Los misterios tras la máquina Enigma y el engaño a Hitler
La historia ocultada de tres jóvenes polacos y un francés con un papel básico para ganar la Segunda Guerra Mundial
Winston Churchill tomó una decisión arriesgadísima, pero no le quedaba otra alternativa para poder ganar la Segunda Guerra Mundial a Hitler. Permitió que la Luftwaffe alemana bombardeara la ciudad de Coventry cuando sabía previamente la ingente cantidad de bombas que iban a tirar y los muertos y destrozos que iba a producir. Tenía un buen motivo para permitir tal salvajada: deseaba que los alemanes no descubrieran que habían penetrado en sus comunicaciones y que cada día descifraban los mensajes que se enviaban a través de su máquina Enigma. Este fue el gran secreto de la guerra, que facilitó al bando aliado adelantar su final dos años y que Hitler no pudiera cumplir su sueño de ser el amo del mundo.
La historia tiene unos protagonistas escasamente reconocidos. Los tres primeros son unos jóvenes polacos amantes de la vida de los ermitaños, unos genios locos que aceptaron el mayor reto tecnológico de la guerra. Unos años antes de iniciarse el conflicto, los alemanes cometieron el error de mandar una máquina Enigma a una empresa polaca, que rechazó el paquete. Nada hubiera pasado si varios funcionarios de la embajada alemana no hubieran acudido a la oficina de correos a reclamarla de malas maneras. El funcionario se negó a entregársela, se mosqueó por su actitud y alertó al servicio secreto polaco. Abrieron discretamente el paquete y en un día hicieron una réplica de la máquina, cuyo original, para evitar sospechas, entregaron a los energúmenos de los alemanes.
Tres matemáticos y un militar ante el dilema
La máquina disponía de un mecanismo de cifrado que permitía usarla tanto para cifrar como para descifrar mensajes. La gran pregunta era cómo funcionaba. El espionaje polaco decidió contratar a los jóvenes veinteañeros Marian Rejewski, Jerzy Rozycki y Henryk Zygalski. Los tres pusieron todo su empeño en destapar cómo las fuerzas armadas alemanas, sus embajadas, la Gestapo…se transmitían mensajes, pero apenas consiguieron avanzar. Enigma utilizaba un sistema absolutamente novedoso y su mentalidad de matemáticos no alcanzaba a descubrirlo.
Hitler estaba muy satisfecho con su máquina y la confidencialidad que le ofrecía para dirigir una guerra que en gran parte se fundamentaba en los ataques relámpago. Su uso le demostró que era la mejor forma de impartir órdenes sin que nadie se enterara, así que ordenó entregar copias a todos los puntos del globo con intereses alemanes.
A principios de los años 30, la falta de avances en la investigación en el funcionamiento de la máquina hizo que el espionaje polaco se pusiera en contacto con sus colegas franceses buscando ayuda. Aquí aparece el cuarto protagonista silencioso, el militar Gustav Bertrand, que llevaba tiempo intentando descifrar Enigma. Sus progresos habían ido en una línea distinta a los de los polacos. Sobornando a un alemán, hijo de general, consiguió que robara las instrucciones de la máquina y las claves de varios meses.
La ayuda francesa permitió a los estudiantes polacos empezar a comprender el funcionamiento de la máquina y a avanzar en su descifrado. Consiguieron interceptar mensajes que señalaban con claridad el deseo de Hitler de comerse el mundo, aunque unos meses antes de iniciarse la contienda, los alemanes introdujeron modificaciones en Enigma y los polacos dejan de ver la luz.
Polonia iba a ser invadida y su espionaje decidió compartir sus progresos con sus colegas franceses e invitaron también a los ingleses. Nadie había avanzado tanto en el descifrado como ellos. Pocas semanas después, los tres polacos huyeron del país y se refugiaron en Francia, donde siguieron trabajando en el tema con Bertrand. La invasión alemana lo trastoca todo: los jóvenes huyeron hacia España y luego a Inglaterra. Bertrand terminó optando por dejar sus investigaciones y unirse a la resistencia. Combatió valerosamente, terminó siendo apresado, consiguió huir y concluyó la guerra también en Inglaterra.
El país dirigido por Churchill recogió las investigaciones de polacos y franceses, y en el más estricto silencio montó un inmenso dispositivo para descifrar las comunicaciones de los nazis. Cambió su anterior enfoque basado en lingüistas y contrató matemáticos. Después los encerró en Bletchley Park, una localidad a 50 kilómetros de Londres. Había nacido el proyecto Ultra.
Entra en juego Gran Bretaña
Aquí entra en acción el quinto protagonista silencioso, pero al que la historia sí que le ha dado el papel protagonista que merece. Muchos fueron los científicos que trabajaron allí, pero el más importante fue Alan Turing, que con solo 26 años creó la llamada «Máquina universal de Turing», un antecedente de los modernos ordenadores. Los mensajes alemanes terminaron siendo descifrados y sus resultados llegaron cada día no solo a Winston Churchill, sino a sus principales colaboradores. Eso sí, pocas personas conocían cuál era la fuente de información. Ultra se convirtió en el secreto mejor guardado. Nunca los alemanes descubrieron que los ingleses habían desnudado los planes de Hitler.
La información robada era tan buena que los aliados tuvieron que hacerse los locos ante algunos ataques –como el de Coventry- para evitar que los alemanes se mosquearan. Un secreto que les permitió prolongar el engaño cuando Hitler ya había desaparecido. Muchos países, como España, disponían de esas máquinas por regalo de Hitler y otros las recibieron como ayuda para mejorar sus comunicaciones por parte de Estados Unidos y Gran Bretaña. Eso les permitió enterarse de las comunicaciones de esos países durante varias decenas de años.
El final de la historia de los cinco protagonistas no puede ser más decepcionante. Los tres polacos pasaron el final de la guerra refugiados en Inglaterra sin que nadie contara con ellos para el trabajo de dar luz a Enigma. Tuvieron que esperar a que en 1970 se descubriera la trama para enterarse de que su intenso trabajo no había sido en balde. Lo mismo que le pasó a Bertrand. Ninguno de los cuatro recibió el reconocimiento que se merecía.
El caso del inglés Turing aún fue peor. Todos los que compartían despacho con él en Bletchley Park sabían que era un genio loco. Casi nunca se afeitaba, sus uñas siempre estaban negras y sus camisas y la plancha nunca tuvieron ni un simple roce amoroso. Todos sabían también que Turing era homosexual, algo que estaba perseguido en la época, aunque a nadie le importó mientras su trabajo era vital.
Cuando acabó la guerra, el genial matemático siguió trabajando en temas secretos. Había salvado la vida de miles de personas y con sus descubrimientos había acortado la guerra, lo que no le sirvió de nada cuando en 1952 fue detenido por mantener relaciones homosexuales con un joven de 19 años.
Fue condenado a 12 años de cárcel y humillado públicamente. Para no entrar en prisión, aceptó visitar a un sicólogo que le sometió a un tratamiento de hormonas que le dejó obeso e impotente. Dos años después se suicidó. La reina Isabel II le concedió en 2013 el perdón tras una campaña pública. Una magnanimidad para quien les hizo ganar la guerra que llegó 60 años después. Así es la vida.