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'The Brutalist': un gigante con pies de barro

La cinta realiza un alegato contra el capitalismo, pero de una manera tan manida que el mensaje no convence

Con diez nominaciones, The Brutalist es una de las películas fuertes en los Oscar. Por contra, Megalópolis no ha logrado ni una, y encabeza la lista de los Razzies. Duro contraste entre obras que, sin embargo, guardan muchas similitudes entre sí: las dos han nacido del empeño personal de sus autores, ambas son formalmente monumentales, y tienen como héroe a un visionario arquitecto. Eso sí, mientras la película de Coppola es transparente en su discurso, The Brutalist resulta esquinada y confusa, incluso hasta cierto punto deshonesta. Quizá sea esto lo que la convierte en una película alineada con la industria de su tiempo y por ello, más fácilmente permeable. Veamos a qué me refiero. 

Un famoso arquitecto superviviente del Holocausto emigra a Estados Unidos. Sobrevive como puede hasta que un magnate le salva de la miseria encargándole la construcción de un particular edificio. Sin embargo, la obra se verá paralizada en varias ocasiones por crisis inesperadas, alargando la culminación del proyecto y complicando la relación personal entre promotor y arquitecto. Ese sería, grosso modo, el argumento del protagonista. La película despliega un indiscutible talento en la puesta en escena, la fotografía, la banda sonora y, por supuesto, la calidad de su elenco protagonista. De hecho, no desaconsejo su visionado; muy al contrario. Por ejemplo, me parece una experiencia gozosa la separación de su metraje en dos partes, emulando el planteamiento de grandes obras como las de David Lean.

De esas dos partes, la primera resulta formidable. Todos son apuntes sugerentes sin concretar, una invitación a que el espectador complete lo que no se ve sobre la herida que arrastra este arquitecto en su devenir por una América que se retrata hostil. Es tramposa en cuanto a la realidad histórica, porque Estados Unidos supo recibir y aprovechar el talento de los arquitectos que salieron echando mixtos de Europa, pero a priori parece un recurso narrativo legítimo. Sin embargo, esa falta a la verdad puede darnos una pista sobre los mecanismos narrativos que se desplegarán en la segunda parte, aquella en la que su director debe concretar, dejarnos claro de qué va la cosa. 

Y la cosa es un esquinado alegato contra el capitalismo. Un poco confuso, como tirando la piedra y escondiendo la mano. Un buen ejemplo de la falta de franqueza y madurez que adopta el relato en esta segunda parte es la forma en la que despliega sus convicciones sionistas. Están latentes, pero soterradas. Como sea, al director The Brutalist le quitara el sueño comprometer con ello la aprobación del público progresista. Como la película se mete ella sola en lo que hoy es un callejón sin salida –no en el pasado, porque Israel en origen fue, de hecho, un proyecto capitaneado por eminentes socialistas–, ¿a qué recurre el director para hacerse perdonar por ese sionismo no tolerado? 

Convierte de pronto a uno de sus personajes en un malo de manual, un antagonista que absorbe como un dummy los golpes que de otra forma podrían caer sobre el relato. ¿Y quién es ese malo icónico? El empresario. Un salvaje ególatra que abusará del bondadoso y solidario artista que interpreta Adrien Brody, el artista incólume de moral elevada frente al mercader depravado. ¿Pero no fue ese empresario quien sacó de la miseria a Brody, el mismo que hizo posible recuperar a su mujer y a su sobrina, que habían quedado atrapadas en una Europa arrasada por los totalitarismos antiliberales? Porque no olvidemos que este arquitecto ni ha emigrado ni procede de un paraíso socialista. 

Hay algo de facilón y adolescente en ese devenir del guion que convierte a la película en algo informe, líquido. Una crítica tan frívola que recuerda al «Adiós, papá. Adiós, mamá. Consíguenos un poco de dinero más. Más dinero». Puestos a hablar de abuso, quizás podría invertirse el punto de vista: el arquitecto está intentando abusar del proyecto del promotor mientras el magnate está interesado en levantar un edificio de recreo para disfrute de la comunidad de su ciudad –por supuesto, no hay que engañarse, a mayor gloria de su propia imagen–, pero indudablemente canalizado como un servicio altruista a los demás. 

Lo que tiene en mente el arquitecto es usar el proyecto como medio de expresión personal de sus propias inquietudes. El objetivo social se la trae al pairo. Resulta que ese costoso edificio no es otra cosa que una sobrecogedora representación de su paso por el horror de los campos. De esto el mecenas no tenía, por supuesto, ni la menor idea. El colofón de la película es muy significativo, un esperpéntico epílogo, un monumento kitsch al personalismo, que tendrá lugar en la Bienal de Arte de Venecia. Es decir, semos socialistas, pero mola vivir como Warhol. 

Se puede estar de acuerdo o no con las tesis que planteaba el Megalópolis de Coppola, pero los pilares de su discurso eran claros. Para Francis, la decadencia social y política americana ha devenido en la victoria de Donald Trump, y eso no es más que el inicio del fin del imperio. Su arquitecto protagonista era una suerte de socialista utópico en cuya visión megalómana de sociedad ideal, igualitaria y cojonuda, reconocemos la del propio Coppola. Estamos ante un artista que desnuda su visión del mundo ante el espectador y se expone. Por el contrario, Brady Corbett, director de The Brutalist, se parapeta en la forma. Por eso empezó la casa por el tejado. Lo que vimos en el arranque no eran sólidos cimientos de una obra monumental, sino primorosos detalles ornamentales para distraernos. Como los pilares –el mundo de las ideas– son poco sólidos, el edificio acaba por derrumbarse. Y aun así, vayan a verla al cine, a ver qué les parece a ustedes.

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