Defender la democracia
Es hora de plantear reformas para evitar el gradual autogolpe de un político tan tenaz y desvergonzado como Sánchez

Alejandra Svriz
El siglo XX fue un tiempo de gigantescos contrastes, de éxitos sin precedentes y de catástrofes también únicas. Entre los mayores éxitos se cuentan un crecimiento económico pasmoso, acompañado de enormes mejoras en el nivel de vida, con un más que doblarse la longevidad de los humanos, algo nunca visto y que muy probablemente nunca más volverá a darse; y, en el plano político, con el triunfo de la democracia en Europa, América, Oceanía, y varios países asiáticos y africanos. En el lado negativo hay dos guerras mundiales, también sin precedentes, graves fluctuaciones económicas (en especial la Gran Depresión de los años treinta), y graves ataques a la recién nacida democracia. De este último problema, la democracia y sus enemigos, voy a ocuparme en este artículo (aunque, como siempre en temas sociales, política y economía estén entrelazadas como cerezas).
La democratización había venido expandiéndose a paso de tortuga en el siglo XIX, pero con la Primera Guerra Mundial dio un paso de gigante. Como muestra diré que, por primera vez en la historia, los aliados en esa guerra (encabezados por Inglaterra, Francia y Estados Unidos) se definieron frente a las potencias centrales (Alemania, Austria y sus acólitos) como los defensores de la democracia. El sufragio universal de ambos sexos se fue generalizando a partir de entonces y la totalidad de las poblaciones llegó por fin a verse representada en los parlamentos de muchos países.
Pero al tiempo que la democracia triunfaba, sus enemigos comenzaron a combatirla. Quizá el caso inicial fuera el del comunismo leninista en Rusia, que en 1918 clausuró la Asamblea Constituyente, el primer parlamento democrático ruso (y uno de los primeros del mundo), y ametralló a los que intentaron impedir tal atropello. Siguieron setenta años de feroz dictadura totalitaria. Otra modalidad de la campaña antidemocrática fue el autogolpe, llevado a cabo por el exsocialista italiano Benito Mussolini, inventor del fascismo, que llegó al poder de manera relativamente legal en 1922 y desde allí fue subvirtiendo la democracia hasta constituirse en dictador. Otro innovador en la línea antidemocrática fue Adolf Hitler, artífice del nacionalsocialismo, que también llegó al poder en 1933 de manera regular tras unas elecciones para, en cuestión de meses, constituirse en dictador con la aquiescencia del parlamento.
Curzio Malaparte, escritor político ítalo-alemán, ya mostró cómo fascistas y nazis hallaron su inspiración en el golpe de Estado leninista. Ellos a su vez han servido de modelo a dictadores de muchos países, tanto de derechas como de izquierdas (en esta cuestión la distinción es absolutamente irrelevante). El elenco es numeroso y variopinto: Salazar, Perón, Vargas, Chávez, Fujimori, Gadafi, Nasser, Mugabe, Erdogan, etc.
Es que el problema de la democracia, ese bello ideal de convivencia ciudadana que la Humanidad ha perseguido durante siglos y que por fin fue posible hace cien años, es el de toda obra humana: es frágil, porque el ser humano, que crea la democracia y se beneficia de ella, es inconstante, olvidadizo y perezoso, y es capaz, en un arrebato de distracción, de inconsciencia, de irritación o de furia, de acabar con ella sin saber lo que está haciendo y lamentar luego lo perdido, cuando ya no tiene remedio. Muchas de las dictaduras antes mencionada tienen este origen.
«Sánchez ha convertido así al PSOE en una cuadrilla de zombis a su servicio; eso sí, gente como él, mediocre y sin principios»
¿Y qué pasa en España hoy? Pues ocurre que la democracia española tiene pocas defensas frente a un político para el que tal institución sea un engorro e incluso un obstáculo. Que para Sánchez la democracia ha sido una cucaña para escalar el poder y una serie de trabas molestas desde que se hizo con él por medios muy anómalos, es claro y evidente. Ya demostró en su día su falta de escrúpulos democráticos en las elecciones internas de su partido, lo que casi le costó la carrera, fiasco del que le rescató su suegro con dinero cuyo origen todos conocemos. Una vez que, por las buenas o por las malas, se vio de nuevo secretario general, hizo en el partido lo que está haciendo hoy en España. Eliminar a todo cargo que no le fuera fiel y sumiso y colocar en los puestos claves a personas de toda su confianza, con pocos miramientos a reglas o leyes escritas y menos aún, a convenciones no escritas, aunque hasta entonces hubieran sido generalmente observadas y respetadas.
Ha convertido así al Partido Socialista en una cuadrilla de zombis a su servicio; eso sí, gente como él, mediocre y sin principios de ningún tipo, ni éticos ni políticos. Los elementos valiosos que había en el partido y los anteriores directivos pasaron a constituir una especie de oposición crítica a los que se acusó, sin el menor miramiento, de «resentidos» y, en la medida de lo posible, se les expulsó o se les privó de cualquier posición o tribuna que dependiera del partido. Otra clara manifestación de su desprecio por la democracia es el secretismo con que conduce su política y su vida personal, lo turbio de sus manejos y el desahogo con que acusa a la oposición de incumplir la Constitución mientras él la viola a diario.
Pero donde ya se quitó Sánchez la careta definitivamente y mostró su propensión al golpe de Estado fue en todo lo relativo a las elecciones generales de 2023 y a sus secuelas. El perder las elecciones generales después de perder las autonómicas y municipales, y salir al balcón a celebrar su triunfo porque la oposición no había obtenido la mayoría absoluta revela una total falta de respeto a la voluntad popular. Él se jactaba así descaradamente de su carencia de principios, y se mofaba de la oposición porque la fidelidad de ésta a los principios democráticos le impedía pactar con separatistas y enemigos de la Constitución. Sánchez, en cambio, sólo se acuerda de la Constitución cuando le conviene, y está dispuesto a ponerse al servicio de un delincuente y prófugo de la justicia, cuyo objetivo final político es la desmembración de España, con tal de que éste vote su investidura, cuando tal voto, en realidad, debiera descalificar a quien se ve por él beneficiado. Que un individuo con tal catadura moral y tales métodos políticos sea hoy presidente del Gobierno español es un desdoro para nuestro país y esto parecen ya pensar muchos líderes europeos. Estoy orillando aquí las cuestiones relativas a la corrupción venal porque estamos tratando de problemas políticos, no penales.
¿Qué defensa queda a la democracia española contra el gradual autogolpe de un político impopular pero increíblemente tenaz y desvergonzado? Todos conocemos la respuesta: nuestra última línea de defensa la ha constituido, y esperemos que lo siga haciendo, el Poder Judicial independiente, pundonoroso e íntegro, que pone coto a los desmanes de un Poder Ejecutivo que está intentando colonizar la administración, la empresa, y las instituciones, como antes lo hicieron tantos dictadores en ciernes, empezando con Mussolini y Hitler. Y en España en la actualidad, el primer objetivo del Gobierno es extender su control a ese Poder Judicial independiente al que teme y aborrece. Afortunadamente, como ya señalé en un artículo anterior (THE OBJECTIVE, 19-7-2025), es difícil que logre sacar los votos necesarios. En todo caso, su futuro pende cada vez más de un hilo. Esperemos que el hilo se quiebre de una vez, se celebren las elecciones anticipadas que todos deseamos y se restaure la democracia.
«Hoy, en España, con un presidente sin escrúpulos y en la cuerda floja, gobierna el separatismo»
¿Qué hacer si esto ocurre? La debilidad de nuestras instituciones, aun cuando hayan resistido con entereza, ha quedado demostrada palmariamente. Habrá llegado la hora de plantearse cómo proteger la democracia de nuevos asaltos. Partamos de la convicción de que la protección absoluta es imposible, porque sería antidemocrática. En último término, si la mayoría deseara la dictadura, nos encontraríamos en la paradoja que ya han sufrido muchos pueblos: ¿qué hacer ante una democracia suicida? Lo primero, desde luego, es evitar el error garrafal que cometieron los ingleses en el caso del Brexit: dejar una cuestión tan trascendental al albur de una mayoría simple, no del censo, sino de los votantes. Pocos se dan cuenta de que los que votaron en favor del Brexit en 2016 fueron poco más de un tercio del censo electoral. Pero un caso así, afortunadamente, no se plantea hoy por hoy en España.
Lo que sí se plantea es quién gobierna, quien manda en las Cortes: y la respuesta es que hoy, con un presidente sin escrúpulos y en la cuerda floja, gobierna el separatismo. Y la pregunta es: ¿qué pintan en las Cortes españolas los partidos cuyo objetivo último es el desmembramiento de España y que además no representan a nadie fuera de sus propias autonomías? No deben pintar nada, y para evitar su presencia bastaría con que se exigiera a un partido, para estar presente en las Cortes, el representar al menos a un 5% del censo electoral español. La presencia hoy de estos pequeños partidos locales en las Cortes es un verdadero palo en la rueda de nuestra democracia. Sin el apoyo de estas minorías desleales, el cainismo de los grandes partidos se pondría a prueba y muy probablemente podríamos por fin ver en España una «gran coalición», fórmula que tantos problemas ha solucionado sobre todo en Alemania.
De paso, se podría exigir una cosa más a todo partido para estar presente en las Cortes: todos sus diputados debieran jurar o prometer lealtad a la Corona y a la Constitución, sin evasivas ni tergiversaciones, como es el caso ahora. Se debiera también exigir, para que el rey aceptara la posibilidad de que un partido fuera a apoyar a un presidenciable, que el representante de ese partido acudiera a Zarzuela a comunicárselo al monarca personalmente, algo que no hicieron los separatistas catalanes en Noviembre de 2023. Estas cuestiones formales tienen mucha importancia, entre otras razones, porque la tienen para los propios separatistas.
Otra medida sencilla para proteger a nuestra democracia sería la limitación a dos mandatos de cuatro años la duración temporal de la presidencia del gobierno. Muchos países tienen esta limitación, señaladamente Estados Unidos y Francia (dos de cinco años), aunque pocos de ellos europeos. En España, ante la experiencia de Sánchez, una enmienda constitucional en este sentido sería fundamental. Se acabaría la tentación del autogolpe gradual.
Hay muchas más protecciones que se podrían introducir en favor de la democracia: la violación o incumplimiento de la Constitución por un político o magistrado, por ejemplo, debiera traer aparejada la destitución y la imputación penal. El sistema electoral de listas cerradas y bloqueadas está en clara contradicción del principio de la separación de poderes y debiera ser abolido lo antes posible. Podría citar muchas más reformas necesarias para proteger nuestra democracia, pero no cabrían en este ya largo artículo. Por otra parte, esta tarea debiera llevarla a cabo un equipo de juristas prestigiosos. Yo soy sólo historiador y economista. Me limito a dejar planteada una cuestión que me parece importante.