Jovellanos, ilustrado de referencia
Nadie podía ser un buen profesional o «técnico en lo suyo» sin que, además de los conocimientos específicos en su materia, no tuviese también conocimientos de literatura, historia o filosofía
Divulgando que es Historia
Cuando paseaba por la madrileña calle del Espejo con Zar, el que fuera mi inseparable cánido amigo, solía pararme frente a la puerta de un moderno escaparate de aluminio y cristal sobre el que unas letras, igualmente metálicas, avisaban al viandante que estaba ante la «Sociedad Económica Matritense de Amigos del País» (ya sé que la Sociedad tiene su entrañable y fantástica sede en la calle del Codo; aquí, en la calle del Espejo, estaba un centro de estudios y, ahora, una magnífica pastelería y panadería casera altamente recomendable). E, invariablemente, era venirme a la mente don Gaspar; o don Melchor. No, ninguno forma parte de la tríada de magos que, a estas alturas, estarán muy atareados preparando los bártulos para su iniciático viaje. Son los dos primeros nombres de un gran político, jurista, economista, pedagogo… En suma, de un hombre ilustrado que se llamó Jovellanos, y cuyo aniversario de defunción se acaba de cumplir el pasado día 27 de noviembre, hace casi justo un mes, como siempre sin pena ni gloria.
Quizás se deba a que «Jovino El Melancólico», como le apodaban sus conmilitones, sea un hombre no demasiado recordado fuera de su Asturias natal.
Y, sin embargo, la figura de Jovellanos es de peso. Como queda dicho, asturiano de nacimiento, va realizando su cursus honorum y, tras pasar por Sevilla donde conoce a Olavide, llega a Madrid alcanzando a ser Alcalde de Casa y Corte (nada que ver con la institución que detenta el señor Almeida). En la villa capitalina conoce a Campomanes, a la sazón fiscal del Consejo de Castilla, entrando en su tertulia. Campomanes se fija en él llevándole a la Junta del Banco de San Carlos y, desde 1784, se convierte en director de la Sociedad Económica matritense, siendo miembro, ya plenamente integrado en la vida madrileña, de las Reales Academias de la Historia, de San Fernando y de la Española.
Jovellanos se marca como objetivo, en la senda de la Ilustración que a este país había llegado de la mano de Carlos III, la transformación político-moral de la sociedad, y utiliza o piensa que se debe utilizar como medio para lograrlo el poner en conexión el conjunto de todos los saberes racionales del momento. Curiosos son los elementos o requisitos que Jovino pensaba debían darse para lograr esa transformación: la educación del pueblo – como elemento decisivo –, la prosperidad económica y el poder político en el concierto mundial. No me negarán que está de actualidad: la batalla campal por las diferentes leyes de educación (y sus desarrollos posteriores en cada Comunidad Autónoma al haber cometido el ¡error, qué gran error! de hacer la educación competencia delegada), los recortes que la crisis económica en que estamos sigue generando, y el panorama internacional de España donde hasta Gibraltar nos ningunea.
Recuerdo a un honesto socialista, de los de la guerra fratricida patria, que en defensa de la educación que se impartía en aquella URSS que muchos consideraron paraíso a imitar (la Historia les quitó cruelmente la razón), afirmaba que lo que se pretendía en la Arcadia social-comunista era que hasta un barrendero o un pocero tuvieran conocimientos generales de cultura. Pues fíjense, Jovellanos, unos cuantos años antes, pensaba que nadie podía ser un buen profesional o «técnico en lo suyo» (él pensaba en marineros o mineros) sin que, además de los conocimientos específicos en su materia, no tuviese también conocimientos de literatura, historia o filosofía, puesto que el técnico no sólo debe serlo, sino que debe ser alguien cuya función real fuese «poner sus fuerzas y luces al objetivo del bien y la prosperidad social». No sólo es de actualidad, ¡es que era un adelantado a su época!
Tenemos poco espacio, por lo que permítasenos concentrarnos en dos de los grandes estudios de Jovellanos dentro de su extensa obra: el Informe sobre la Reforma Agraria, el más recordado, y la Memoria para el arreglo de la policía de espectáculos.
El de la Reforma Agraria lo escribió, en una primera versión, en 1784, pero no lo envió a la Sociedad Económica Matritense hasta 1787, que la remitió al Consejo de Castilla (Consejo de Gobierno del Rey desde los tiempos centralizadores de Felipe V), quien la publicó en 1795. El texto hace una reflexión sobre la importancia de la agricultura en la riqueza de la nación y en la necesidad de ésta de mejorar los rendimientos productivos para, a continuación, criticar la existencia de instituciones como el mayorazgo, del que llega a decir que «apenas había institución más repugnante a los principios de una sabia y justa legislación», aunque reconocía que era indispensable para la subsistencia de la nobleza.
O sobre el «Honrado Concejo de la Mesta», de origen medieval, y que defendía los intereses de los grandes propietarios de ganado, llegando a proponer Jovellanos al rey la disolución de esta institución y sus privilegios. Pretendía la defensa de los agricultores, pequeños propietarios y arrendatarios de tierras de labor que, con su actividad, daban sustento a un mayor número de habitantes en unos momentos de expansión demográfica, por lo que había que mejorar esa actividad para evitar hambrunas, entre otras cosas. Jovellanos era un miembro de la élite social, pero si llega a vivir hoy, no sé, a lo mejor le hubieran caído también siete meses por ocupación de fincas sin explotar.
En cuanto a la Memoria para el arreglo de la policía de espectáculos, cuya lectura es sabrosísima, valga un párrafo entresacado de cuando habla de la dirección y organización de los espectáculos públicos:
«Falta, sin embargo, una providencia para asegurar esta tranquilidad y es bien extraño que no se haya tomado hasta ahora. No he visto jamás desorden en nuestros teatros que no proviniese principalmente de estar en pie los espectadores del patio… La sola incomodidad de estar en pie por espacio de tres horas, lo más del tiempo de puntillas, pisoteado, empujado y muchas veces llevado acá y acullá mal de su grado, basta y sobra para poner de mal humor al espectador más sosegado. Y en semejante situación, ¿quién podrá esperar de él moderación y paciencia?… Siéntense todos y la confusión cesará; cada uno será conocido y tendrá a sus lados, frente y espalda cuatro testigos que lo observen y que sean interesados en que guarde silencio y circunspección. Con esto desaparecerá también la vergonzosa diferencia que la situación establece entre los espectadores; todos estarán sentados, todos a gusto, todos de buen humor; no habrá pues que temer el menor desorden».
No me digan que no tiene sabrosura el texto, con esa idea para que se pueda perder el anonimato en las turbas sin control, y que para que haya tranquilidad, muchas veces no hay que hacer sino sentarse tranquilamente. Y dar rienda al buen humor del que cada día tenemos menos.