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La libertad que construye: amar lo real

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La libertad que construye: amar lo real

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Revolucionario suele oponerse a reaccionario o conservador, aunque parece cínico no considerar conservadora cualquier ideología que se permita perseguir a quien piense distinto, alegando disponer de alguna verdad tan objetiva como permanente. De ahí que el reaccionario paradigmático se haga esperar en realidad hasta el totalitario de corte pavloviano, que no solo pretende controlar sino lograrlo sustituyendo la deliberación por reflejos, y funde técnica propagandística con la ancestral meta del absolutismo.

El liberal solo se insurgirá si se vulneran ciertas reglas de juego, resumidas finalmente en que la propiedad ni se adquiere ni se pierde por violencia y fraude, y los pactos se cumplen; pero la confianza en el Estado de derecho no pasaba por su mejor momento en los años 20 y 30, y solo la desolación de entreguerras ayuda a entender que Heidegger y Sartre coincidan como gemelos univitelinos en la necesidad de una depuración, ya sea nazi o leninista, a despecho de su disparidad temperamental: uno iba para jesuita, y solo ser rechazado le llevó a interesarse por la Universidad; el otro fue siempre un ateo de espíritu sádico, fascinado por la transgresión y el desafío, quizá para compensar un físico singularmente poco agraciado.

La filosofía existencialista hubo de optar por la versión académica de uno y la desenvuelta del otro hasta el aldabonazo que supuso ‘L’Homme Revoltée‘ (1951), un tratado dedicado por Camus a investigar por largo la relación del rebelde y el revolucionario. Sartre etiquetó la obra como reaccionaria en una de las primeras reseñas aparecidas, y desde entonces el libro acumula críticas por anti marxista y anti revolucionario, aunque se alinea tanto con el pro y la positividad que podría llamarse doctrina del sí en general, sobre todo porque dentro de la exploración del absurdo —su concepto más original— Camus dedicó ya ‘El mito de Sísifo‘ (1942) al análisis del lado negativo, con el suicidio en primer término.

Camus tampoco vaciló en asimilar hallazgos de Heidegger y Sartre, entre ellos su revisión del nihilismo nietzscheano, para exponer la diferencia entre el rechazo positivo unido a la rebeldía e iniciativas que “al perder de vista la reforma factible sacrifican lo real a lo ideológico”. Precisando escrupulosamente los límites morales, el rebelde se planta en la exigencia del “para todos o para nadie”, entendiendo que ampliar la libertad individual es “la aventura colectiva”, y salva con igualdad jurídica el previo abismo entre amo y esclavo. Con ello deja atrás “al hombre del resentimiento, hecho a bañarse en el odio y el desprecio”, consagrando al tiempo el coraje, la compasión, la diligencia y el respeto, valores que le acercan a un anarquismo civilizado, compatible con el rendimiento y el imperio de la ley, donde la dignidad humana se asegura reduciendo a mínimos la coerción.

La trampa inherente a cualquier fin desvinculado de sus medios, sigue diciendo Camus, sugiere al revolucionario utopías en cadena y entre ellas la de matar a Dios, que acaba conformándose con transferencias mágicas como asesinar a algunos monarcas y partes mayores o menores de su familia, alegando “lo imposible de reinar inocentemente” (Saint-Just), cuando reina apoyado sobre un supuesto atajo hacia la virtud pública como el terror, que disfraza su impotencia recurriendo al crimen. De ahí esclavizar como si emancipase, empobrecer como si enriqueciera, idiotizar como si iluminara y, en definitiva, instalar carniceros en el sitial de los héroes. El rebelde se insurge ante la injusticia guiado por la buena fe, y su humanismo conquista reformas duraderas. El revolucionario exacerba la injusticia, guiado por una rabia megalomaniaca que no descansa hasta devorar a sus hijos, porque su nihilismo le veda transmutarse en “pensamiento de mediodía”, substancia.

Ningún ensayo había ido tan lejos en desmontar el papanatismo de la revolución, en nombre de una rebeldía que solo niega para poder afirmar sin servidumbres, y la madurez de este anarquismo vino subrayada por el hecho de que ese mismo año —1951— aparezca ‘La emboscadura’, el himno de Jünger a «la persona singular soberana». Allí el más condecorado combatiente de ambas guerras, que ha visto en sus ordalías el despliegue de un titanismo monstruoso por afín a la desmesura, y al tiempo inseparable del progreso técnico, canta una paz conquistada con la más feliz combinación de sabiduría y denuedo: la consciente al fin de que la seguridad y la dignidad humana no parten de erigir fortalezas o multiplicar medicinas, sino de vencer al miedo. Nada engendrará tanto dolor como consentirse el miedo irracional, y tampoco nada anuncia un mañana de «donaciones y celebración» tanto como derrotarlo, gozando la libertad a manos llenas.

Nombres alternativos para los rebeldes y las personas singulares soberanas, el insumiso y el emboscado juran rechazar sin condiciones cualquier violencia arbitraria, y por mismo cruel, cuyo prototipo es vivir a la espera del juicio donde los últimos verán condenados a los primeros. El rebelde ve en ello el círculo vicioso de la incoherencia, que al imponer «métodos incompatibles con los objetivos» emprende cruzadas condenadas a triunfar fracasando y al revés. Sin necesidad de conocerse por entonces, Camus y Jünger reiteran a su manera lo expuesto por Kojève y finalmente por Hegel, desembocando en la dialéctica inaugurada al trascender el terror, cuyas brasas reaniman la reconciliación, llamando a trabajar unidos y con alegría.

Cabría considerarlo mero desiderátum, pero lejos de ello venía de probarse con el puente aéreo de 1948-1949, que sostuvo a dos millones largos de berlineses deparándoles comodidades olvidadas durante más de una década, gracias al sacrificio de unos setenta tripulantes, todos ellos voluntarios, que durante más de la mitad de cada año fueron y vinieron con temperaturas de hasta 20 bajo cero, nieblas casi constantes, aguaceros que interferían los radares y vientos huracanados. Nadie consideraba remotamente posible más de unos pocos aterrizajes diarios en la época fría, y todavía más imposible abrir un segundo aeropuerto, cuando el bloqueo impedía acercar la maquinaria más elemental a esos efectos, y solo parte de las mujeres no pertenecía al sector de mutilados, niños y ancianos.

Pero el puente era la prioridad del mundo, sin necesidad de que éste lo supiera, y los más insólitos portentos técnicos acompañarían al nacimiento de la concordia en Europa, un continente hegemónico desde que la navegación a larga distancia galvanizó a sus empresarios. Esa tradición cultural tampoco evitó que se desgarrara con agresiones directas y conjuras plurinacionales, entre ellas el plan de bloquear la importación de materias primas que acabó rindiendo Alemania por hambre y frío, mientras inventar un país militarista —negándose a ver el entonces lanzado a gozar su ímpetu fabril— permitía a Inglaterra sabotear su despliegue, a Francia vengar la humillación militar de 1870 y a Rusia desviar los ojos de su derrota ante Japón.

Ahora el bloqueo soviético despierta a un Occidente sin fisuras, para el cual ninguna hazaña fabril es inverosímil, y a los tres meses de empezar —cuando el clima lanza sus primeros zarpazos otoñales— los vuelos diarios desembarcados rondan los 1.500, depositando unos cinco millones de kilos entre alimentos y combustibles. Un invierno boreal —el peor desde 1878, prólogo de la Revolución Francesa— no modificó lo previsto por la jefatura de operaciones, que era doblar los suministros en Navidad, y dos días después una mañana soleada permitió batir todos récords acercándose a los 17 millones de kilos, una cifra sideral si no fuese más bien un hito en los anales de la fraternidad. Tiempo atrás cierto piloto había regalado dos paquetes de chicle a una decena de adolescentes, y quedó sorprendido al ver cómo se dividían las láminas con extremo cuidado, repartiéndose incluso el papel para olerlo. Eso inauguró la costumbre de lanzar chocolatinas en pequeños paracaídas, imitada primero por otros tripulantes y luego por las propias fábricas, que desde aquellas Navidades lanzarían unas tres toneladas, para regocijo de una población que vivía desde 1943 en predios bombardeados, reducidos a puras ruinas desde la ocupación rusa.

Los trabajos de construir el segundo aeropuerto fueron asumidos por toda la mano de obra apta, y por multitud de niños y ancianos que insistían en tirar de pico y pala ellos mismos, como en efecto hicieron hasta que desarmar y rearmar maquinaria como apisonadoras y cementadoras convirtió la obra en algo sencillo, que volvió a cumplirse en tiempo récord, como todo lo demás. Desazonado por la propaganda regalada al enemigo, por la demostración abrumadora de superioridad técnica y, ante todo, por el hermanamiento de vencedores y vencidos, Stalin suspendió el bloqueo sin poder ahorrarse la última humillación, porque Truman prolongó dos meses el puente tras la reapertura de comunicaciones por tierra y agua, explicándolo al planeta entero con el famoso telegrama al embajador soviético en Washington: «Mantener sitiados mucho mejor abastecidos que sus sitiadores atestigua inmejorablemente la superioridad moral e industrial del mundo libre».

De hecho, hasta el bloqueo de Berlín la expresión mundo libre no excluye al comunista, pues la propaganda de Müntzenberg fue capaz de presentar el marxismo-leninismo como un humanismo, “limando la aspereza inevitable del proceso revolucionario para adaptarlo al oído pusilánime de nuestros compañeros de viaje”. Por supuesto, Marx y Lenin nunca fueron humanistas sino colectivistas, reñidos sin cuartel con la persona singular soberana; pero trocar recelo por cooperación no ocurrió hasta sacar adelante la proeza del puente aéreo, cuando cada domingo Berlín se llenaba de pequeños paracaídas terminados en chucherías.

Recuerdo ver de niño —en los noticieros que precedían a todas las películas— los rostros de mis iguales por edad viendo llover aquello del cielo; y ahora me alegra haber podido reconstruir paso por paso lo ocurrido. Cómo aquel país llegó a financiar la aventura de Lenin, cómo profundizó sus desdichas confiando en Hitler, y cómo recobró la amistad de sus vecinos al tiempo que contraía una deuda de gratitud con ellos, hasta que buena parte del Viejo Mundo borró parte de sus rencillas creando la institución política más pacífica, vasta, próspera y duradera registrada en la historia universal.

Identificando las principales lagunas e inexactitudes que la conciencia roja introdujo desde los años 20 del siglo pasado, estos cuatro artículos intentaron devolver los mojones del camino a sus respectivos sitios. Por ejemplo, la coincidencia de Jünger y Camus en 1951 remite al puente aéreo de 1948-49, y Kojève —otro de los protagonistas omitidos por la historia oficial— comienza su tránsito de filósofo a estadista diseñando en 1950 la Comunidad del Carbón y el Acero (CECA), punto de partida originario de la UE.

Apenas cinco años antes el totalitarismo convencía más que el laissez faire, y la libertad no parecía en y por sí el valor de los valores. Pero la incertidumbre y el miedo habían retrocedido al propio ritmo en que la URSS no lograba ya desdibujar su perfil real, y las esperanzas puestas en soluciones totalitarias se vieron sustituidas por pueblos dispuestos a vivir y dejar vivir, donde setenta años de confort creciente cerraron el camino a cualquier émulo del salvador eugenésico. Por lo demás, la conciencia roja era ya un alma del mundo, y encontrará maneras de seguir siendo fiel a la discordia, sobre todo tras rectificar la ingenuidad de suponerse fundida con el espíritu del trabajo.

En efecto, su aspiración permanente no es el derecho al trabajo sino a la pereza, como expuso Lafargue en 1880, enunciando algo con lo cual su suegro Marx no dejaba de coincidir, aunque fuese propio de “mestizo negroide” lo inoportuno de publicarlo cuando él era el secretario en la Internacional de Trabajadores. En los años 60 Marcuse identificó el deber revolucionario con “una liberación del quehacer servil” donde servil equivale a profesional, como si poder pasar de aprendiz a maestro en toda suerte de oficios no hubiese sido lo que le quitó su atadura al siervo de la gleba, volviendo a una economía monetaria donde las infinitas deficiencias del trueque en especie se convirtieron en la espiral ascendente del desarrollo económico, y las sociedades empezaron a jerarquizarse por la capacidad de sus miembros para prestar servicios útiles al resto.

Respetar incondicionalmente el trabajo del hombre libre —el programa de Solón y Pericles, los estadistas atenienses ejemplares— no volvió a ocurrir hasta el siglo XIV, cuando amurallar los burgos medievales les evitó seguir siendo parasitados por “quienes siempre guerrean y siempre oran”, un personal que resucitó con el triunfo del golpe bolchevique en forma de comisarios e ideólogos, finalmente al amparo de que ni uno solo de los líderes revolucionarios trabajase. Marcuse llamó “catástrofe de la opulencia” al confort que aplazó la aparición del hombre nuevo anunciado por Marx, y he ahí que medio siglo después sus herederos enarbolan la bandera “No a recortes en conquistas sociales” dentro de aglomerados donde los desfavorecidos alternan con olvidados, vulnerables y hasta desganados, que reivindican abiertamente el derecho a la pereza.

Quizá sea demencia senil, pero llevo tiempo sintiendo algo cercano al alivio con una cultura tan inmemorialmente laboriosa e inventiva como China en funciones de acreedor planetario. Lo digo porque, si los chinos no se apiadan de ellos, gobiernos como el nuestro tratarán a los favorecidos, notorios y robustos como enemigos del pueblo, recomendando a las guapas disfrazarse de adefesios, a los fuertes de minusválidos y a los sabios de analfabetos funcionales. Ni siquiera hará falta ir fastidiando a uno por uno, porque medidas como el toque de queda bastan para amargarle la vida a quien no vea en la nueva gripe una ocasión de reintroducir el totalitarismo, tan bienvenido por la gente de mi quinta que decidió pensarse inmortal, y lleva la mordaza puesta a toda hora.

Este texto se publicó el 1 de diciembre de 2020, pero THE OBJECTIVE ha querido recuperarlo ahora por su indudable interés.

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