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30 años del fin de Parchís: fama y discográficas con los escrúpulos justos

¿Fueron los miembros de Parchís juguetes rotos a quienes les robaron su infancia?

30 años del fin de Parchís: fama y discográficas con los escrúpulos justos

La historia de aquel fenómeno social llamado Parchís —nacido tras la estela de Enrique y Ana— comenzó hace algo más de cuatro décadas, con un anuncio publicado en varios periódicos catalanes por la compañía discográfica Discos Belter, en horas bajas a finales de los setenta. «Discos Belter da la oportunidad a niños de 8 a 12 años que canten bien y tengan buen sentido del ritmo, para la formación de un conjunto infantil y grabar discos (…)», rezaba el texto. Poco después, la discográfica tenía ya seleccionados —a través de distintas vías— a Tino, Yolanda, Gemma, David y Óscar, los cinco componentes originales de aquel experimento en forma de grupo musical.

La idea original era cortoplacista. Discos Belter pensó en lanzar un doble disco de presentación, adaptando un buen puñado de éxitos populares, de cara a las fechas navideñas de 1979 y hacer caja. Sin más. «Las canciones no me importaban o si les doblaban en el estudio. Me importaba venderles a ellos, su manera de moverse», señalaría Ignacio Janer, director de Discos Belter, en Parchís. El documental, dirigido por Daniel Arasanz y disponible en Netflix.

La cosa es que la casa de discos empezó a promocionar aquel álbum y logró que Parchís apareciese en octubre de ese mismo año en el popular programa de TVE Aplauso. A partir de ahí, el quinteto empezó a aparecer con asiduidad en televisión y a sonar en las principales emisoras de radio de la época. A golpe de talonario, eso sí. «Yo hacía cheques de diez mil, quince mil y veinte mil [pesetas], y se repartían a diferentes personas para que pusieran nuestros discos. Así circulaban el dinero y los regalos; abrigos de visón, Rolex de oro, [incluso] cheques de un millón de pesetas a algún presentador de televisión», recordaba en el mismo documental el entonces jefe de ventas de Discos Belter Salvador Fenollar.

Ese primer disco se empezó a vender como rosquillas y, en cuestión de unos meses, la cosa se les fue a todos de las manos. A finales de 1980 —y con varios discos editados ya en España—, el quinteto estrenó su primera película, La guerra de los niños y los niños se convirtieron en la particular gallina de los huevos de oro de la discográfica. 

La fama del grupo llegó rápidamente al otro lado del charco. La discográfica logró convencer a los padres de los niños para que les dejasen realizar una gira por América Latina, donde entonces la música infantil se había convertido en un exitoso modelo de negocio. Allí, en países como Argentina o México, los chicos llenaron estadios y encararon maratonianas jornadas de trabajo —en un mismo día podían rodar una película por la mañana y realizar dos actuaciones por la tarde—, tuvieron sus primeras experiencias amorosas —alguno de ellos, incluso, reconoce que ligaba más con las madres de sus fans que con las niñas que acudían a verle actuar— y vivieron a todo lujo —alojándose en los mejores hoteles y llegando a moverse en coches blindados y con escolta—.

Los responsables de la discográfica solían agasajar a los niños con regalos y caprichos para que estuvieran contentos. Y durante esas giras —que podían durar varios meses— los niños hicieron (prácticamente) lo que les dio la gana, ya que la falta de supervisión adulta era asombrosa. «Nosotros hacíamos una llamada, una vez a la semana, a cobro revertido. Y ese padre llamaba a todos los demás», cuenta en el citado documental Yolanda Ventura —ficha amarilla—, que hoy día vive y trabaja como actriz en México. Sin embargo, cuando la cosa empezó a desmadrarse demasiado, la compañía contrató a Joaquín Oristrell, tío de Yolanda, para que ejerciera de tutor de los niños en esas giras en el extranjero.

La mayoría de los padres se mostraban bastante permisivos con todo aquello que solicitaba la casa de discos, y desconocían realmente las verdaderas condiciones en las que trabajaban sus hijos, la clase de antros en los que actuaban de vez en cuando y las fiestas con gente turbia en las que participaron en alguna que otra ocasión. Pero la madre de Óscar —ficha azul—, Victoria Cañadas, quiso vivir in situ alguna de aquellas giras y empezó a tener la mosca detrás de la oreja. «Yo con los [demás] padres tuve buena relación, pero cada vez que venía de viaje les decía lo que había. Lo que había era que los niños no cobraban, que estaban explotados y tal», recuerda en Parchís Cañadas, que acabó sacando a su hijo del grupo, pese a las presiones del sello —Óscar fue entonces reemplazado por Frank Díaz—.

Algunos de los padres del resto de los niños empezaron a preocuparse, pero no movieron ficha. ¿Actuaron de forma tremendamente negligente esos padres, permitiendo que sus hijos —menores de edad— viajaran solos por el mundo y fuesen explotados siendo tan pequeños? Sería fácil pensar que sí, sobre todo si se tienen en cuenta los patrones actuales. Pero también conviene detenerse a pensar que aquellos progenitores desconocían por completo el funcionamiento del negocio artístico. Pecaban de ingenuos y, movidos quizás por la avaricia, vivían bastante ilusionados con las continuas promesas por parte de la discográfica. A fin de cuentas, veían que sus hijos disfrutaban bastante —y además ganaban dinero— con lo que estaban haciendo. Por otro lado, y con los escrúpulos justos, Discos Belter se encargó en aquella época de ir hablando con todos y cada uno de aquellos padres —por separado siempre, eso sí— para manipularles hábilmente y convencerles de que sus hijos estaban perfectamente y que lo mejor estaba aún por venir.

La cosa cambiaría para todos ellos poco después. Cuando Tino Fernández —ficha roja— cumplió dieciséis años, la discográfica le convenció para que abandonara el grupo y emprendiera una carrera en solitario —a espaldas de sus compañeros—, lo que supuso el principio del fin para Parchís —el resto de los chavales dejaron de hablarle entonces, y no volvieron a reconciliarse con él hasta que, años después, Tino sufrió un grave accidente de tráfico que le hizo perder el brazo izquierdo—.

Poco después del sonado abandono, y con una oferta sobre la mesa para que el grupo diera el salto a Estados Unidos de la mano de Disney, Discos Belter presentó suspensión de pagos y cerró, abandonando a su suerte al grupo. Parchís siguió grabando álbumes y actuando en distintos lugares, pero sus miembros se fueron haciendo mayores y el desgaste físico y emocional empezó a hacerles mella. De hecho, ya nunca recuperaron el éxito de su primera etapa, y David acabaría abandonando el quinteto poco después también.

Para entonces, Parchís había grabado un total de veinte discos y rodado siete películas. Es obvio que, durante poco más de un lustro, se convirtieron en un negocio tremendamente lucrativo, del cual las familias apenas vieron beneficios. ¿Dónde está entonces todo el dinero generado con las giras, la venta de esos catorce millones de discos y la distribución de las películas rodadas? La respuesta sigue siendo un misterio, pero los artistas no se chupan el dedo. «Nuestro representante legal se quedó con 600 millones de pesetas de la discográfica, y la discográfica nos robó a nosotros», aseguraría en su día Frank Díaz —la última ficha azul—. Sea como fuere, Parchís sigue facturando anualmente alrededor de setenta mil euros. Lo más gracioso es que, aunque sus ex miembros pelearon durante años por cobrar derechos de autor, nunca llegaron a lograrlo —parece ser que todo cuanto han logrado es que cada uno de ellos perciba la simbólica cantidad de 700 euros al año—.  

Tras su disolución definitiva, a principios de 1992, cada uno de los jóvenes emprendió su propio camino —la mayoría fuera del medio artístico—. Con el paso de los años, muchos consideraron a los miembros de Parchís juguetes rotos a quienes les robaron su infancia. Pero, dejando a un lado las sombras, los ex componentes de la banda no reniegan de su pasado y prefieren quedarse con las buenas experiencias de su atípica infancia y de unos años en los que tocaron el cielo con los dedos. Eso no impide que alguno llegara a confesar que tuvo que acudir al psicólogo después de que el grupo se separase, para digerir todo lo vivido y asimilar su reincorporación a una vida que le era desconocida hasta ese momento. Porque hay cosas que ni el dinero ni la fama pueden comprar. Y nadie dijo que fuese fácil sobrevivir a Parchís.

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