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Agustín de Foxá o el hombre anécdota

Agustín de Foxá o el hombre anécdota

La sucesión de nombres molestos en el callejero ha sido amplia, especialmente en la política municipal, pero hay uno que se repite con cierta frecuencia: Agustín de Foxá. Acostumbrados a las trincheras políticas, bastó con tacharle de “franquista” para anular su obra.

Y es que el conde de Foxá manejaba con destreza ese arma que desnuda lo categórico, la doctrina o el enfado: la ironía. Diplomático de carrera, llevó una vida fácil que le permitió despachar con buena parte de la corte literaria de la época, acudir a todas las tertulias que se preciaban y convertirse, en definitiva, en un bon vivant de la noche madrileña.

Destinado a diferentes rincones del mundo –Helsinki, Buenos Aires, Roma o Filipinas– protagonizó anécdotas que bien le costaron más de una crisis diplomática a España. Conocida es la respuesta cuando recibió el telegrama que le comunicó su próxima parada: “Vuestra Ilustrísima ha sido destinado a la embajada de España en Tegucigalpa”. A ello, Foxá repuso: “Honradísimo. ¿Dónde coño está eso?”.

Más sonado es su encontronazo en Italia con otro conde, el conde Galeazzo Ciano, yerno de Mussolini entonces. Afinando su faceta como bebedor nato, fue apercibido:

– «A usted Foxá, le va a matar el alcohol».

– «Y a usted Marcial Lalanda», replicó haciendo alusión al torero madrileño y a la fama de cornudo que tenía Ciano en Italia.

La ironía y la metáfora, dos de las virtudes que dejó de lado cuando escribió su obra capital –Madrid, de Corte a checa–, fueron armas que alternó en un continuo desprecio por todo lo que olía a superficial, vanidoso o esnob. Su relación con los salones fue tirante y siempre detestó ese teatrillo de máscaras y meñiques que rodeaba a la burguesía madrileña. Cuenta José María de Areilza en una suerte de memorias que Foxá fue invitado a una fiesta privada por una ilustre multimillonaria vinculada también al mundo de la diplomacia. El conde se mostró reticente a ir en todo momento, puesto que consideraba aquello una carnavalada absurda, y decidió emplear esa noche en ir a cenar con amigos, vestido de esmoquin por Buenos Aires, la ciudad en la que se encontraba en aquel momento. Pasadas algunas horas, desaliñado, lleno de manchas y con quemazones de ceniza en la solapa, se presentó en la fiesta con unos cuantos whiskies. La embajadora, que lo recibió atónita, le preguntó con sorna que de qué iba disfrazado, a lo que él respondió que “de queso manchego”.

Estando en Chile protagonizó otro de sus momentos cumbre. Fue durante una conferencia literaria, donde Agustín afirmó que “en España, entonces, la gente moría por honor”, a lo que uno de los asistentes, exaltado, se levantó de la butaca y gritó: “Pues en Chile se muere por la democracia”. Foxá, que le había escuchado atento y sin decir una palabra, se dirigió a él y contestó con desdén: “Ya, pero eso es como morir por el sistema métrico decimal”. Y, es que, ¿qué valor puede tener dar la vida por un sistema rector pudiendo darla por los principios con los que se pretende dotar a ese sistema?

A pesar de haber sido falangista de primera hora, también satirizó el lento declive de su fe en la política y así lo dejó plasmado con una frase que denotaba que no terminó de abandonar la fama de tragón que él mismo reconoció:  «Todas las revoluciones han tenido como lema una trilogía: libertad, igualdad, fraternidad fue de la Revolución francesa; en mis años mozos yo me adherí a la trilogía falangista que hablaba de patria, pan y justicia. Ahora, instalado en mi madurez, proclamo otra: café, copa y puro«.

Murió joven, con 53 años, afligido por la causa que el conde cornudo había previsto años atrás. Tuvo tiempo de recrearse en ese humor punzante que había caracterizado su vida, y es que cuando vino a morir a España, procedente de Manila, espetó desde la camilla: ¡Ya llega el último de Filipinas!

 

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