The Objective
El zapador

El cisma de la derecha estadounidense

Carlson y Fuentes han dinamitado los pilares morales del conservadurismo en Estados Unidos

El cisma de la derecha estadounidense

Nick Fuentes (izquierda) junto a Tucker Carlson. | @NickJFuentes (X)

Hace poco hablé del cisma «hispanchista» que se ha producido en el entorno de Vox. Recuerda mucho a lo que ocurre en Estados Unidos, y es que, Estados Unidos sigue siendo el laboratorio de las peores ideas que solemos importar, desde la ideología woke a la ideología supremacista.

Hay momentos en que las etiquetas dicen más sobre quien las lanza que sobre quien las recibe. «Israel First» es una de ellas. No nació como autodescripción, sino como burla. La inventaron los extremistas del movimiento «America First» —la corriente trumpista más degenerada que encabezan Nick Fuentes y Tucker Carlson— para despreciar a los conservadores que todavía creen que los valores importan: que las alianzas deben defenderse, que Israel es un aliado estratégico y moral, y que la libertad no se protege cerrando los ojos ante el mal.

El apodo «Israel First» pretende insinuar que quienes apoyan a Israel o defienden una política exterior firme ante el autoritarismo traicionan los intereses de su propio país. Es un argumento falaz y peligroso. Porque la defensa de Israel no se opone al patriotismo estadounidense: es una extensión natural de los valores occidentales que fundaron los propios Estados Unidos. La libertad de conciencia, el derecho a existir frente al fanatismo, la lucha contra el totalitarismo y el terrorismo. Negar eso es negar la historia del siglo XX.

Lo que hoy divide a la derecha norteamericana no es una diferencia de matices, sino un abismo moral. En un extremo están quienes todavía creen en la alianza atlántica, en la democracia liberal y en los límites éticos del debate. En el otro, una facción que confunde patriotismo con supremacismo victimista y libertad con resentimiento. «America First» ya no significa poner a América primero, sino ponerla de rodillas ante sus peores instintos. Y ante sus peores enemigos.

Nick Fuentes es el rostro más grotesco de esa degeneración. Un supremacista faltón que quiere parar el genocidio blanco, antisemita, que niega el Holocausto, que ha llegado a declarar que Hitler tenía una visión muy clara, que afirmó que «Estados Unidos derrotó al enemigo equivocado en la Segunda Guerra Mundial» y que sueña con un Estado católico autoritario. Sus seguidores —los llamados groypers— desfilan con cruces, ranitas verdes y memes nazis mientras proclaman «Christ is King» como si el cristianismo fuera coartada para odiar. YouTube lo expulsó hace más de cinco años por incitación al odio, y cuando intentó volver en 2025 junto a Alex Jones, la plataforma borró su nuevo canal en unas pocas horas. 

No se trata de cancelar ideas incómodas. Se trata de no normalizar el odio más desquiciado. Parezco un progre posmoderno diciendo esto, pero es que es una realidad que existe, aunque los activistas woke suelen errar en sus dardos. No creo que sea defendible que se invite a miembros del Ku Klux Klan a conferencias conservadoras para tener un debate de altura. Estos días, el debate entre la derecha identitaria estadounidense gira en torno a la idea de si hay que ofrecer tribuna a quien niega el asesinato de seis millones de judíos. Fuentes no es un realista político ni un disidente valiente: es un extremista enloquecido que envenena a la juventud con racismo, misoginia y conspiranoia. Nada que ver con Charlie Kirk, por cierto. De hecho, Fuentes llegó a pedir que sus seguidores boicotearan los eventos de Kirk en las universidades americanas.

Tucker Carlson, en cambio, representa algo aún más peligroso: la legitimación del extremismo desde la respetabilidad mediática. Es un hombre que lo tuvo todo —educación, éxito, fortuna— y decidió jugar con fuego para mantener la atención de una audiencia resentida. Su entrevista con Nick Fuentes del 27 de octubre de 2025 fue un punto de inflexión. Carlson no cuestionó las mentiras de su invitado, no lo confrontó, no defendió los límites morales que definen al conservadurismo. Asintió. Un masaje, en definitiva. Como hizo cuando entrevistó a Vladímir Putin.

Fuentes declaró: «Soy fan de Joseph Stalin» por su «fuerza» al unificar la URSS, suavizó a Hitler diciendo que «no estaba tan mal» y «el Holocausto está exagerado», afirmó que el «gran desafío» para Estados Unidos es poner coto al judaísmo que controla medios, bancos y política exterior, exigió que los judíos «salgan de América» si no apoyan «America First», negó las atrocidades de Hamás del 7-O y las calificó de «propaganda», propuso que «las mujeres no deberían votar» porque «el sufragio femenino destruyó la familia», llamó a Chicago «infierno negro», alabó a los talibanes por prohibir el aborto y las bodas gay, y defendió que América debe ser «explícitamente pro-blanca y cristiana» sin «multiculturalismo» —todo en un vídeo de 2 horas que acumula millones y millones de vistas—.

Lo que hicieron Carlson y Fuentes fue dinamitar los pilares morales del conservadurismo. Porque cuando un líder mediático conservador ofrece tribuna amable a un negacionista del Holocausto, el problema no es la libertad de expresión. El problema es que rompe el dique entre el pensamiento conservador y el abismo moral del fascismo.

El escándalo posterior fue inevitable. La Fundación Heritage, durante casi cincuenta años bastión intelectual del conservadurismo, se vio sacudida cuando su presidente, Kevin Roberts, defendió públicamente a Carlson y calificó de «coalición venenosa» a quienes lo criticaron. «No se trata de cancelación», replicó el periodista y pensador Ben Shapiro. «Se trata de trazar líneas morales». Shapiro tenía razón. La derecha ha olvidado lo que Buckley comprendió en los años 60, cuando purgó de National Review a los conspiranoicos de la John Birch Society: que no se construye un movimiento político duradero abrazando la locura. Que la diferencia entre un debate legítimo y una abominación moral no es difusa. Y que si no se mantiene esa frontera, el conservadurismo se disuelve en el fango del odio.

Roberts, al confundir la defensa de la libre expresión, cometió un error fatal: equiparó la crítica moral con la censura, y eso es un suicidio intelectual. Nadie niega el derecho de Carlson a hablar. Pero cuando un líder conservador se niega a condenar explícitamente a un negacionista del Holocausto, lo que transmite no es pluralismo, sino cobardía moral.

El resultado ha sido devastador: dimisiones dentro de Heritage esta misma semana, fractura en el Partido Republicano y un mensaje desmoralizador para los jóvenes conservadores que aún entienden que su causa es noble. Lo que antes era un movimiento basado en la responsabilidad, la familia, la libertad religiosa y el esfuerzo personal, se está contaminando con el culto al resentimiento.

El eje de «America First» no es el patriotismo, sino el victimismo. Se disfrazan de realistas geopolíticos mientras justifican a Putin, minimizan la amenaza de China y culpan al lobby judío de todos los males. Tucker Carlson ha llegado a afirmar que Ucrania vende misiles Javelin a los cárteles mexicanos. Son delirios, no ideas. Dicen defender a América de guerras innecesarias, pero aplauden la invasión rusa de Ucrania. Rechazan la ayuda a Israel pero callan ante los crímenes de Hamás. Desprecian a la OTAN, niegan la influencia de Pekín, son aislacionistas y, al mismo tiempo, sueñan con un mundo autoritario donde las democracias liberales desaparezcan. No hay patriotismo en esa agenda: hay nihilismo.

La verdad es que el movimiento «Israel First» —como despectivamente los llaman— no existe como secta ni como lobby oculto. Es simplemente el bloque de quienes creen que Estados Unidos no puede renunciar a su papel como garante del orden internacional libre, y que la defensa de Israel no es una transacción, sino una obligación moral e histórica. Apoyar a Israel no es idolatrar a un país extranjero: es reconocer que sin ese dique democrático en Oriente Medio, el totalitarismo islámico y el imperialismo ruso tendrían el campo libre. 

Y todo esto, por desgracia, ya lo estamos viendo en España. El contagio es evidente. Una nueva derecha «basada», gallarda, de retórica agresiva y pose antisistema, ha importado los discursos de Carlson y la paranoia de Fuentes. Admiran a Putin, admiran a Hitler y coquetean con el antisemitismo disfrazado de crítica geopolítica. En sus foros se repiten los mismos términos: «globalistas», «judíos», «banqueros», «casta», «OTAN», «Zelenski», «AHTR»… Y el último de todos: «Hispanchidad». La misma cantinela que en Estados Unidos ha dividido al Partido Republicano. Esa «derechita punki» que algunos presentan como fresca o rebelde no es más que el eco de la degeneración americana: una derecha prorrusa, antisemita, anti-liberal y, en muchos casos, abiertamente admiradora del Tercer Reich. En Vox hay más de un simpatizante de esa corriente. Lo que antes era defensa de la nación y del orden se está convirtiendo en resentimiento conspiranoico, xenofobia, desprecio por la verdad y defensa de los enemigos de Occidente.

Nick Fuentes es una persona despreciable con creencias despreciables. Nick Fuentes es un auténtico asco de persona. Pero incluso en su caso debemos mantener un principio: la decencia no necesita censura, necesita coraje. Hay que enfrentar el odio con ideas, no con silencios ni prohibiciones. Y me temo, que muchos en España callan por miedo a represalias. Y es que las hordas voxeras y sus satélites pueden llegar a ser igual de incómodas que las hordas podemitas de 2017. El futuro del conservadurismo liberal —tanto en Estados Unidos como en España— dependerá de su capacidad para distinguir entre disidencia y degeneración. Entre patriotismo y paranoia. Entre el amor a la verdad y la comodidad del odio. Si no lo hace, la derecha no será alternativa, será amenaza.

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