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El milagro de Empel o cuando los Tercios combatieron como si "Dios fuera español"

El Tercio de Francisco Arias de Bobadilla derrotó en 1585 a una flota de más de cien barcos holandeses gracias a una prodigiosa intervención

El milagro de Empel o cuando los Tercios combatieron como si «Dios fuera español»

El milagro de Empel. | Augusto Ferrer-Dalmau

Hoy se celebra la solemnidad de la Inmaculada Concepción, patrona de la infantería española. Muchos patronazgos de santos y vírgenes tienen un origen incierto, que se remontan a siglos de tradición y, en ocasiones, ni siquiera se sabe a ciencia cierta la relación entre el patrón y sus protegidos. El caso que nos ocupa, sin embargo, tiene que ver con un hecho y una fecha muy específicos: el milagro de Empel.

Pongámonos en contexto. Las Provincias Unidas, más conocidas como Flandes, se habían declarado en abierta rebeldía contra la Corona española, convirtiéndose en el gran caballo de batalla durante los reinados de los tres Felipes Habsburgo (Felipe II, Felipe III y Felipe IV). Aquello desembocó en la Guerra de los Ochenta Años (1568-1648), que se saldaría con la Paz de Westfalia y la independencia holandesa.

Pues bien, en una de las batallas de esa larga guerra se enmarca nuestro milagro. En 1585, las tropas españolas correspondientes al Tercio Viejo de Zamora, comandadas por Francisco Arias de Bobadilla, combatían en la isla de Bommel, emplazada entre los ríos Mosa y Waal. O más que combatían, se atrincheraban. Y es que una descomunal flota de más de cien barcos holandeses rodeaba la isla y a los cinco mil españoles que se hacinaban en ella, sometidos al frío del invierno y a la escasez de víveres.

El almirante Filips van Hohenlohe-Neuenstein, que comandaba la escuadra flamenca, ofreció al tercio la rendición. La respuesta española no se anduvo con ambages: «Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos». Ante tal réplica, Van Hohenlohe ordenó a sus hombres que abrieran los diques de los ríos que circundaban la isla para así inundar el campamento español. El tercio se refugió entonces en la colina de Empel, la única superficie de tierra firme disponible, y comenzó a cavar una nueva trinchera.

Fue en ese momento, cuando la honra parecía tan segura como la muerte, que un infante español encontró enterrada una tabla pintada con una imagen de la Virgen. El maestre de campo, Bobadilla, mandó que colocaran la imagen en un altar improvisado y consagró al tercio a la protección de la Inmaculada, devoción de gran raigambre en España desde siempre.

La intercesión no se hizo esperar. Como aquel viento del este del que habla el Éxodo y que separó las aguas para que Israel cruzase el Mar Rojo a pie enjuto, aquella noche en Empel se levantó una ventisca que heló la superficie del río Mosa. Aprovechando la circunstancia, las tropas españolas salieron sigilosas de su trinchera y al alba atacaron por sorpresa a los durmientes flamencos. Bien podría aplicarse lo que también dice el Antiguo Testamento en el episodio del Mar Rojo, cuando las aguas cayeron sobre los egipcios: «Ni uno solo se salvó». Y es que en efecto los soldados del tercio capturaron o quemaron todas las naves holandesas. Si aún así les parece atrevida la comparación con el Éxodo, les remito a las palabras de Van Hohenlohe: «Tal parece que Dios es español al obrar tan grande milagro».

Aquella gloriosa mañana era de 8 de diciembre y, como tal, quedaría fijada la fecha de la fiesta de la Inmaculada en el calendario litúrgico. Esto se debe a que fue España la nación que con más fuerza pidió la aprobación de ese dogma, que en 1854 se incorporó a la doctrina oficial de la Iglesia. Cuando el Vaticano dio luz verde al dogma, 270 años después de aquella batalla, nadie había olvidado aún lo que la Inmaculada hizo aquel día en Empel.

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