Carmen Laforet: el centenario de una extranjera en su propia ciudad
Varias reediciones celebran la vida y la obra de la escritora, que no podría etiquetarse solo como catalana pero que el ayuntamiento barcelonés sí ha olvidado en su centenario
«Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado, y no me esperaba nadie», así comienza Nada, la novela que llevó a Carmen Laforet a la cumbre de los novelistas españoles del siglo XX.
Con Nada, a los 23 años, Laforet ganó la primera edición del Premio Nadal en 1944, un premio creado para visibilizar novelas inéditas. En Nada, la escritora utilizó Barcelona, su ciudad natal, como metáfora para hablar del clima de la posguerra. Sin embargo, este 2021, en el centenario de su nacimiento, la única forma de celebración de su vida ha sido una exposición Biblioteca Jaume Fuster de la ciudad condal. ¿Es acaso esa forma de Laforet de no definirse, de haber vivido entre Barcelona, Canarias y Madrid lo que la ha hecho de ninguna y de muchas partes? ¿Es una forma de huida de la escritura luego de alcanzar el éxito tan joven?
Para su hijo, Agustín Cerezales Laforet, que acaba de publicar un libro que honra la vida de su madre –El libro de Carmen Laforet. Vista por sí misma (Destino, 2021)-, la escritora era «barcelonesa pero sin serlo. Nació aquí y volvió muy joven después del tiempo en el que vivió en Canarias, encontrándose con un panorama desolador. Pero ella era una mujer que era muy poco de pertenecer a los sitios». Según Cerezales Laforet «era catalana, española, vasca, castellana. A ella le gustaba decir ‘no conozco ríos que sean mis enemigos'», así se lo ha comentado al periodista Víctor Fernández en La Razón.
No es de extrañar que Nada se haya escrito desde el desapego a su ciudad natal, al irse a Madrid y verlo todo desde afuera. Como afirma Anna Caballé, crítica y escritora de biografía de Laforet, Nada «dio forma al desaliento moral que se vivía en España tras la Guerra Civil sin las estridencias de Camilo José Cela», y quizás allí está la consecuencia y el cansancio de no querer escribir más luego de su obra cumbre, después de haber tenido que imaginar una guerra civil en su ciudad natal que ella no vivió, ya que estaba con su familia en Canarias, donde la guerra era solo un eco.
En el prólogo de la reedición de Siete novelas cortas, el escritor Álvaro Pombo escribe que todas las novelas de Laforet son «relatos de la vida dañada» que «muestran una España empequeñecida y, sobre todo, dañada» donde se encuentran «lo borroso, lo confuso, lo fragmentario, no solo es la realidad española, ni solo las ideas que los españoles de entonces se hacían de sí mismos» sino que también reflexiona sobre «el sistema general de los valores, en particular el de lo que estaba bien y estaba mal, lo que se aceptaba como bueno y como malo en aquella época».
Quizás también esa calificación como «chica rara» la persiguió desde siempre. Laforet era esa escritora que no iba matando el ángel del hogar pero lo mataba, se entregaba a ser flâneuse y al dolce far niente, y gracias a ello hizo del premio Nadal su habitación propia dentro del franquismo, para así profesionalizarse y existir en la literatura española. Sin embargo, cuando se le preguntaba en un cuestionario autobiográfico cuál de sus obras le gustaba, ella respondía que «ninguna» y advertía que ella se reservaba los comentarios propios porque tenía derecho de guardar cosas para sí misma.
Todos estos datos de diarios recopilados por Agustín Cerezales Laforet en El libro de Carmen Laforet. Vista por sí misma desvelan que no era rareza, más bien era insatisfacción ante el proceso creativo al escribir sus novelas. O, como ella dice en su texto Autobiografía, «me gustan muchas cosas. Casi todo me gusta. Únicamente me desespera una compañía o un trabajo impuestos». Por ejemplo, con la novela La isla y sus demonios, que no se escribió definitivamente hasta los años 50, se nota la fascinación y el terror ante la página en blanco, ese «miedo» que espantaba la ideas y creaba, muchas veces, el hartazgo. «Yo… que tenía que terminar ISLA – esa novela absurda que ya me tiene hasta la coronilla», afirmaba la escritora en una carta a su amiga Lola de la Fe.
Carmen Laforet murió casi sin poder hablar y con alzhéimer. En Nada, al personaje central, Andrea, le preguntan si es muda y ella responde con una negativa confesa un «prefiero ir sola», un reflejo del final de los días de la autora, quizás alguien libre dentro de su enfermedad.
Y es que Laforet iba más allá de las etiquetas que tanto nos rondan estos días. Más allá de catalana, canaria o madrileña, en sus escritos desvela que le gustaba entenderse a ella misma, ser aventurera, ser una extranjera «que llega por primera vez», que «sigue viendo cada día por primera vez», escribir sobre lo que le interesaba en los tiempos que ella quisiera, estar sola para ser libre y, sobre todo, solo le importaba escribir desde la memoria lo que vivía, «el hecho del idioma: el único, el mío».