Arturo Pérez-Reverte, no son necesarias demasiadas presentaciones –los años como reportero de guerra, la veintena de novelas–, es el valor seguro de Alfaguara: llega de nuevo a las librerías, un año después de su caballeresca Sidi, con Línea de fuego: casi 700 páginas de acción que terminó de escribir el pasado agosto. Línea de fuego ha llegado este mismo martes a las librerías, con una tirada de 150.000 ejemplares en España y un tercio más en Latinoamérica, y el autor ha presentando su trabajo ante nosotros, los periodistas, en el fastuoso Westin Palace de Madrid.
Qué cuenta la novela: el autor de El húsar toma el escenario y los tiempos de la batalla del Ebro, una de las citas más sangrientas y simbólicas de nuestra guerra, para explorar el drama de los que allí se batieron: unos y otros, víctimas todos, entre la mugre y la sangre.
Reverte incide en la idea: gritaban igual, sus vidas se destrozaron igual. «La guerra no la ganó nadie, salvo Franco». Reverte recuerda como condenados a quienes defendían su posición a toda costa, que era la suya propia. «La guerra la perdieron los jóvenes de los dos bandos, esas juventudes quemadas…». Reverte sostiene el relato sobre tres columnas: la memorias familiar –las historias de sus tíos y abuelos–, la memoria documental –«he leído todo lo que se puede leer sobre la Guerra Civil»– y la memoria de la guerra –eso, como dice de vez en cuando, no se lo tiene que explicar nadie–.
Sin olvidar la mano de Chaves Nogales, del que elogia el prólogo de A sangre y fuego, que debería estudiarse «durante meses» en todas las escuelas; del que admira su capacidad para ver lo que otros no: que todos iban a perder, que únicamente existía la posibilidad de la dictadura –roja o franquista–. «Estremece la facilidad con la que echaban carne al matadero. Lugares que se tomaban seis, siete veces en el mismo día. Sin esa disciplina, sin esa presión de los mandos, los chicos no habrían hecho lo que hicieron. Aparte del dolor y el sufrimiento habría que añadir esa presión. Esa continua amenaza sobre la tropa que está presente en toda la guerra».
Y eso no es todo. «Quiero que el lector vea la guerra, resbale sobre los casquillos que hay en el suelo, pase miedo, lo huela», enumera. «La desolación, el horror, en la trinchera, en el barro, en la mierda, no hay nada noble».
Y todavía hay más: Reverte reparte estopa entre quienes reviven ahora la guerra –lo que saben de la guerra– movidos por impulsos infames, a un lado y otro del Congreso. Dice que la herida no estaba abierta: «La han reabierto». Dice que la ignorancia resuena de fondo: «Cuando no hay base intelectual, ni se hace una política seria, ni se tiene una ideología basada en el conocimiento, hay una tendencia bastarda a usar el blanco y el negro, lo fácil, como argumento político». Y concluye: «La aproximación a la parte humana de la guerra es lo único que nos salvará del discurso partidista y miserable, disparatado e irresponsable que se empeñan en colocarnos los hunos, con hache unamuniana, y los hotros».