Estimado Insua:
Tienes sin duda razón mencionando diferencias nucleares entre bolchevismo y fascismo, que pasé por alto en un afán de simplificar, inducido por la copa de más sugerida por pensar que iba a ser un diálogo áspero en vez de educado, pues en tales casos sé por experiencia que me ayuda a ser paciente. Lo que fui bebiendo no fue agua sino vodka, y lo pagué con algunos lapsus de memoria -entre ellos el nombre de Müntzenberg, el genio rojo equivalente a Goebbels-y otras varias imprecisiones.
La principal con mucho fue no mencionar que desde 1924 -cuando Trotsky empieza a perder la partida en la URSS- hasta 1934, el PC alemán vota unido al nazi, bajo el lema de que el enemigo común son los «socialfascistas» del SPD, la socialdemocracia alemana fundada por Lasalle, por entonces dividida entre seguidores de Bernstein, Kautsky y Ebert. Ese sí es un dato del máximo interés y oportunidad para lo que estábamos tratando, pero como notaba que la memoria estaba roma me apresuré a agradecer el trato gentil de Iglesias, con el que luego pasaría un buen rato tomando tapas.
Por entonces vivía en Vallecas, «aprendiendo las lecciones del rencor de clase», y nos hicimos alguna foto achispados, cuyo título según Pablo podría ser «¿Quién seduce a quién?». A mí me cayó bien desde luego, aunque quizá fui descortés recordándole a menudo que debía estudiar economía política. Luego le escribí un largo correo, que todavía no contestó.
Yendo al asunto sustantivo, cifro la diferencia capital entre Hitler y Stalin en que el segundo veneró al primero, pero éste era lo bastante necio como para no aprovechar ni eso ni su derrota total durante las primeras semanas. Rusos y ucranianos, que venían de hambrunas y purgas atroces, se habrían rendido de buena gana en agosto si Hitler hubiera simplemente aceptado confraternizar con los invadidos, como preconizaban sus mariscales, sin perjuicio de hacer más adelante lo que quisiera con un país desarmado. Su descomunal necedad salvó al mundo del horror que hubiese sido tenerle imperando desde los Cárpatos al Pacífico. La victoria de Stalin supuso horrores alternativos, pero como esto lo explica en detalle el tomo 3 de ‘Los enemigos del comercio’, paso a la diferencia entre clase y raza que muy comprensiblemente subrayas.
En principio, el factor racial carga con una fijeza que ninguna determinación social contiene. A despecho del mestizaje, tres o cuatro fibras genéticas han demostrado persistir milenariamente, y nada parece más cruel -por crueldad entiendo cualquier violencia innecesaria- que jerarquizarlas en alguna medida, al ser destinos sin alternativa. También optan por la fijeza y sus crueldades los estamentos o castas, donde la ley de la cuna quiere sobreponerse al obrar del mérito y la suerte, creando colectivos coagulados donde las energías se orientan a un retorno permanente de lo igual.
La gran ventaja de una organización fundada en clases es consagrar la movilidad social, logrando que literalmente nadie pase un segundo sin moverse en términos ascendentes o descendentes. Todos ganamos o perdemos liquidez y valor en función de nuestras cambiantes propiedades y posesiones, al igual que todos crecemos hasta empezar a envejecer, y la autoorganización es lo más parecido a sociedades donde una expresa apertura al devenir absorbe el esfuerzo dedicado por otras a la anulación del tiempo.
Marx no hubiese propuesto una sociedad sin clases sin omitir el sentido y desarrollo de las propias clases -que se lanzaban a estudiar por entonces algunos conocidos como Charles Comte, Dunoyer y Thierry-, prefiriendo incurrir en el sofisma de confundirlas con castas y aspirantes análogos a la inmovilidad. Una sociedad sin clases es mero fraude, como han venido demostrando todos los ensayos en tal sentido, donde la antigüedad en el carnet del Partido suele sustituir el abolengo nobiliario o la jerarquía estamental; y es sobremanera curioso comprobar cómo generación tras generación los grandes magnates de la industria y el comercio rara vez dejan de ser personas de origen humilde o muy humilde, que amasan enormes fortunas para legarlas a todo menos su familia, entendiendo como Carnegie que quien muere rico muere deshonrado.
De hecho, si hay una clase carente de sentido es la política, pues desde Pericles sabemos que el interés general consiste en obrar como aquellos atenienses, y como los suizos desde el siglo XIII, viendo en el acto de detentar alguna rama del poder coactivo como un servicio público tan honroso como engorroso, ejercido por periodos breves y percibiendo los haberes medios del oficio privado de cada cual antes de acceder al puesto. Por lo demás, la excelencia es tan admirable como escasa, y ojalá aprendamos a imitar la unidad de la unidad y la diferencia exhibida por nuestros vecinos helvéticos, que siguen siendo prósperos y pacíficos renunciando hasta al secreto bancario, que tanto se les imputó como origen de su riqueza, porque confiarles nuestros ahorros no viene de tener muchos sino de ser fiables, como prueba para empezar su manera de convivir.
Naturalmente, los diversos adeptos de la discordia -por querer reconstruir desde cero, por defender alguna fe en crisis y por no amar la libertad como responsabilidad- creen que las antítesis pueden existir sin alguna tesis previa, y termino esta precisión sobre la diferencia entre mesías raciales y mesías sociales recordando que los inauditos genocidios del siglo pasado parten todos de una misma convicción, paradójicamente emparentada a su vez con el evolucionismo, la indiscutible sensación del XIX. El tronco común es que todo resulta ser puro cambio, sin otro invariante que la supervivencia de la aptitud, que pasa de la vida elemental a la compleja como el mono al hombre, y aunque evolution traduzca el término hegeliano Entwicklung -según reconocen Spencer y Darwin-, el utilitarismo, el positivismo y el marxismo coinciden en preconizar dictaduras capaces de enmendarle la plana al evolucionar espontáneo.
Todas ellas dan por supuesta la eugenesia formulada por Galton, un primo de Darwin, que funda la ingeniería social haciendo hincapié en la herencia, pero inspira no menos las dictaduras de Bentham, Augusto Comte y Marx. La Enwictklung hegeliana es obra de un espíritu anónimo e inconsciente, cuya meta es «hacerse consciente de sí como libertad», y aunque Hegel murió casi veinte años antes de aparecer el Manifiesto comunista, tuvo ocasión de contraponer el reino del Terror a «la palabra del perdón», también aludida como reino de la reconciliación.
La barbarie de propugnar una eugenesia basada no ya en la raza blanca sino en la entelequia «ario» -llamada a esclavizar o exterminar al resto de las etnias-, puede considerarse un giro adicional de tuerca en la barbarie de institucionalizar el reino del terror rojo, como afirma Insúa, y nunca encontraremos adjetivos a la altura de tan nauseabundo empeño. Sin embargo, tampoco procede olvidar que el terror rojo parte de suponer que la clase nunca fue ni para Lenin ni para Dzerzhinski, el fundador de su Cheka o policía política, una determinación momentánea sino hereditaria, e incontables personas fueron asesinadas o internadas por descubrirse ascendientes burgueses o nobiliarios. La «clase», un concepto que Marx nunca llegó a definir analíticamente, acabó operando con la inflexibilidad de una raza, y sostuvo el primer régimen político conocido donde -en palabras de Dzerzshinki- “se ha de inculcar en todos la sensación de que pueden ser detenidos y fusilados en cualquier momento, por cualquier motivo”.
Eso es lo que debí recordar cuando hablaba con Iglesias, porque lo sabía; pero se me olvidó por beber vodka como si fuese agua, prejuzgando cuando tocaba juzgar.