El almirante Recalde
Divulgando que es historia
Divulgando que es historia
En una excursión por la ciudad de Obuda (en Budapest), la guía que nos acompañaba al llegar ante un conjunto de piedras desordenadas, cayó presa de una gran agitación y, con exclamaciones admirativas, nos indicó que las mismas eran los restos de un pequeño anfiteatro romano, pues hasta allí, justo justo, llegó Roma. La pobre guía quedó estupefacta ante el grupo de españoles que, impávidos, mirábamos con más conmiseración que otra cosa, aquellas pobres piedras milenarias. Los comentarios empezaron a ser jocosos: «Anda que si ésta ve el teatro de Mérida la da algo», y cosas soberbias por el estilo de quien se siente más romano que Trajano. La esforzada guía hablaba muy bien el español pero posiblemente desconocía el peso de nuestra Historia.
Y es que, en efecto, nos sobra Historia por los cuatro costados. Y no solo traducida en piedras y ruinas. Sino también en hombres insignes, algunos injustamente olvidados. Lo que a estas alturas no nos sorprende, ¿verdad, querida lectora y estimado lector?
Y este es el caso del almirante don Juan Martínez de Recalde. Quizás porque su último destino esté ligado al desastre de la Gran Armada, aquella que no resultó ser Invencible (aunque tal término no fue creado malévolamente por los ingleses, como siempre hemos pensado, y que muy bien nos ha explicado el divulgador don Pedro Luis Chinchilla en su blog de referencia Armada Invencible). El hecho es que el almirante Recalde, coetáneo del pirata Francis Drake (corsario si Vds. son benevolentes, y al que sus paisanos ingleses adoran), fue relegado ya desde su súbita muerte, al baúl del casi olvido. Y digo que desde su súbita muerte por inesperada, y tras la que su viuda se las vio y deseó para poder trasladar el cadáver desde La Coruña, donde falleció herido en cuerpo y alma por la derrota sufrida, hasta Bilbao para poder enterrarlo, pues estaba en la más completa ruina económica.
Se sabe que el almirante vino al mundo en Bilbao, pero se desconoce con certeza la fecha nacimiento. Sí se conoce la de su muerte: el 23 de octubre de 1588, lo que lleva a poner en duda el hecho que algunas fuentes señalan de que falleciera alrededor de los cincuenta años. Y ello porque también conocemos otra fecha de su vida, digamos personal: la de sus nupcias con doña Isabel de Idíaques e Idíaquez, sobrina de don Juan de Idíaquez, secretario de Felipe II, y que fueron celebradas el día 8 de enero de 1585. Ello quiere decir que, de ser cierta su muerte a los cincuenta, matrimonió a los 47 años, edad que para la época era poco más o menos que senil (la esperanza de vida en aquellos años no llegaba a la treintena). Lo más probable es que el almirante falleciera en una edad más en torno a los treinta que a los cincuenta. No obstante la duda queda.
Lo que nos lleva a considerar lo logrado por este marino vizcaíno y español en ese breve lapso de tiempo.
Comenzó sus singladuras en la Escuadra de Vizcaya, donde se distinguió como buen táctico y marino. Quizás por ello el Rey le encomendó vigilara la construcción de sus buques en los astilleros cántabros.
Dio escolta a las Flotas de Indias y consiguió recuperar, con buzos, un cargamento de oro hundido en las Islas Madera. Por sus méritos se le da el mando de la Escuadra de Laredo, y en el año 1572 transporta, con cuarenta y cinco buques de guerra y transporte, al Duque de Medinaceli que iba a relevar como Gobernador de los Países Bajos al temido y odiado Duque de Alba, así como refuerzos en tropas y dinerario para pagar a los Tercios. Aquellos Tercios cuyos soldados «todo lo sufren en cualquier asalto./ Solo no sufren que les hablen alto». Y esto lo escribió uno de ellos: don Pedro Calderón de la Barca.
Mientras tanto seguía con el encargo real de vigilancia sobre la construcción de buques y así, en 1581 eleva un informe al Duque de Medina Sidonia sobre la construcción de ocho galeones, recomendando se construyesen en Vizcaya o en Guipúzcoa. Su destino comienza a ligarse con el del almirante don Álvaro de Bazán, cuya estatua orgullosa podemos los madrileños admirar en la Plaza de la Villa, si bien al primer combate que debía librar con él no llegó: el combate naval de San Miguel, primero en la historia celebrado en mar abierto y con participación de galeones de guerra, que terminaría con una sonada victoria sobre los franceses. Cuando don Álvaro vuelve a las Azores, Recalde va con él y participa en la total liberación de las Islas Terceras.
Terminada la contienda con Portugal, el Rey le encomienda a Recalde el mando de una escuadra para llevar apoyo de hombres a los católicos irlandeses en su lucha contra los ingleses. Consigue desembarcar a 1.500 voluntarios en la verde Erín. Fue en esta expedición cuando en los barcos de guerra españoles comenzaron, como aún hoy en día siguen, a ondear los estandartes reales, pues así lo solicitó al Rey Recalde, para distinguir sus barcos militares de los mercantes, y avisar al enemigo de que aquellos eran barcos de guerra.
Sigue con su actividad constructora de buques, y en 1584 escribe una Relación de las medidas que han de tener los mástiles y vergas para los galeones a su mando.
Don Álvaro muere, y el Rey Prudente, que no sabio, otorga el mando de la Gran Armada al Duque de Medina Sidonia, marino inexperto y que, incluso, se mareaba en la mar. No es aquí momento de analizar las controvertidas y equivocadas decisiones navales del Duque. A nuestros efectos baste decir que Recalde se batió heroicamente y que cuando perdió su buque, el Santa Ana, trasbordó su insignia al Santiago, y en él se mantuvo firme ayudando a cualesquiera otros bajeles que lo necesitaran, hasta que la escuadra se descompuso y cada uno intentó volver a España por sus medios. El Santiago, con Recalde al mando, necesitado de agua, entró en el primer puerto irlandés que encontró, resultando ser uno de los dominados por los ingleses, por lo que el agua la tuvo que obtener a sangre y fuego descargando su artillería y logrando desembarcar nuestra temible infantería. Por fin, salió de aquel puerto poniendo rumbo a España, arribando a La Coruña el 8 de octubre de 1588. Tan solo quince días después moría el gran marino, herido en cuerpo y alma por la derrota como señalé, atormentado quizás por el «si se hubiese hecho de otra forma…».