nuestra predisposición como especie a la soberbia y la envidia aconseja, por el contrario, mantener las diferencias prudentemente controladas, para evitar estallidos sociales. Pero tampoco debemos obsesionarnos. Primero, porque la igualdad extrema es tan injusta como la desigualdad extrema y, segundo, porque se desincentiva el esfuerzo. Una economía dinámica y funcional necesita establecer distinciones. Como me decía Deirdre McCloskey, «si pagas a los neurocirujanos lo mismo que a los barrenderos, terminas con pocos neurocirujanos y muchos barrenderos».

Esto dará lugar a desdenes como los que padeció Alphonse, pero por crueles que a Ernaux le parezcan, peor era dormir encima del establo, sobre un montón de paja sin sábanas.

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