Así fueron los cinco inviernos de Olga Merino en la Rusia de Boris Yeltsin
Olga Merino fue corresponsal durante una década en Moscú. Hoy, siendo una asentada escritora, relata los años más duros del derrumbe soviético en su nuevo libro ‘Cinco inviernos’
Le comento a la periodista Olga Merino que mi madre estudió ruso porque la Unión Soviética a finales de los 70 parecía una potencia, a lo que ella me acota: «Ya, todos lo pensábamos». No es extrañar que a principios de los 90, luego de hacer una maestría sobre Historia y Literatura Latinoamericana en Londres, a la corresponsal de El Periódico de Cataluña no la enviaran a donde quería, Latinoamérica, sino a aquella potencia que todos pensaban que sería y ahora estaba en el peor de los momentos: la Rusia post soviética.
«En octubre del año 92 me dicen que la corresponsalía de Moscú se queda vacante, que si voy a ir y que tengo una semana para decidirlo y entonces me digo, ¿qué hago?». Así confirma Merino el comienzo de una odisea por ese cambio de paradigma que era un país: Rusia. A principios de los noventa, ya no es la Unión Soviética, es la Rusia post Gorbachov, la Rusia de Yeltsin: un caldo de cultivo noticioso perfecto para una joven periodista que quería entrar en la rueda de las corresponsalías, pero muy alejada de sus fantasías personales, la exploración del tren latinoamericano.
«Yo era muy joven y quería vivir. También era bastante inconsciente porque, ya te digo, no sabía nada de ruso, pero cuando eres joven dices ‘va, pa lante’, pero, al mismo tiempo, vivir esos años en Rusia me regaló una experiencia vital y personal tremenda» afirma la periodista. Cinco inviernos es esa experiencia traducida a las páginas de un libro. Más que un memoir político es una narración sobre el crecimiento personal de una corresponsal, al vivir el declive social, económico y político de una potencia comunista, un libro que le regala al lector la posibilidad de entender que no todo imperio, sea de la ideología que sea, muchas veces, tiene buenas bases.
«Durante esos años como corresponsal conocí lo que es la muerte, lo que es la violencia, lo que es el sinsentido, el caos absoluto y luego, además, fui testigo privilegiado de cómo se derrumba un imperio. Era la Unión Soviética esa que había mirado de tú a tú a Estados Unidos, los que colocaron a Yuri Gagarin en la órbita terrestre. Pues resultó que no, que era un mero escaparate», afirma Merino.
La corresponsalía en Moscú le dio a la periodista perspectiva. Entendió cómo el escaparate soviético se desmoronaba al ver las necesidades que afectaban a las personas de a pie, a sus colegas de trabajo, sus traductores, el ruso como gentilicio. «Yo he visto en Moscú a gente normal, vestidos como tú y yo, rebuscando en pilas de fruta podrida, a ver si sacaban, al lado del mercado, una manzana medio medio para comer. Vi mucho sufrimiento», afirma. Ese sufrimiento que relata Merino devino de las políticas duras en la época de Boris Yeltsin donde «de repente a la gente, de la noche a la mañana le dijeron: ‘el país donde vivías ya no existe. Todo lo que te han contado era una patraña, estabais equivocados y ahora buscaros la vida'».
Para la autora esto fue un golpe duro para la sociedad y ella lo relata continuamente en sus memorias: desde no tener agujas para las extracciones de sangre y cortarte la punta del dedo para extraer o, el alcoholismo brutal para soportar la vida dentro el sistema económico impuesto, hasta los chistes sobre los vouchers, esa nueva forma de privatización al estilo occidental.
Sobre este último punto es que la autora confirma que no todas las reformas que se aplican en Occidente puede garantizar, por igual, su funcionamiento en estados fallidos. «Se creyó ingenuamente que la aplicación de recetas, que a lo mejor valían en el mundo occidental, servían para reactivar las economías de países pobres, como quitar los subsidios a la industria, la agricultura, la liberalización de precios, que eso iba a funcionar, pero la Unión Soviética era otra cosa. Se ejercitaron, además, todos los hilos que funcionaban entre Moscú y Ucrania o Moscú y el Asia Central. Todo se cortó y búsquense la vida. La terapia de choque fue realmente sobre esas páginas de la historia donde las víctimas colaterales quedan atrás y eso no se cuenta» afirma Merino.
Es allí donde reside la narración de Cinco inviernos, en ver cómo sucedían esos daños colaterales a las personas que conocía, en cómo reinaba la deshumanización porque, «en situaciones tan límite, la compasión no es lo que nos hace humanos». Sin embargo, ella, no solo como corresponsal sino como ciudadana que había decidido apegarse a esos años rusos, vivía lo que se le permitía vivir en presente, a pesar de ser una persona privilegiada que se podría haber regresado a España en el primer invierno.
Y no se regresó, al contrario, otra de las experiencias vividas por la autora fue descubrir los puntos de concomitancia, aún siendo muy diferentes, que podían tener España y Rusia. Lo primero que cree haber encontrado fue la existencia de un romanticismo en ambos países: «no hay nada más romántico que una revolución» afirma o, la creencia de: «vamos a construir el paraíso del proletariado en la tierra» y, entonces, después de la risa de la autora, afirma que el Quijote también es otro encuentro de unión, un personaje «que podía ser perfectamente ruso en su idealismo».
De Yeltsin en los 90 al Putin actual
Para Olga Merino el fenómeno Putin no se explicaría sin la humillación del derrumbe soviético y las políticas de choque en la economía de Boris Yeltsin. «Yo creo que Occidente se apresuró y, no estoy justificando a Putin, yo no puedo justificar a un dictador de ninguna de las maneras, pero es cierto que se corrió a ampliar la OTAN hacia el Este. Entonces claro, si lo miramos desde el punto de vista de los rusos, le están colocando los misiles en Ucrania, al lado, en un país realmente escindido, con una mitad absolutamente nacionalista ucraniana y otra mitad absolutamente rusa. No puedo justificar con esto la invasión de Crimea ni muchísimo menos, pero a lo mejor se pudo articular de otra manera, sea si la OTAN fue creada en contraposición al Pacto de Varsovia y ese Pacto de Varsovia ya no existe».
A partir de estas reflexiones Merino desarrolla la pregunta sobre «el por qué no se pensó en reestructurar la OTAN», y así sopesar las construcciones culturales donde siempre se ha tratado a Rusia como el enemigo, cuando es un «país híbrido y peculiar» que no termina de ser «ni Europa ni Asia» pero que, siendo tan grandes en territorio, y por todo lo que representaron, siguen teniendo una visión marcadamente imperial. «Es como Estados Unidos con esa vocación imperial y es en parte el fenómeno Putin, que se explica porque les ha devuelto a los rusos cierta autoestima». Es a partir de esa nostalgia del imperio que la autora también ratifica que, entendiendo los sucesos actuales, cree que «no habrá una guerra en Europa».
Cinco inviernos para redescubrirse a sí misma
Encontrarse con estos diarios, con estas libretas rusas guardadas en un cajón, no eran solo por los treinta años de la caída de la Unión Soviética, eran la forma para Olga Merino de entender su reinvención y crecimiento como persona y como mujer.
Muchos de los pasajes de este memoir cuentan su construcción como mujer periodista en los años 90, qué se debía ser, qué cercenar y qué no. «Había un dicho en aquella época en Rusia que decía que había tres peculiaridades que imposibilitaban la vida en Rusia: la primera era ser vegetariano, porque es verdad, durante el invierno hay muy poca verdura y frutas, vives a pura carne y papas. La segunda, ser abstemio; porque allí bueno, el vodka tira, beben y beben y, tercero, el ser mujer, porque es una sociedad muy dura y violenta, todo está muy masculinizado», afirma. Fue por ello, por ir en contra de ese dicho que aguantó en la Rusia del derrumbe soviético, porque no quería que se dijera que ella no había aguantado por ser mujer.
Aunque Olga Merino vivía vicisitudes propias de un ruso de a pie, como no conseguir quién le reparara el grifo, que no te encendiera el coche o no saber dónde conseguir hacer una copia de llaves, su sueldo de corresponsal le facilitaba otras cosas muy propias de ser mujer como «simplemente», pagar más algodón en dólares para poder inventarse unas compresas, para luego caminar tranquila y comprarse un buen queso francés.
En esa lucha por no irse en medio de la precariedad social y económica de un país, también surgió su amor por el ruso y su literatura, además de forjarse la disciplina que la hacen hoy ser escritora que es.
Con el ruso, Merino afirma que fue todo un descubrimiento: «¡Qué maravilla de idioma! Le planté cara, pero bueno, ganó él por K.O. Hice lo que pude y tengo un ruso apache con el que me defiendo para vivir». La escritora comenta que su aprendizaje se dio como un fenómeno inverso al que suele suceder con el aprendizaje de idiomas porque, normalmente, los idiomas los aprendes a base de gramática y lectura. Ella era al revés. «Yo iba a una tienda y una tipa me decía ‘oye’, tú lo oías, sabías lo que significaba, pero luego no lo sabías escribir. O sea, aprendí el idioma al revés y eso es maravilloso», afirma entre risas.
Ese amor por el idioma forjó también su amor por la literatura rusa. «Yo no tenía especial conocimiento ni querencia por los rusos, solo había leído Dostoievski. Y de repente digo bueno, vamos a ver de qué va esto y empiezo a descubrir Mijaíl Bulgákov, la policía rusa, los Mandelstam«. Allí fue su deslumbramiento al entender la aventura de los personajes en las novelas y en la propia historia rusa donde todo se vive a través de capas de sufrimiento y empeño. «Es todo épico y heroico».
Quizás esa gesta heroica se impone, lo quiera la autora o no, en Cinco inviernos, ya que por ser un diario íntimo, Olga Merino se expone como los rusos, muestra vulnerabilidades e idealismos, sus «cuitas amorosas e inseguridades» con el difícil arte de la creación literaria. «Cuando lees a Bulgákov, a Dostoievski o a Proust dices, bueno, saben qué, me rindo. Cuando te impones una cumbre tan alta, te paraliza, pero llega un punto que la misma vida lo coloca todo en su sitio. Cuando has hecho tantas renuncias, no quiero venderme como algo heroico pero a mí me ha costado mucho reconocerme como escritora a pesar de tener una vocación atroz», afirma Merino.
Además, dentro de esa épica por no irse de Rusia y escribir este libro, cree que terminó entendiéndose como mujer al darse cuenta que vivió el feminismo como una forma de igualdad falsa que la llevó a masculinizarse en su momento, al estar 24 horas al día disponible como periodista y tener la creencia que, como escritora o periodista, era impensable ser madre, cambiando así su perspectiva de lo que es ser Olga Merino: «Yo creo que este libro no me habría atrevido a publicarlo si no hubiera habido esa reconciliación conmigo misma».