Tomás Pérez Vejo: «Cuanto más totalitario es un Estado, más intenta controlar la memoria»
Conversamos con el historiador español de la polémica de la Conquista, las leyes de memoria, la España multinivel y las relaciones con América Latina
Leer los libros del historiador Tomás Pérez Vejo (Cantabria, 1954), profesor investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) de México, es un perfecto antídoto contra cualquier tentación de nacionalismo sea catalán, vasco o español. Durante más de 20 años ha investigado sobre los procesos de construcción nacional en el mundo hispánico y los usos políticos de las imágenes que fundamentaron ese relato en la difícil transición de imperio a nación. Desde Elegía criolla. Una reinterpretación de las guerras de independencia hispanoamericanas (Tusquets. 2010) a España imaginada. Historia de la invención de una nación (Galaxia Gutenberg. 2015) pasando por Repúblicas urbanas en una monarquía imperial. Imágenes de ciudades y orden político en la América virreinal (Crítica. 2018) o 3 de julio de 1898. El fin del imperio español (Taurus. 2020) el lector se encontrará con un enfoque profundo y original las claves de la historia contemporánea de España y una explicación cabal de las interminables controversias que, excitadas por el griterío de la clase política, atormentan a la sociedad española. De todo eso y de la polémica de la Conquista, las leyes de memoria, la España multinivel y las relaciones con América Latina conversamos a su paso por Madrid en esta cálida semana de diciembre en la redacción de THE OBJECTIVE.
P. El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, no invitó a España al bicentenario de la independencia de su país y unas palabras del Papa malinterpretadas por la derecha española generaron una gran polémica en los dos lados. ¿Cómo es posible que la gente se sienta tan agraviada por algo que ocurrió hace siglos?
R. No situaría al mismo nivel lo que ocurrió en México y en España porque allí fue una postura del Gobierno y aquí sólo la de un partido político. La importancia que se le dio a México fue mayor que en España. El por qué sucede esto es por el papel que la Conquista juega en el relato de nación de ambos países. En el caso de México toda su memoria colectiva, todo su relato sobre lo que México es gira en torno a ella, con dos versiones: una liberal progresista, la del Gobierno actual, en la que la Conquista aparece como la muerte de México y por tanto España no tiene nada que ver en la celebración de la independencia puesto que ésta fue la venganza de la Conquista. Mientras que para la versión conservadora, la Conquista es el origen de México. Y en el caso de España, en la mitología nacional no es tanto la conquista de México en sí, sino que fuimos una gran nación cuya misión histórica fue justamente la construcción del imperio. No olvidemos que la fiesta nacional española es el 12 de octubre, el día que Colón llegó a América. Son por tanto sucesos muy lejanos en el tiempo pero que tocan fibras muy sensibles del relato identitario de ambos países.
Un mes después la polémica volvió de nuevo con la fiesta del 12 de octubre, que para parte de la opinión pública española y mundial es la fecha de inicio de un genocidio. Parece que mexicanos y españoles están peleados con su historia.
Sin duda. Los mexicanos están peleados con su historia porque la Conquista produce una enorme fractura sobre lo que México es. En el caso de España, el problema es que el relato de nación español es políticamente incorrecto. ¿Por qué se elige como fiesta nacional un hecho ocurrido hace 500 años? Porque sería la culminación de lo que España había sido en el mundo, pero ese relato tiene problemas en el mundo posmoderno, lo cual posiblemente tenga que ver con nuestros problemas de articulación nacional. Es un relato basado en la idea de un mundo católico, de España como defensora de la fe y constructora de un imperio en un momento en el que toda la literatura poscolonial incide en la parte negativa de la explotación del hombre blanco…
Más tarde fue retirada la estatua de Cristóbal Colón del Paseo de la Reforma de Ciudad de México, pero en cambio se mantiene la de un conquistador tan sanguinario como Nuño de Guzmán en Guadalajara. Al tiempo hay estatuas de Moctezuma y Atahualpa en el Palacio Real de Madrid. ¿Por qué se quitan unas y otras no?
Lo de las estatuas no es un asunto menor. ¿Por qué el Gobierno de Ciudad de México decide quitar la de Colón? En un primer momento se dice que es para restaurarla y no se dice la verdad porque es un asunto polémico que ha generado mucho más escándalo en México que en España. Afecta a una forma de entender la historia de México articulada en torno a su herencia europea. Se ha quitado en un momento en el que se hace bandera del indigenismo. ¿Por qué no se quitan otras, como la de Nuño de Guzmán en Guadalajara? Porque el conflicto identitario en México tiene muchos componentes, de clase, ideológico, político, pero también geográfico. Al norte, en Jalisco, por ejemplo, el discurso europeísta es mucho más fuerte que el indigenista por la composición de la población. El sur de México y de la propia Ciudad de México es mucho más mestizo-indígena mientras que el México al norte de la capital es mucho más blanco-criollo como en Guadalajara, y desde luego a Nuño de Guzmán sí se le podría atribuir el calificativo de genocida, lo que sería imposible a Colón. En el caso de España el debate sobre las estatuas es más problemático. Hay una estatua del último emperador azteca y del último emperador inca en el Palacio Real de Madrid. Es obra de la monarquía del siglo XVIII, no es obra del Estado-nación español contemporáneo. ¿Por qué se decide cuando se construye el palacio hacer estatuas de los reyes de dos dinastías americanas y se les pone al mismo nivel que Don Pelayo, como padres fundadores de la nación, y no se dedica ninguna estatua a Abderramán III, por ejemplo? Tiene que ver con cómo la monarquía católica a lo largo de sus tres siglos de existencia mantiene una ficción narrativa en la cual los reinos americanos se integraron de manera legítima en la monarquía, no fueron territorios conquistados sino que hubo una cesión de soberanía de los dos grandes imperios, el azteca y el inca. Figuran por tanto como antepasados de la monarquía. Por otra parte, también es interesante que a nadie en España se le haya ocurrido dedicar un monumento a los que defendieron la unidad de la monarquía, a Abascal, Riaño, Calleja, o a cualquiera de los jefes militares de los ejércitos realistas en América. Y sin embargo, las plazas y jardines de Madrid están llenos de monumentos dedicados a los que consiguieron la independencia, a Iturbide, San Martín, Hidalgo…creo que esto tiene que ver también con una especie de herida narcisista del nacionalismo español. En el fondo, se piensa que aunque sean unos hijos de la chingada son de los nuestros, y tiene que ver con el sueño nunca realizado pero siempre presente en la política exterior española de que el mundo americano, aunque independiente, sigue formando parte de España.
Lo que dice entra en contradicción con la facilidad con que se ha adoptado la terminología anglosajona de imperio, colonias...
Eso que llamamos el imperio español, yo prefiero llamarlo monarquía católica porque no tiene nada que ver con los imperios coloniales de los siglos XIX y XX. Es cualitativamente distinto. Habría que definirlo como una monarquía compuesta, formada por la agregación de distintos reinos peninsulares pero también de los americanos. Es muy revelador que ninguno de los reyes de la monarquía católica utilice nunca el título de rey de España. Y no lo hace porque realmente no existe el reino de España, sino distintos reinos unidos a la figura del monarca, en teoría, todos iguales ante el monarca, en el sentido de que no existe una metrópoli española y unas colonias. El rey es propietario de sus reinos y es igual de propietario del reino de Castilla que de la Nueva España que del Señorío de Molina de Aragón. ¿Significaba eso que todos los reinos fuesen iguales? No, porque cada uno tenía sus leyes propias y eran desiguales ya por principio. Además, en una sociedad tan genealógica como era la del Antiguo Régimen la vieja España tenía la preeminencia porque era el solar origen de la monarquía. Cuando llamas a un territorio Nueva España o Nueva Granada los concibes como herederos porque ya existe un lugar originario, que se vincula al reino de Castilla. Es una forma de concepción de la monarquía para la que no sirven los conceptos importados de la historiografía anglosajona, de un imperio con una metrópoli y unas colonias.
Es chocante que la independencia de la América continental a partir de 1821 pasara desapercibida en España y que en cambio la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas en 1898 causaran una gran conmoción nacional. ¿A qué se debe?
Tiene que ver con el hecho de que los Estados-nación tal como los conocemos surgen a principios del siglo XIX y la gran diferencia es que los territorios continentales americanos los pierde el rey, incluso jurídicamente. Es curioso que ninguna de las declaraciones de independencia de América declare la independencia de España, sino del rey. ¿Qué ha pasado entre 1821 y 1824, cuando se acaban todas las independencias americanas, y 1898? Uno ve la prensa de los años 20 del siglo XIX en España, que ya la había porque después de Cádiz hubo una eclosión de periódicos, y las noticias sobre América son prácticamente inexistentes, y en cambio el 98 se convierte en el gran psicodrama colectivo de la historia de España, la catástrofe, la derrota. La razón es que quien pierde los territorios americanos continentales es el rey y a nadie le importa, pero quien pierde Cuba y las Filipinas es la nación española y por tanto hay un sentimiento de pérdida colectiva. Esto nos lleva al proceso de construcción del Estado-nación español que estaba siendo muy exitoso…
Y que la crisis del 98 interrumpe.
Claro. Porque sus intelectuales, los regeneracionistas y los de la generación del 14 llegan a la conclusión de que todo el siglo XIX español ha sido un fracaso y lo plantean además como un fracaso civilizatorio. Hay que tener en cuenta que España pierde las únicas verdaderas colonias que tuvo cuando los demás países europeos están construyendo sus imperios. Entonces cunde la sensación de que todo el fundamento sobre el que se ha construido el relato de nación a lo largo del siglo XIX ha sido erróneo. Frente a eso hay dos respuestas, las dos profundamente desnacionalizadoras: una, la que dice que la solución está en Europa, como Ortega. El país no tiene pasado y por lo tanto no tiene futuro, nuestra historia es un fracaso. Hablando un poco en broma, parece que para Ortega no tuvimos Ilustración ni Renacimiento y hasta llega a decir que nos tocaron los visigodos que eran los peores godos de todos; vamos que si sigue, acaba diciendo que no tuvimos ni neolítico. Y la otra es la de convertir al país en una especie de Tíbet europeo, aislándonos del mundo. Nos encerramos en la meseta de Castilla y que inventen ellos, etcétera. Son dos proyectos frustrantes.
Las consecuencias del 98 parecen aún presentes, pienso en el auge de los nacionalismos.
No se discute que exista una nación española antes del 98. Es entonces cuando los nacionalismos periféricos se convierten en movimientos políticos, en Cataluña, País Vasco y en menor medida en Galicia porque nadie quiere ser parte de una nación fracasada. Además hay implicaciones claramente económicas. En esos momentos los dos territorios más desarrollados son Cataluña y marginalmente el País Vasco, necesitan mercados y hay un Estado-nación que ha sido incapaz de conservar sus mercados exteriores. La alternativa es entonces que nosotros no somos españoles y vamos a construir una nación diferente y mejor. El supremacismo racial siempre está latente en el nacionalismo vasco y catalán.
Los intelectuales de la generación del 98, al margen de su calidad literaria, impusieron la idea de España como problema. ¿No pecaron de exceso de pesimismo cuando la situación económica no era tan mala?
Si uno hace un análisis del desarrollo español desde el siglo XIX hasta la dictadura de Primo de Rivera lo que tenemos es un proceso de crecimiento económico, cultural, social, que es equivalente a la de la Europa periférica, no hay mucha diferencia con otros países. Por tanto, sí diría, sin entrar en sus talentos literarios, que la generación del 98, los regeneracionistas y los del 14 han tenido un efecto nefasto porque crean esa idea de la excepcionalidad española. Hay un problema de España y convierten la derrota del 98 en una crisis existencial, lo cual es falso. Muchos países tuvieron esos problemas en esos años, la derrota de Francia frente a Alemania en 1870, la del imperio ruso frente a Japón en 1905, etcétera, y la nuestra ni tan siquiera es particularmente dramática. Pero para no echarles toda la culpa, hay que decir que también es cierto que la adecuación de los viejos imperios al nuevo mundo de los Estado-nación fue muy problemática en todas partes. Creo que a los historiadores se nos deberían pedir daños y perjuicios por instalar la idea de la decadencia de España. No existe tal. Fuimos un gran imperio, sí, pero que no tiene nada que ver con la España moderna. Cuando organizas toda la historia del país a través del concepto de decadencia y has sido un imperio esa tentación es muy grande. Le pasa a la Rusia de Putin, cuyo discurso en el fondo es decirle a los rusos que el fin de la Unión Soviética fue una tragedia. Si algo han hecho los historiadores de una generación anterior a lo mía, estoy pensando en Santos Juliá, Juan Pablo Fusi.., ha sido desmontar el mito de la excepcionalidad española. España es un país bastante normal en el conjunto de Europa. Sin embargo, a pesar de las investigaciones históricas que se han hecho demostrando que esa idea de fracaso es algo injustificado, sigue formando parte de la memoria colectiva de los españoles.
En España llevamos ya dos leyes de memoria en menos de 15 años, la llamada histórica de 2007 y la de ahora, apellidada democrática. ¿Cómo lo ve como historiador?
Memoria e historia son dos cosas radicalmente distintas. La historia intenta reconstruir el pasado a través de documentos y por tanto está sometido a criterios de falsación, es decir, uno tiene hipótesis y trata de demostrarlas. Y son ciertas hasta que se demuestre lo contrario como ocurre en cualquier otra ciencia. Por tanto, y sin querer tener el monopolio, que nos dejen la historia a los historiadores. Las leyes de memoria histórica española se refieren casi exclusivamente a pesar de su nombre a la II República, la guerra civil y el franquismo. Me gustaría llamar la atención en que el número de libros que se han escrito en España en los últimos 50 años sobre todo esto son tantísimos que nadie podría leerlos todos aunque tuviera cuatro vidas. No me digan entonces que se ha creado una especie de silencio sobre el pasado porque desde el punto de vista histórico no es verdad. En cuanto a la memoria, que los Estados hayan intentado controlar la memoria es algo que se produce ya en las primeras civilizaciones mesopotámicas o en el antiguo Egipto. Creo que cuanto más totalitario es un Estado más intenta controlar la memoria pública. Me parece un síntoma claro de salud democrática que el Estado no se ocupe demasiado de la memoria. Entre otras cosas porque ésta ni es homogénea ni tiene por qué serlo. ¿Qué derecho tengo yo a imponer a otros una memoria, que siempre es parcial, de una persona, de una familia, de un grupo político o social? Creo que la mejor ley de la memoria es la que no existe.
La llamada cultura de la cancelación está causando estragos en las universidades de Estados Unidos. ¿Siente también esa presión como académico que trabaja en México?
En Estados Unidos hay toda una corriente que viene de atrás y que ha ido ocupando cada vez mayor espacio a favor de una historia identitaria en la que determinados grupos aparecen como buenos y otros como malos. Lo peor que te puede pasar es que seas adscrito al grupo de los hombres blancos heterosexuales, porque en ese caso reúnes todos los prejuicios del mundo. Hasta ahora ha tenido menos éxito en las universidades europeas, pero yo trabajo en México y allí sí ha tenido una cierta incidencia porque la influencia de EE UU es mayor y porque se une con una vieja trayectoria autóctona de claro sesgo indigenista, que resulta paradójica porque la sociedad mexicana sigue siendo igual de racista que antes, pero en el discurso académico los indígenas representan la esencia de México y además son los buenos de la historia. La presión se ha ido acentuando, aunque aún no hemos llegado al extremo de que los proyectos de investigación pasen a ser fijados en función de criterios identitarios. Pero no lo descarto.
Desde hace tiempo la izquierda se devana los sesos para encontrar una fórmula mágica que defina a España sin que nadie se ofenda. De la nación de naciones hemos pasado a la última ocurrencia de la España multinivel.
Tiene que ver con un asunto de fondo: en esa especie de mancuerna que forman los términos de Estado y nación, que son el fundamento del orden internacional desde el siglo XIX, y que podríamos resumir en una idea absolutamente estúpida, pero que como tantas acaba siendo operativa: es la de que cada Estado debe tener su nación y cada nación su Estado, lo cual haría al mundo ingobernable porque primero no sabemos qué es una nación y segundo porque si utilizamos algunos de los criterios que los nacionalistas suelen utilizar, como por ejemplo, la existencia de una idioma propio, nos daría un número infinito de naciones y nos crearía un problema porque la homogeneidad lingüística es más una excepción que una regla. Lo normal en los espacios previos a la existencia de los Estado-nación contemporáneos es que convivan distintos idiomas en el mismo territorio y si ha dejado de ser lo habitual es porque los Estados han llevado a cabo auténticos genocidios culturales, han acabado imponiendo una lengua como lengua comunitaria. Un ejemplo muy obvio es que cuando en Francia nace el Estado-nación con la Revolución, más del 60% de los franceses no hablan francés. Cuando acaban los franceses hablando francés es cuando el Estado lo impone como idioma. El caso español nos plantea el hecho de que es un país que ha tenido un relativo éxito en la construcción del Estado, pero un relativo fracaso en el proceso de construcción de la nación. Tenemos un Estado, pese a los lamentos del 98 que se prolongan hasta ahora, relativamente eficiente, pero que ha fracasado entre comillas en el proceso de construcción de la nación. Me refiero a que hay un número significativo de españoles que no se sienten españoles o a los que el Estado no ha sido capaz de convencerles de que son españoles. Un número que no ha ido disminuyendo con el paso del tiempo sino aumentando. Son más ahora que a finales del siglo XIX.
Quizá tenga algo que ver que desde la Transición hay pocas historias de España y en cambio han proliferado las historias nacionales e incluso de las autonomías.
La generación que hizo la Transición, me refiero al conjunto de la sociedad española, no solo a las elites políticas, estaba muy preocupada por la recuperación de la libertad y de la democracia y dedicó todos sus esfuerzos a ese proceso de articulación de un Estado democrático y creo que tuvo éxito. Hicieron un buen trabajo. Pero nunca les preocupó la construcción de la nación, lo que es llamativo. Por dos motivos que parecen contradictorios pero que al final acabaron aunándose. Uno, porque por un lado daban por supuesto que existía España, estaban tan convencidos de que España era una realidad que no había ni que discutirlo. Por otro, porque existía, sobre todo en la izquierda, mala conciencia hacia el nacionalismo español porque la nación española acabó asociada a Franco. Se produjo una situación en la que todo nacionalismo era bueno menos el español. De forma que si uno hablaba de Don Pelayo era reaccionario, pero si hablaba de Wifredo el Piloso, de Cataluña, era progresista. Y sinceramente no creo que ninguno de los dos fuera muy demócrata. Eso lleva a un proceso, desde un punto de vista histórico, curioso. Durante la construcción de la nación hubo un género que fue hegemónico como fueron las historias generales de España, como la de Modesto Lafuente en el siglo XIX o la de Menéndez Pidal después. Todos los avatares que sufre la península ibérica es una historia en la que la protagonista es la nación española. Esas grandes historias han dejado de existir, pero en cambio se han escrito decenas de historias nacionales de cada una de las comunidades autónomas. Lo fascinante no es que se escriba la gran historia de Cataluña, es que también se escribe la historia de Castilla-La Mancha. Un ejemplo real es por ejemplo el libro Castilla-La Mancha en el siglo IX. ¿Cómo? Asturias, Cantabria, etcétera, se han hecho sus propias historias nacionales porque los Gobiernos autónomos han querido construir su propia legitimidad. En Cantabria, por ejemplo, y lo digo porque soy cántabro, durante la Transición buena parte de la gente se sentía parte de Castilla, 40 años después se dice que no tenemos nada que ver con Castilla, que los pintores de Altamira eran ya cántabros y hasta que los bisontes también eran cántabros. Las universidades locales han tenido presupuesto para hacer investigaciones de forma que uno ya no estudia la burguesía castellana a finales de la Edad Media en los puertos del Cantábrico sino que ahora se trata de la burguesía cántabra a finales de la Edad Media.
Desde México, ¿cómo ve las actuales relaciones entre España y América Latina?
Creo que las relaciones entre España y América están empapadas de retórica y de poca realidad, son profundamente disimétricas. Lo que sabe cualquier mexicano, argentino o peruano de España es mucho más de lo que sabe cualquier ciudadano medio español de esos países. Es algo pernicioso. Tengo la impresión de que para los españoles América no existe y si se habla de América en España es solo retórica. Es dramático porque en un mundo globalizado que España ignore la existencia de la América española es profundamente nociva para el desarrollo del país porque el idioma es una realidad cultural y también económica, una parte importante de los beneficios de las empresas españolas se obtiene en América Latina y otra parte importante de los inmigrantes que vienen a España proceden de allí. Todo nos empujaría a una relación cercana e intensa con América Latina, pero la realidad es que ha dejado de estar presente en la vida cotidiana de los españoles y, lo que me parece más preocupante, también en la política española. Había más preocupación por América Latina con Felipe Gonzalez y Aznar que ahora. Mi impresión viviendo en México es que España está cada vez más ausente del escenario político latinoamericano.