El mus: honor, compañerismo y tradición
Nuestro mundo es cada vez más póquer y menos mus, porque prima lo individual, porque dura más el que más tiene y porque se persigue el lucro compulsivamente
Ayer, durante mi partida de los martes, pensé que ojalá nuestro mundo se pareciese más al mus. En primer lugar porque en el mus, y cualquiera que juegue lo sabe, la tradición es fundamental. Uno no puede cortar hacia el lado contrario del que debe, ni dejar el mazo a su izquierda después de repartir, ni hablar durante la primera ronda. Así, el que se siente innovador o subversivo se ve obligado a serlo sólo en sus jugadas o estrategias, pero no puede alterar las normas por mucho que se le ocurra alguna mejor o más práctica. De ese modo, claro, se impide que el juego se malogre y se garantiza el respeto a la tradición, al legado de aquellos que nos precedieron y que ya envidaban a pares mucho antes de que mi abuelo —un jugador excelente, por cierto— supiera qué es un amarraco.
Pero el mus, en tanto que juego popular, no es centralista, no tiene una federación que redacte las normas, de modo que éstas admiten variaciones en función del lugar en el que se juegue. Los navarros, por ejemplo, juegan con cuatro reyes y cuatro pitos y no pueden mentir de palabra, mientras que nosotros convertimos los treses en reyes, los doses en ases y mentimos como bellacos. Eso no quiere decir que las normas cambien a placer: el único modo de que un navarro diga que tiene dos caballos cuando no los tiene es que juegue en, qué sé yo, Arenas de san Pedro. Y a veces ni con esas.
Por otro lado, el mus se cimienta en dos virtudes que son casi ininteligibles en nuestro mundo: el honor y el compañerismo. No es costumbre apostar dinero, como sí lo es en el póquer, porque hacerlo lo ensuciaría. Como mucho —esto hacemos mis amigos y yo— puede acordarse de antemano que los perdedores paguen el vino, pero ninguno piensa en eso cuando ve a los rivales en cabeza. La motivación para ganar es, en realidad, la propia victoria. Además, como expresando su oposición a ese individualismo tan de nuestro tiempo, en el mus siempre ganan dos y pierden dos, pues lo que un miembro de la pareja diga o haga vale también para el otro. Mis cartas son mías, sí, pero también de mi compañero, de modo que yo puedo ganar con las suyas y él, a su vez, perder con las mías. En consecuencia, salvo en la primera ronda o en situaciones excepcionales, uno jamás decide qué hacer sin antes consultarlo con su pareja.
Con todo, y para mi desgracia, nuestro mundo es cada vez más póquer y menos mus. Porque prima lo individual, porque dura más el que más tiene y porque se persigue el lucro compulsivamente. Bueno, y porque todo se dice en inglés: eso es lo que más me jode.