Cruz Morcillo relata la crónica de sangre de una casa en Majadahonda
La periodista y escritora Cruz Morcillo disecciona en ‘La hermandad del mal’ el caso de Bruno Hernández Vega, que fue apodado el «descuartizador de Majadahonda»
Una casa en Majadahonda. Dos mujeres desaparecidas. Una picadora industrial de carne. La mera enumeración de los elementos que componen el esqueleto del caso ya pone los pelos de punta. Bruno Hernández Vega asesinó a su tía Liria Hernández en 2010, una mujer solitaria, aislada de su familia, que acababa de vivir la tragedia del suicidio de su hijo. Años más tarde aparece Adriana Gioiosa, una mujer que ha venido desde Argentina y cuyo vínculo con la primera víctima será únicamente haber compartido techo con Bruno, que le alquila una habitación en aquella casa de los horrores. Adriana es asesinada en 2015. La Policía sabrá que Bruno Hernández hizo desaparecer los cuerpos con una picadora de carne industrial.
Pocos libros son capaces de dar con tanta maestría con las verdaderas claves de un caso, más allá de titulares periodísticos o sumarios judiciales. Muy pocos son capaces de explicar al lector la difícil trama familiar que existe a veces entre víctimas y victimarios, o cuáles fueron los verdaderos detalles que el asesino pasó por alto y que desencadenaron los errores —a veces más evidentes, a veces imperceptibles— que finalmente propician su detención. En La hermandad del mal (Editorial Alrevés), por si no fuera suficiente, se aborda además una cuestión mucho más compleja, de infinitas derivadas humanas y sociales, como es el caso de la enfermedad mental y, en particular, de aquellos casos donde los enfermos son internados en las cárceles, «auténticos cajones de sastre donde las personas con enfermedades mentales conviven con internos que tienen patologías duales provocadas por las drogas o el alcohol y con personas con retraso mental que jamás deberían de haber pisado una cárcel», según comenta la propia autora en el libro.
Cruz Morcillo nos responde sin pelos en la lengua: «El motivo por el que elegí este caso fue precisamente el tema de la enfermedad mental. Considero que no es justo ni adecuado que el lugar donde se encuentre Bruno en estos momentos sea un centro penitenciario. En el libro quedan recogidos todos los ingresos y todas las testificales de los psiquiatras, y se ve perfectamente que Bruno no finge la enfermedad. Bruno no es un psicópata».
En el caso concreto de Bruno Hernández Vega se dan las peores circunstancias para un enfermo aquejado de esquizofrenia paranoide. En primer lugar, Bruno no reconoce la enfermedad pese a sus seis ingresos hospitalarios, se niega a tomar la medicación, su familia está muy desestructurada y nadie se hace cargo de él. Por si ello fuera poco, se le otorga cierto poder de intermediación entre los Hernández, que están muy mal avenidos entre sí. Un panorama devastador que nos hace preguntarnos cómo fue posible que le dieran el alta después de cada ingreso hospitalario, que nos hace pensar en el papel de las instituciones y en las carencias que muchas veces encuentran las familias cuando viven de cerca este problema.
«Si tienes un cáncer la gente se compadece de ti. Si tienes una enfermedad mental, la gente te da de lado»
Vulnerable no es solo quien no tiene para comer, o quien está en la mendicidad. «Si tienes un cáncer la gente se compadece de ti. Si tienes una enfermedad mental, la gente te da de lado», nos comenta Cruz Morcillo. «Hay muchas madres de ochenta años que viven con hijos con estos problemas sin el apoyo necesario, tirando ellas solas del carro».
Pero, a la vez, la autora no pierde de vista a las víctimas en ningún momento, a quienes dedica el libro, tal y como ya hizo con su anterior trabajo El crimen de Asunta. Liria Hernández, tía de Bruno Hernández Vega y dueña de la casa que fue el escenario de los crímenes, fue una mujer de la que nadie se preguntó nada cuando llevaba muchos años sin dar señales de vida. «El desapego entre los Hernández es tremendo», nos dice Cruz Morcillo. Liria tenía siete hermanos, y de los siete hermanos ninguno de ellos se interesa por ella durante los años que está desaparecida hasta su asesinato en 2010.
Por otra parte, Adriana Gioiosa, la segunda y última víctima, llegó a España en 2002, procedente de Argentina. Una mujer luchadora, que tuvo que enfrentarse al desarraigo de no vivir en su país y que sufrió los efectos de la crisis de 2008. Después de trabajar durante años como administrativa y conseguir un contrato indefinido, quedó en paro tras un ERE que realizaron en su empresa. Logró reponerse y encontró trabajo en un Burger King en la época en que se mudó a la casa que alquilaba Bruno por habitaciones. Fue asesinada en 2015. «Si Adriana no hubiera tenido una fuerte raíz familiar en Argentina y su hermano no hubiera venido desde allí, removiendo Roma con Santiago; si su familia no hubiera estado muy unida, el caso no se habría logrado solucionar», nos comenta la autora. Liria y Adriana son la cara y la cruz de las, tantas veces, complejísimas relaciones familiares. «Este fuerte contraste es una de las razones que hacen a este caso tan poco frecuente».
«El fuerte contraste entre las víctimas es una de las razones que hacen a este caso tan poco frecuente»
El engaño en el que cae Bruno Hernández Vega es su creencia de una Adriana sola en el mundo y que no tiene ningún arraigo porque vino desde Argentina hacía ya 13 años. Pero Adriana tiene un fuerte respaldo familiar. Es ahí donde Bruno comienza a cometer errores y cuando manda los mensajes de Whatsapp desde el móvil de la víctima a sus amigos y familiares. Esto le trastoca todo. Por eso hace el viaje a Barcelona, en un intento desesperado por esconder su crimen, y manda desde allí los mensajes para que la gente crea que sigue viva. «Nadie reconoce en esos mensajes las palabras y la forma de hablar de Adriana. Ese es el principio del fin», comenta la autora.
Uno de los momentos de mayor tensión del libro es la entrevista que mantiene la autora con Bruno Hernández Vega. Cara a cara, sin bolígrafos ni bloc de notas de por medio —Cruz no tenia permitido visitarlo en calidad de periodista en el tórrido verano de este año que acaba—, la autora nos hace una descripción de lo que ella denomina «la entrevista más extraña de su vida».
«Viste una sudadera negra de Quicksilver con las mangas blancas sin molestarle en apariencia los casi cuarenta grados que lo envuelven. Cubre el auricular del teléfono con una servilleta para no rozarlo. Está serio. Me impresionan sus grandes ojos verdes que no había distinguido en las fotos. El hombre que se sienta frente a mí, al otro lado del cristal del locutorio, ha matado a dos mujeres. Es más difícil desprenderse de la idea recurrente de que está enfermo. Si me lo cruzara por la calle, no detectaría ni lo uno ni lo otro».
Estas son las primeras palabras del capítulo que Cruz Morcillo dedica a su entrevista cara a cara con Bruno Hernández Vega. «Lo recreé en el libro como lo viví en ese momento», nos comenta. «Mi objetivo era confirmar o descartar con mis propios ojos lo que llevaba tanto tiempo trabajando en el libro. La eterna pregunta. ¿Los psiquiatras se equivocan? ¿Hay enfermedad o lo ha estado fingiendo todo el tiempo?».
Bruno Hernández Vega piensa que forma parte de una organización, la Hermandad de la ER. Por eso está obsesionado con todas las palabras que incluyen «er». «Cuerpo, cerebro, hemeroteca, container, vender, internet, herencia, eterno, universidad…». En el fragmento dedicado a su quinto ingreso hospitalario, Bruno afirmaba lo siguiente: «Todas las personas tenemos un código nacional, si añadimos la sílaba ER nos convertimos en superpersona». Bruno también tenía planes para evitar que la humanidad envejeciera, planes para conseguir la vida eterna, y se consideraba a sí mismo como un pionero de la gerontología y de la nanotecnología, expresándose en una mezcla inteligible de español, inglés y alemán.
Cruz Morcillo comenta que una de las cosas que más le impactó durante su entrevista cara a cara es que «Bruno me dijo que no quería tomar la medicación en la cárcel. Me dijo que prefería incluso que lo tuvieran en aislamiento si con ello evitaba tener que tomar sus pastillas».