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La otra cara del dinero

El ‘management’ desastroso de Antonio Vega

Como diría mi madre, dejar un legado no está reñido con el orden y la limpieza. ¿Qué necesidad había de autodestruirse?

El ‘management’ desastroso de Antonio Vega

Antonio Vega y su primo Nacho Carcía Vega posan en 2007, con motivo del reencuentro de la banda Nacha Pop. | José Oliva (Europa Press)

«En su nombre, Antonio Vega llevaba una estrella», escribe Magela Ronda en su biografía del cantante, Una vida entre las cuerdas.

Vega es dos veces más masiva que el Sol y está relativamente cerca, pero, aparte de eso, no deja de ser un astro convencional. Antonio debería haber llevado el apellido de una supernova, una de esas gigantescas bolas de gas que colapsan bajo el peso de su propia gravedad y se consumen en una breve y deslumbrante hoguera. Porque así fue su vida: breve y deslumbrante.

Por todo el libro de Ronda culebrea lo que podríamos llamar el misterio de Antonio, y que se resume en una sencilla pregunta: ¿Mereció la pena?

«Algunas veces —cuenta su hermano Carlos— me ha entrado algún amigo comentando: ‘Joder, Antonio, qué putada y tal, lo que ha hecho con su vida’. Y yo contesto: ‘Pues mira, lo que ha hecho con su vida es algo que tú no vas a hacer nunca, que es dejar un legado’».

Pero como diría mi madre (y la de Antonio), el legado no está reñido con el orden y la limpieza. ¿Qué necesidad había de autodestruirse?

Ni triste ni solitario

Conocí a Antonio en el Liceo Francés y no era en absoluto, como tituló el productor Paco Martín aquel controvertido disco, ese chico triste y solitario.

Era encantador y divertido. Jamás lo vi discutir, ni creo que lo viera nadie. Rehuía el enfrentamiento. La mejor manera de no volver a verlo era sugerirle un cambio, como que dejara las drogas. «Yo soy así y así voy a ser, y dejadme en paz —recuerda su amigo Nacho Béjar que le dijo en cierta ocasión—. No pienso esconderme ni una vez más. Ya estoy harto, tío. Es que es absurdo. Tú sabes que estoy en el baño, sabes lo que está pasando, ¿por qué no puedo estar aquí? Se acabó».

Béjar lo entendió, pero se conoce que a otros les costaba, porque hasta les dedicó una canción.

«Hoy me han dicho dos o tres lo que tengo que hacer, / por lo menos otros dos lo que he de deshacer, / una voz serena que me dice ‘cuídate’ y ‘qué mal te veo, estás mucho peor que ayer’. / Un día y otro / la misma charla otra vez. / Esta gente no tiene nada mejor que hacer».

La última montaña

La curiosidad insaciable era otro rasgo de Antonio, probablemente el que mejor lo definía.

«En la furgoneta de ida al bolo —cuenta Ronda— se hablaba mucho de física, Antonio no desaprovechaba la ocasión de contarles a sus compañeros, atrapados en el coche, los últimos descubrimientos sobre el origen el universo, sus teorías sobre los anillos de Saturno o el último documental que habían dado en La 2».

Era una curiosidad que no estaba templada por el miedo.

Todos nosotros queremos saber, pero no a cualquier precio y llega un momento en que paramos. Antonio, no. Necesitaba saber que había detrás de la última montaña, ver aquello que nadie vio, entrar en un mundo descomunal. Era una voracidad inquisidora que desbordaba la esfera intelectual para derramarse sobre su vida entera. Al contrario que su primo Nacho García Vega o que Carlos Brooking, compañeros de colegio y de banda, Antonio abandonó los estudios en cuanto grabó el primer elepé. Quemó las naves para no sentir la tentación de volver grupas, para no tener más remedio que recorrer su destino musical.

Y muchos de sus conocidos experimentaron con las drogas, pero pocos como él apuraron el cáliz hasta las heces.

Autómatas autorreplicantes

A mi generación se nos educó en la creencia de que un día todos los porqués nos serían aclarados.

Dios nos reuniría y nos diría: «A fulanito lo envié a la Tierra por este motivo, y el propósito de las guerras napoleónicas era tal, y el de las hambrunas africanas cual, y el terremoto de Lisboa pretendía aquello». Y así sucesivamente, hasta llegar al porqué de todos los porqués: qué pinta una especie como la nuestra en un sitio como este.

Pero, ¿y si el creador tampoco lo supiera?

Pensemos en los autómatas autorreplicantes de John von Neumann, unas «naves que se construyen, reparan y mejoran a sí mismas, capaces de colonizar los planetas más lejanos de nuestro sistema solar antes de partir hacia la oscuridad del espacio exterior —cuenta Benjamín Labatut en MANIAC. Esas máquinas podrían viajar a mundos distantes, yendo más lejos que cualquier ser humano», con el propósito de analizar la radiación de fondo o practicar la minería en condiciones límite.

Pero, plantea Labatut, «¿y si una de las sondas sufriera durante su odisea una mutación, como ocurre en prácticamente todos los procesos de autorreplicación?»

Con el paso del tiempo, podría dar lugar a seres autoconscientes que, como nosotros, acabaran formulándose «la pregunta que también nos tortura a nosotros: ¿Por qué? ¿Por qué las creamos para abandonarlas después? ¿Por qué las enviamos a la oscuridad?». Alguna daría media vuelta y, en su desesperación, desandaría su viaje de millones de años para reclamarnos una respuesta que no tenemos. «Pues os construimos por curiosidad científica», le diríamos. O: «Nos encanta la mecánica». O más probablemente: «Alguien tenía que extraer el wolframio y a nosotros no nos apetecía».

Al final, el porqué de todos los porqués no vale para nada.

Punto de inflexión

No sé si Antonio fue consciente de ello, pero del libro de Ronda deduzco que debió de intuirlo tras la muerte de Marga del Río, su segunda pareja.

La había conocido a finales de los 90, durante la grabación de Anatomía de una ola, y lejos de aportarle estabilidad, fue él quien la arrastró a su infierno de yonqui. «Vivieron en hoteles que se incendiaron —cuenta Ronda—, en casas que tuvieron que abandonar precipitadamente, grabaciones, giras, visitas a clínicas de desintoxicación, peticiones de ayuda a la familia de ambos…»

En 2004 Marga contrajo una encefalitis bacteriana y, tras unas semanas de convalecencia, falleció.

«La desesperación y la pérdida eran brutales —escribe Ronda—. A los pies de la tumba de Marga, de rodillas, Antonio lloraba una vida entera y parecía que no habría consuelo posible». Carlos Brooking pensó que la tragedia le haría perder definitivamente «sus anclas con el mundo real», pero sucedió todo lo contrario.

Antonio se encerró en el estudio para grabar disciplinadamente 3.000 noches con Marga.

Y cuando unos años después su primo le propuso reunir de nuevo a Nacha Pop, «contestó con un sí rotundo». Cumplía con los ensayos y los compromisos de promoción, llegaba puntual a los conciertos y hasta se compró un traje para salir al escenario. «Me he liberado del Antonio que se encierra y se pierde en buscar el sentido de la vida», confesó en una charla con periodistas.

Una facultad casi milagrosa

Mi tesis es que, en algún punto de su viaje a las simas de la adicción y el sufrimiento, Antonio entendió la inutilidad del porqué.

Puede que la verdad última de las cosas exista, pero se encuentra con toda probabilidad fuera de nuestro alcance. ¿Y qué más nos da, si tenemos el para qué? Aunque estemos condenados a vivir en la caverna platónica, eso no es incompatible con la felicidad, porque disponemos de la facultad casi milagrosa de dotar de sentido y convertir en objeto de pasión actividades aparentemente triviales, como encestar una pelota en un aro, conseguir likes en Instagram o componer y escuchar canciones.

No es tan complicado. Lo hacemos todo el rato. La ilusión solo se deshace cuando nos empeñamos, como Antonio, en preguntar por qué.

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