Un viaje al Nueva York de la Velvet Underground
«Para quienes crecimos en el Madrid de la Transición, la Velvet era un mito casi inaccesible, puesto que sus vinilos no eran fáciles de encontrar en aquella España tardo-franquista»
«Las canciones de The Velvet Underground hablan de tipos enfermos que están insatisfechos con su vida», explica John Cale en el documental de Todd Haynes The Velvet Underground (2021), que puede verse en nuestro país desde hace un mes en la plataforma Apple TV. «Yo seré tu espejo, reflejo de lo que eres, en caso de que no lo sepas», decía la letra de I’ll Be Your Mirror (1966), incluida en el primer elepé de la banda neoyorquina. Más de medio siglo después de aquel disco legendario, reflejo de un lugar y un tiempo, la Velvet –como se ha llamado siempre al grupo en España– está más viva que nunca merced al filme del realizador estadounidense y su legado artístico merece la pena ser reivindicado en estos tiempos de cansino r&b y trap descacharrante.
No les voy a hablar demasiado de la película, puesto que ya publicamos en este periódico una previa muy recomendable, firmada por Begoña Donat, que puede leerse aquí. Ahora que he tenido tiempo de visionarla, tan sólo les diré que, como todos los trabajos de Haynes –mi favorito es I’m Not Here (2007), a mayor gloria de Bob Dylan–, resulta tan personal e imperfecto como cautivador. Y ahí lo dejo.
Prefiero aprovechar la actualidad del largometraje para contarles lo que significó la Velvet Undergound para mi generación y lo queda del Nueva York salvaje y efervescente de aquella época, toda vez que desde el 8 de noviembre ya se puede viajar de nuevo a la Gran Manzana, cumpliendo con los debidos requisitos administrativos y sanitarios: pasaporte en vigor, documento ESTA, pauta completa de la vacuna anti-covid y PCR o un test de antígenos realizados en los 3 días previos al vuelo.
Finjamos que cumplimos todos los protocolos y que el próximo puente de diciembre nos escapamos a la ciudad de los rascacielos buscando el fantasma de Lou Reed por Canal Street. Lo primero, claro, es ver la peli de Haynes, que se centra fundamentalmente en los primeros tiempos del quinteto –reconvertido en cuarteto tras la salida de Nico–, cuando frecuentaban la Factory y actuaban en el Exploding Plastic Inevitable Show, todos vestidos de negro, mezclando glamour y pop ruidoso, proyecciones de cine experimental y performances de sado-maso. Sólo con ver esas imágenes disruptivas uno se hace la idea de lo que representó, en pleno advenimiento de la California hippie, la propuesta musical y estética de Lou Reed, John Cale, Sterling Morrison, Moe Tucker y Nico, bendecida por Andy Warhol –que diseñó la portada de la banana de su álbum de debut– y con el nombre sacado de la novela The Velvet Underground (1963) de Michael Leigh.
El librito, retitulado como Bizarre Sex Underground por sus editores británicos cuando lo publicaron en aquel país en 1967, no tiene la menor ambición literaria, sino que entraría dentro del género pulp. Y lo digo con conocimiento de causa porque, como buen fan de la Velvet, me lo compré y leí hace lustros, tratando de desentrañar el enigma de su influencia en mi grupo fetiche. «Este es un libro increíble. Te impactará y te asombrará. Es un documento sobre la corrupción sexual de nuestra época, imprescindible para todo adulto pensante», rezaba el texto de la portada. ¿Quién podría resistirse?
Dicen que un amigo de la banda se topó con un ejemplar tirado en la calle y, como Reed acaba de escribir el controvertido tema Venus in Furs –inspirado por la escabrosa novela La venus de las pieles (1870) de Leopold von Sacher-Masoch–, a él y a Morrison les pareció un nombre idóneo y provocador, porque recogía esa cultura sórdida de la calle que ellos iban a elevar a la categoría de arte.
El resto es historia. La Velvet jamás alcanzó las listas de superventas durante su breve periodo de funcionamiento –reducido a cuatro discos de estudio y algunas secuelas–, pero su pop desestructurado, entre tierno y violento, hipnótico y ruidista, y su poesía de la decadencia urbana influyeron decisivamente en figuras posteriores de la historia de la música popular como David Bowie, Big Star, The New York Dolls, Patti Smith, Richard Hell, Television, Jonathan Richman and The Modern Lovers, Joy Division, The Jesus and Mary Chain, Violent Femmes, The Dream Syndicate, R.E.M., Sonic Youth o The Strokes.
Para quienes crecimos en el Madrid de la Transición, la Velvet era un mito casi inaccesible, puesto que sus vinilos no eran fáciles de encontrar en aquella España tardo-franquista. Así que escuchamos por primera vez temas como Sweet Jane, Heroin o Rock’N’roll en el álbum Rock’N’Roll Animal (1974), donde un Lou Reed maquillado y pasado de vueltas, con los labios pintados de negro y un collar de perro rodeando su cuello, les imprimió un barniz medio heavy pasado por la escuela de Detroit que fascinó a todos los adolescentes de la época. Luego accedimos por fin a las grabaciones originales y aquello fue una revelación, además de una toma de postura.
Cuando tu padre escucha a Nino Bravo y a Serrat y tu hermano a Carlos Cano, poner a toda ostia White Light/White Heat en el tocadiscos hogareño era un gesto de ruptura absoluta, casi una provocación; porque aunque el equipo de hi fi se hallara en tu cuarto, ese runrún crispante que traspasaba la puerta y se extendía por toda la casa a través del pasillo era suficiente para suscitar el acalorado debate familiar. Efectivamente, las guitarras chirriaban y parecían ir fuera de tono y de ritmo, la viola de John Cale emulaba un maullido gatuno y la batería de Moe Tucker sonaba como si alguien estuviera golpeando una caja de zapatos vacía. En cuanto a las voces, no sé si a mi progenitor le horripilaba más el tono funerario y algo perruno de Lou o la languidez al borde del suicidio de Nico. «Pero papá, si es la rubia del anuncio del brandy Centenario de Terry», argüía yo. «Pues parece que se le da mejor la publicidad», sostenía él. O sea, abismo generacional.
Efectivamente, la Velvet nos ensanchó la mente, nos cambió la estética y nos despertó el gusto por artefactos musicales que requerían un esfuerzo para ser entendidos. En plena era de cantautores blanditos y pretencioso rock sinfónico, anticiparon el glam, el punk, el rock siniestro y el indie. Sus canciones hablaban de camellos, chaperos y travestis, pero también de chicos y chicas inadaptados que llegaban a la gran ciudad persiguiendo su sueño y terminaban, demasiadas veces, malamente.
El filme de Haynes cuenta apenas de refilón como era esa Manhattan decadente de los primeros 70, invadida por la basura y la heroína, donde las salas X de Times Square convivían con las galerías del Soho y los clubes del Bowery, el Hijo de Sam sembraba las calles de cadáveres de jovencitas y los apagones se saldaban con cientos de comercios saqueados y decenas de muertos.
De entre todas las películas que han narrado de una forma u otra aquella época, me quedo con las experimentales Chelsea Girls (1966) de Andy Warhol y Flesh (1969) de su discípulo Paul Morrisey, pero también con Nadie está a salvo de Sam (1999) de Spike Lee, la serie Vinyl (2016) creada por Martin Scorsese para HBO y, asimismo –aunque sean peores cinematográficamente–, I Shot Andy Warhol (1996), basada en la historia de aquella feminista radical que disparó sobre el rey del pop-art, y Factory Girl (2006), el biopic sobre la malograda modelo Edie Sedgwick.
Pueden intentar ver alguna de ellas antes de emprender el viaje a Nueva York tras las pistas de la Velvet. Será lo más cerca que estarán de los escenarios en donde todo ocurrió, puesto que el viejo local de la primera Factory (calle 47 Este) alberga ahora un parking subterráneo. Por su parte, The Delmonica Hotel (502 Park Avenue), donde la Velvet se presentó en sociedad dentro del Exploding Plastic Inevitable Show, es actualmente un edificio de apartamentos de lujo. Igual que el Max’s Kansas City (213 Park Ave South), donde grabaron su concierto más aclamado. Mientras que el CBGB (315 Bowery), que acogió el nacimiento posterior de toda la escena punk, acoge hoy una tienda de John Varvatos. Y así casi todo.
A pesar de ello, el caudal ingente de fans –que ahora se multiplicará gracias a Haynes– sigue alimentando la existencia de visitas guidas y tours turísticos más o menos serios. Casi todos terminan en la John’s Pizzeria (278 Bleecker Street), donde Lou Reed solía ir a comer muchas veces en compañía de su esposa Laurie Anderson. Si van por allí pidan una Boom Pie, que lleva salsa de tomate casera, auténtica mozzarella, tomatitos asados, ricota, ajo y albahaca… y den recuerdos.