THE OBJECTIVE
Carlos Mayoral

Carmen Laforet, una estrella súbita

«Pero Carmen aportaba algo enormemente necesario entonces: realidad. Si Cela se lanzaba a la exageración del tremendismo o Torrente a la fantasía galaica, Laforet hacía con su narración lo que la mayoría de gentes hacía entonces con su vida: encerrarla en un piso milimétrico»

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Carmen Laforet, una estrella súbita

Este año se cumple un siglo del nacimiento de Carmen Laforet, una de esas apariciones súbitas que de vez en cuando ofrece la literatura, desprovista de camarillas y endogamias, agarrada a su talento congénito, a ese fenómeno que se trabaja sólo si se lleva dentro: el estilo. Cuando le arrebató el premio Nadal a González-Ruano, dinamitando la redacción de la revista Destino con el manuscrito que más tarde se llamó Nada, casi nadie en el hermético mundo de las letras sabía quién demonios era esa mujer de apellido afrancesado, que se atrevía a poner en solfa la hegemonía de la corte literaria de posguerra. Porque, además, Carmen se presenta al premio en un año, el de 1944, en el que la guerra española escocía aún en las carnes y la mundial en los periódicos. Un mundo gris, vetado para las mujeres y los seres ocultos. Laforet ostentaba estas dos condiciones, por eso su éxito se antoja singular. Sólo hay que ver a los acompañantes en su generación: Ridruejo, Panero u Otero en lírica; Cela, Delibes o Torrente Ballester en narrativa. Una rara avis, sin duda.

Pero Carmen aportaba algo enormemente necesario entonces: realidad. Si Cela se lanzaba a la exageración del tremendismo o Torrente a la fantasía galaica, Laforet hacía con su narración lo que la mayoría de gentes hacía entonces con su vida: encerrarla en un piso milimétrico. Entre aquellas paredes de la casa de Aribau le coloca al lector esa asfixia que ningún otro escritor de la época supo glosar, esquivando la censura con maestría, retratando las fobias de una sociedad muerta. Ese es el principal mérito de la obra de Carmen Laforet: supo mostrar la realidad en un momento en el que la realidad no existía. Es por esto que Nada persigue una labor similar en narrativa a la que ejercen las Nanas de la Cebolla en poesía o el Guernica en pintura: es la expresión máxima del horror, las cicatrices de una guerra atroz, el testamento de un país destrozado.

En este centenario, espero firmemente que más allá de los méritos innumerables con los que Laforet carga, y que dan pábulo a los dos primeros párrafos de este artículo, se lleve a cabo el ejercicio más noble que se puede hacer: leer la novela. Porque, además, Nada es una novela extraordinariamente contemporánea, con un lenguaje moderno, y un análisis psicológico que de manera sorprendente no pierde comba en un presente tan distinto. La familia de Andrea, desnortada, envuelve a la protagonista en un mundo donde las cosas vuelven a nombrarse tras casi una década de silencio, donde el mundo exterior, más allá de los muros de la casa de Aribau- y de la sociedad de los años cuarenta, en acertada metáfora- todavía puede ser capaz de lucir, como lució en otro tiempo. El llanto, la pena, la muerte y el amor, elementos literarios por excelencia, están presentes en una obra maestra que entró, con justicia pero también por derribo, en la historia de nuestras letras.    

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