Chilly Gonzales nos cuenta cómo Enya te puede salvar la vida
En ‘Enya. Un tratado de los placeres culpables’, el productor, compositor y pianista canadiense Chilly Gonzales nos habla de su fascinación por la cantante irlandesa de new age y de cómo en la simplicidad podemos encontrar la mayor de las virtudes
La cuestión no es que haya un tipo de música easy listening, que está pensada para sonar exclusivamente de fondo, la así conocida como «música de ascensor», y otra que demandaría toda tu atención, dice Chilly Gonzales en Enya. Un tratado sobre los placeres no culpables (Editorial Alpha Decay, 2021), puesto que la música, en general, no se suele ajustar en exclusividad a ninguna de esas dos categorías. Y, de cualquier forma, es la opinión de Gonzales que si hubiera de establecerse una jerarquía de lo que es una buena canción, sería aquella que podría funcionar a ambos niveles. Y aquí se halla el quid de la cuestión de este libro, pues que, de una u otra forma, todos nos acabamos escabullendo «bajo la alargada sombrea del consenso musical». Y, a lo que escapa de esa tiranía, lo llamamos placer culpable. Que sería, para el caso que nos ocupa, «música pop abierta y descaradamente capitalista, sin ningún tipo de remordimiento».
Una cantante como Enya, vamos; mainstream desde el minuto cero. Una voz con entonación de nana que produce un efecto relajante y saludable en el oyente, puesto que es fácil de escuchar. Enya irrumpió ya plenamente consolidada en la música popular con su primer single, Orinoco Flow, en 1988. Y, desde ahí, hasta llegar a vender más de ochenta millones de discos. Enya es el epítome de placer culpable del que Gonzales habla en este libro.
La (des)educación del gusto
El gusto es una reacción involuntaria, no es una reacción consciente. Se instituye en la infancia, por eso marca las inclinaciones futuras. Pero no solo es el gusto lo que nos marca, son también las carencias del gusto lo que vendrán a singularizar nuestra personalidad. En el caso de Chilly Gonzales la música aparece en su juventud como ganas de llamar la atención y de vivir un sueño, pero también como un afán. Así, escribe que cuando era pequeño «simplemente aceptaba que a la hora de dormir no había nanas, aunque muy dentro de mí anhelara una voz que me reconfortara». Como reacción a ello, quizá, y porque tenía muy buen oído, se convirtió «en el típico niño prodigio de la música que podía tocar lo que fuera», en un «pequeño dictador musical». Y se ensimismó por el virtuosismo, despreciando las nanas y, por ende, todo tipo de música que no implicara una dificultad extrema. Eso lo convirtió, y son sus propias palabras, en «un farsante». «Estaba (des)aprovechando la música para impresionar a la gente, en lugar de aprovecharla para conectar con ella», escribe Gonzales. Poco a poco, sin embargo, un nuevo ámbito musical comenzó a atraerle, aquel «donde la conexión importaba más que las habilidades técnicas». Un espacio que colonizaron las voces de Johnny Hartman, Beach House, Roberta Flack y, especialmente, Enya, definida por Gonzales como «la voz de un ángel, etérea y pura». Y aquí viene el centro de todo, cuando dice el músico francés que «Enya es nuestra buena madre, y quiere que sepamos que todo irá bien».
«Estaba (des)aprovechando la música para impresionar a la gente, en lugar de aprovecharla para conectar con ella»
Chilli Gonzales
La clave de este desplazamiento procede del Jardín del Edén musical de la infancia, de ese momento justo antes de volverse dolorosamente consciente de uno mismo. Y, como decíamos antes, de las nanas. En resumen: el déficit provoca el deseo. Las nanas son pura melodía, la voz en sí misma. El vaciado total de los artificios de la música. La nana es una voz tranquilizadora y reconfortante, una voz natural en la que se puede confiar. Y, además, cumple una función (o fracasa). Esto es, está en las antípodas de las florituras, virguerías y habilidades virtuosas varias. Su límite es su espacio para la creatividad.
Preguntado sobre las limitaciones, y de qué forma afectan a los músicos, nos cuenta Chilly Gonzales mientras está de gira en este mes de diciembre, vía audios de Whatsapp (y con el sonido de fondo de los aviones del aeropuerto) que los obstáculos que afectan a los músicos vienen en dos sentidos, pues el músico autodidacta echa de menos la disciplina del músico que ha estudiado en una escuela y éste le envidia a aquel la libertad. Siendo esto así, el hecho de que uno siempre ve más verde el césped del jardín del vecino, y aceptando que es consustancial al ser humano, «uno ha de ver sus limitaciones como algo que te vuelve vulnerable, pero también como una ventaja, porque te obliga a ser honesto contigo mismo y a saber dónde están tus debilidades. Así, las puedes usar como algo positivo que contribuya a tu creatividad», afirma Gonzales. Se trata de probarse a uno mismo y no sentir celos de lo que no puedes tener, evolucionar, y hacer de ello una fuente de energía, opina el productor canadiense.
«Uno ha de ver sus limitaciones como algo que te vuelve vulnerable, pero también como una ventaja, porque te obligan a ser honesto contigo mismo»
En esta línea se halla el leit motiv central del libro. A saber: que uno debería entender lo que no le gusta y por qué y no preocuparse por tener o no una opinión popular, pues, a veces, las cosas que no te gustan son igual o más de importantes que las que sí, «porque son límites secretos de lo que haces y tienes que saber qué es lo que se halla justo debajo de esas fronteras, de tus gustos», nos dice Gonzales. Y añade: «Mi libro tratar de crear positividad, pretende motivar a la gente para que saque una energía positiva de sus sentimientos negativos. En ese sentido es una guía del gusto, pero se basa en que confíes en tu propio gusto».
El artista y la obra
Sobre los disfraces y las máscaras, es interesante destacar que Chilly Gonzales es el alter ego musical de Jason Beck. Y vale la pena llamar la atención sobre esto porque, al fin, es también un modo de ocultación. Le pregunto sobre el particular a Gonzales, quien me responde de primeras que «el arte es personal pero no es la persona». Y añade: «puede que yo te guste sobre el escenario, pero no en la vida real».
La cuestión aquí, al entender del productor canadiense, quien ha colaborado con artistas de la talla de Daft Punk, Feist, Peaches o Jarvis Cocker es que «no tiene sentido que yo diga que hubiera hecho algo más personal que lo hago normalmente de haber utilizado mi nombre real. Al servirme de mi alter ego esto me permite usar partes de mi personalidad y partes de mi psique para hacer cosas que con suerte pueden conectar con la gente, pero precisamente el hecho de usar ese otro nombre, marca la diferencia entre mi vida personal y mi vida profesional. Y me gustaría seguir manteniendo ese límite. Por ello, este libro es personal, pero solo personal en el sentido de que es así como pienso».
Y lo que piensa Gonzales, al fin, es que hemos de disfrutar de los placeres culpables, dejar de ironizar sobre ellos, con ese regusto posmoderno que se ha llevado durante la última década, y aceptar nuestras contradicciones (mejor dicho, no entenderlas como paradojas, sino como espectro del gusto personal). A su entender, las nuevas generaciones de músicos ya no sufren con esa marcada diferenciación entre los placeres culpables y aquellos que no tenemos el menor reparo en confesar públicamente. Y, aún más, opina Gonzales que los músicos jóvenes, a quienes se encuentra en los escenarios o en su Gonzervatorio (el conservatorio de Gonzales, una especie de workshop documentado y emitido en livestream) ya no están preocupados por ser cool ni sufren con esa idea noventera de «venderse» al sistema. Viven las diferencias culturales con total normalidad. «Y eso es muy bueno», sentencia.