Alberto Olmos: «En la esencia de la escritura hay un conflicto entre el individuo y la sociedad»
«Me sorprende que aún me publiquen libros, porque yo he hecho todo lo posible para que me echaran del mundo editorial»
Hablamos con Alberto Olmos (Segovia, 1975), escritor, crítico literario y columnista. Ha publicado nueve novelas, la primera de las cuales, A bordo del naufragio, fue finalista del Premio Herralde en 1998, año en que ganó Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. Esto, pese a lo que dicen por ahí, no le causó el más mínimo trauma; su misantropía y su rechazo hacia el mundillo literario tienen orígenes más remotos y menos evidentes. Recientemente ha publicado una antología de sus artículos, Cuando el Vips era la mejor librería de la ciudad (Círculo de Tiza, 2020), una biografía de Jan Morris (Zut, 2021) y el ensayo Vidas baratas: elogio de lo cutre (Harper Collins, 2021).
PREGUNTA. Alberto, ¿siempre has sido tan tímido?
RESPUESTA. No sé de dónde me viene. Si me autoanalizo, probablemente viene del cambio de niño a adolescente. Yo creo que ahí fue cuando me retraje. Fui un niño normal, incluso alegre. Pero al llegar a ese momento tan crítico de la adolescencia me metí muy para adentro. Y venir de un pueblo a Madrid, la gran ciudad, con dieciocho años, también tiene su impacto.
P. Porque tú llegaste a Madrid para empezar la carrera de periodismo.
R. La sensación es común y conocida. En el documental de Georgina, ella comenta que llegó a Madrid, a Avenida de América, perdidísima. Es un sentimiento compartido entre los que venimos del pueblo, del campo o de la ciudad pequeña. Solo el hecho de no saber cómo funciona el metro, que es una cosa de una simpleza tremenda… Pero tú estás ahí plantado, con tus dieciocho años y no acabas de entender por dónde vienen los trenes. Es un punto de arranque en el que te sientes estúpido, incapaz. Además es cierto que en las grandes urbes, comparadas con los pueblos, la gente va a toda velocidad, a lo suyo.
P. ¿Pero no hay algo liberador en que todo el mundo vaya a lo suyo?
R. A mí me encanta. Cuando se habla de temas identitarios, yo me siento de Madrid. No tengo ningún nacionalismo castellanoleonés, ningún apego a Segovia. Para mí, volver a Segovia, y no digamos al pueblo, sería un fracaso. Cuando con dieciocho años vienes a Madrid a hacer la carrera, volver siempre es un fracaso. Esto además de lo que has comentado: salir y no tener que aguantar al típico vecino diciendo «he visto a tu hijo por allí, por allá con no sé quién, haciendo esto o lo otro». El anonimato madrileño me conviene. Yo me siento muy madrileño.
P. Y esa misantropía de la que haces gala, ¿de dónde te viene?
R. Bueno, espero no hacer gala, porque sería un poco ridículo, pero sí, no puedo negarla. Y es algo que ha ido a más.
P. ¿En la universidad no eras así?
R. Sí, creo que la universidad fue el momento más bajo de mi apego al ser humano. Era una cosa extraordinaria: llegaba, me ponía solo al fondo, no hablaba con nadie y me iba a mi casa. Seguro que mucha gente al verme dirá «este tío, qué raro era». Ahora me ayuda mucho la tecnología, que me permite no tener que salir para casi nada.
P. Entonces te agradezco doblemente tu presencia aquí.
R. Ríe. Veo poco sentido a salir, si no es con personas concretas, con quienes tienes una conversación iniciada. Esto de salir por salir, como pasear al perro de ti mismo, no lo veo.
P. Hablemos de tu vocación literaria. En muchas columnas has mencionado que no te viene de familia.
R. Ahora mismo, de todo lo que pueda ser, de familia no me viene nada.
P. ¿Y de dónde viene?
Pues en el hermetismo está la explicación. Muchos autores cuentan que su caída en los libros se produjo porque socialmente eran disruptivos. No tiene mayor misterio. Alguien que en la adolescencia disfruta de parques, amigos, novias, besitos, botellones -y en la primera juventud se amplía ese arco de ocio- es muy difícil que se quede en casa leyendo 1.500 páginas del Quijote. En la esencia de la escritura hay un conflicto entre el individuo y la sociedad. Por ejemplo, Cela contaba que su decantación literaria se produjo cuando enfermó de tuberculosis en un sanatorio y se leyó toda la colección de Ribadeneyra. Estar solo aboca a escribir. Por eso, con algunos autores con los que coincido en este punto, nos resulta gracioso conocer a un escritor que es guapo, simpático, estupendo. Nos preguntamos, ¿qué hace escribiendo? Pero bueno, fuera de esta frivolidad, que no me parece tan frívola, a un autor se le tiene que reconocer por un poso de dolor. A veces leo libros y digo, «este tío puede escribir bien, pero le falta dolor». Le falta escribir por necesidad, por tratar de desentrañar un conflicto con su entorno, con la familia, con la propia sociedad o con las tendencias.
P. Pero entiendo que no basta con sentirse solo, en algún momento el escritor tiene que haberse aficionado a la lectura.
R. Bueno, hay muchos patrones de escritores, pero este que estamos perfilando está solo y busca compañía en los libros. Y la encuentra porque lee a Henry Miller, un autor que en la Universidad me flipó, que de repente dice «sois todos unos hijos de puta». Y piensas: «Este hombre es uno de los míos, está encabronado y lo dice». Es bonito el proceso de hacerse escritor. Recuerdo leer, por ejemplo, las obras de Baroja con veinte años y tener un cuaderno donde iba apuntando las palabras que no conocía, tipo «damajuana», «leontina»… Y uno es como los pobres cuando van a una fiesta de ricos, que se ponen ropa demasiado lujosa para ser aceptados. Cuando empiezas a escribir, la ampliación de tu vocabulario se vuelve muy importante y por eso hay una caza en la lectura. Después usas todas las palabras raras, y entonces tus textos son ridículos, perdidos de palabrejas. Ahora mismo, la frase sencilla es la que más admiración me despierta. Por ejemplo, la prosa de Ricardo F. Colmenero de El Mundo. Esa prosa es la más difícil, una frase sencilla como «Me levanté y salí a correr», en lugar de una frase llena de adjetivos y de meandros para impresionar al lector.
P. ¿Eso requiere mucha reescritura?
R. Requiere haber practicado mucho y a veces te sale solo. Supongo que a Colmenero le pasará lo que nos pasa a todos: que sus mejores columnas son las que menos esfuerzo le cuestan, aunque nadie lo va a notar nunca. A veces te pones y sale un texto cojonudo por la pura inercia, porque estás despistado. Y otras veces picas piedra tres horas para hacer un texto, lo corriges cincuenta veces y no es tu mejor texto. En ese sentido es poco agradecido.
«A un autor se le tiene que reconocer por un poso de dolor»
Alberto Olmos
P. Hablando de textos conseguidos, tu salto a la esfera pública se produce cuando, a finales de los años noventa, con veintitrés años, quedas finalista del Premio Herralde. Ese año gana Roberto Bolaño con Los detectives salvajes. Es una historia como la leyenda de Rocky.
R. No tiene nada que ver con Rocky (ríe). Alguna vez me dicen que no me gusta Bolaño por esta historia. Es tan inocente pensar que yo tenía alguna posibilidad de ganar el Premio Herralde contra un autor que había publicado tres libros en Anagrama. Resulta ridículo pensar que yo tuviera una actitud competitiva con un señor veinte años mayor que yo. Andrés Trapiello me dijo que Benet competía con Galdós, y me extrañó porque Galdós pertenece a otra generación. Cuando empiezas, tu sensación de competencia es respecto a tu generación, y según vas creciendo te das cuenta de que, si tienes una ambición loca y te va bien, estás compitiendo con autores de todas las épocas. Porque dentro de trescientos años quedarán Javier Marías o Cela; aunque parezcan sucesivos, son simultáneos. Cuando me publicaron en Anagrama estaba pendiente de los libros de gente de mi edad: Mañas, Lucía Echevarría, Juan Bonilla, etcétera. Bolaño no me tocaba. Después seguí escribiendo, pero vino un momento de fracaso absoluto: envié más libros a Anagrama y me los rechazaron todos, cuatro o cinco novelas. Luego en Japón, donde viví tres años, escribí varios libros y a mi vuelta Lengua de Trapo me los publicó casi todos.
P. Y comienzas tus andanzas como crítico literario en un blog que tuvo bastante fortuna.
R. Bueno, no sé si se puede considerar crítico literario a alguien que escribe sin cobrar.
P. El blog del lector malherido tuvo bastante predicamento. Luego se convirtió en una web más sofisticada. Pero ahí escribiste desde 2005, si no me equivoco, hasta que empezaste en El Confidencial.
Muchos años, sí. Este es un tema que me interesa solo a mí, pero tiene que ver con mi conflicto con el mundo. Empiezo un blog sobre libros porque me gustan mucho los libros y porque me apetece. Cuando ese blog funciona, mucha gente dice que lo hago para hacerme promoción a mí mismo; es una acusación que arrastro y de las que más me molestan. Cuando la gente interpreta que todo lo que haces es para trepar se están definiendo. El blog, efectivamente, era bastante leído, pero era anónimo, no me proporcionaba publicidad. Y me sirvió mucho porque durante diez años escribí tres o cuatro post a la semana. Yo creo que ahí se fraguó el estilo que ahora empleo en El Confidencial.
P. ¿Por qué el anonimato?
R. Porque no me pagaban, no sabía quién me podía leer y me permitía decir muchas burradas. Si ahora las rebuscaran… En estos tiempos de hipercorrección política me crucificarían porque decía lo peor que puedas imaginar, sobre los temas intocables. Efectivamente, las personas cabales asumimos que son bromas, pero en este contexto de estupidez absoluta sería incomprensible.
P. Dame un ejemplo.
R. Yo tenía un post que iba sobre Mein Kampf. Y empezaba la reseña diciendo «por fin tenemos poesía en este blog». Ese procedimiento mental que practiqué en el blog es la esencia de mi escritura actual. Tratar de romper el cliché, romper el prejuicio, romper el miedo al qué dirán los demás. Explorar ideas extrañas, en las que ni siquiera crees. Y si eres capaz de seguirla, al final dices cosas más interesantes. Luego la gente, como no sabe leer, no pilla la ironía. Pero si nos quedamos en los cauces comunes del pensamiento, todos los textos son aburridos, monotemáticos.
P. El blog pule tu estilo.
R. Buscaba tener una voz personal, un estilo. El mito del siglo XX de tener una voz propia.
P. Bueno, no es un mito, es una aspiración real.
R. Creo que se ha perdido. Ahora los autores, a lo mejor es que no han leído nada, pero no tienen lo que teníamos los que leíamos a Marías, a Cela, a Baroja. La obsesión de una voz propia, poder leer un párrafo al azar e identificarlo. Lo ves en declaraciones de Umbral, de Marías, de todos los grandes autores. Yo creo que ahora escriben todos igual, sin esa preocupación por el estilo.
«Ahora mismo, la frase sencilla es la que más admiración me despierta»
Alberto Olmos
P. En 2015 te incorporas al Confidencial y te conviertes en columnista.
R. Bueno, más bien en crítico literario. Empecé haciendo cuatro columnas al mes, sobre libros que había leído.
P. Pero a partir de un momento no solo escribes de libros; te abres a otros temas y te conviertes en un comentarista prestigioso y de referencia.
R. Esto es curioso, porque dices la palabra «prestigio», «referencia», ¿y eso cómo se mide? El prestigio en el mundo editorial es el reconocimiento de tus pares. Pero tener reconocimiento de tus pares en un ecosistema tan pútrido como el mundo editorial tiene que ver con lo que hemos hablado al principio; tiene que ver con salir de casa todos los días y hacerte amigo de todo el mundo. Eso es el prestigio del mundo editorial. Es ridículo. Porque hay libros que a nadie le interesan, pero su autor es supuestamente imprescindible e invitado a todas partes. Que la vocación literaria parta de la asociabilidad y que el éxito literario sea esencialmente social es contradictorio, pero es lo que yo me encontré. Al final había que ser representante de uno mismo todo el tiempo, un vendedor puerta a puerta de tus libros, y eso es lo complicado.
P. Pero hablábamos del columnismo.
Eso es. Afortunadamente, en la prensa digital están los clics, los datos fríos e inapelables. Y de esos datos soy bastante fan. Como soy bastante fan de las ventas de libros. Cuando era escritor (ojo, hablo en pasado de ser escritor) ya lo pensaba: si un libro mío vendía muchísimo, ese es todo el prestigio que yo quería. Si haces el libro que quieres, si está a la altura de la tradición literaria que veneras, y vende muchísimo, lo que digan los críticos te da igual. En las columnas pasa igual. El otro día supe que un artículo mío tuvo un tráfico escandaloso: 419.000 IPs distintas en diciembre. Y en enero ha tenido ciento y pico mil. Ahí tienes más de 500.000 personas que han leído algo tuyo. No sé quién decide si yo soy mejor o peor columnista. Yo me fío de que mis artículos se leen, a veces de una manera que me asombra.
P. Ahí veo yo la referencialidad; en el hecho de que te leen mucho. Pero me interesa la distinción que apuntas entre el columnismo y ese mundo editorial donde tu timidez te perjudica.
R. Cuando supe lo que había que hacer, supe que no lo haría bien. Pues me ahorro el ridículo y el fracaso. Pero sí, la diferencia entre estos dos mundos tiene que ver con una cosa muy sencilla: una columna de 800 palabras no la puedes ignorar. Pero un libro está cerrado. Tiene cien mil palabras. Tienes que hacerte con el libro, abrirlo, transitarlo -como dicen los cursis- y luego opinar. Una columna muy buena, por escandalosa, por graciosa o porque sea muy fina, no la puedes evitar.
P. Además está en el mismo soporte en el que trabajamos.
R. Sí, la gente va a llegar a esa columna sí o sí. No hace falta que la promocionen. Una columna chula, funciona. Es lo que me decía un amigo que hace viñetas y que también viene del mundo de los libros: todo el mundo ve si la viñeta es buena. No hay más que hacer. Pero es muy complicado que la gente se moleste en leer tu libro. No hay quórum de lectores, ahí es donde se cuela el falso prestigio, el puro oropel de lo social.
P. ¿Lo gremial pesa menos en el columnismo?
R. Creo que sí. En mi experiencia, las columnas me han dado mucho más en mucho menos tiempo. Tanto más dinero como más satisfacciones. Un premio como el David Gistau es exactamente lo que yo soñaba en literatura: que la gente lea un libro tuyo y te dé un premio. Sin más. No sabía quién era el jurado. De los ocho o nueve, conocía un poco a dos. Y me llaman y me dicen que he ganado. Los premios literarios no se ganan así.
P. Otro de tus temas recurrentes, tanto en el blog como en las columnas, ha sido la denuncia de la hipocresía que ves en el mundo editorial, en los premios literarios… ¿esta actitud te ha traído alguna consecuencia?
No, no. De hecho, me sorprende que aún me publiquen libros, porque yo he hecho todo lo posible para que me echaran del mundo editorial. No se puede meter más la pata, decir más cosas inconvenientes y tener una actitud menos responsable que la que yo he tenido en los últimos quince años. Fíjate, el otro día alguien me escribió un email en mayúsculas, insultándome de la forma más desagradable que te puedas imaginar, por un artículo sobre Cela que salió en mi periódico y que firmó Carlos Prieto. Eso es lo peor que me ha pasado (ríe). De hecho, una de las ironías es que hablar bien de un libro sea lo más incómodo. Es una cosa increíble; yo pongo mal un libro, que suele pasar pocas veces, digamos de un autor español vivo, con el que me pueda cruzar, y ese autor no dice nada, no me manda un email, ni mueve hilos para perjudicarme. Pero cuando pones un libro bien, noto que no gusta. Notas que el autor no lo twittea, no te da las gracias. Es una cosa bastante irónica, la reacción ante el halago. Parece que un ataque directo es mucho más llevadero.
«Me sorprende que aún me publiquen libros, porque yo he hecho todo lo posible para que me echaran del mundo editorial»
Alberto Olmos
P. ¿Te gusta escribir de política?
R. He dejado de escribir de política porque es un coñazo impresionante. Yo no soy un comentarista político. La clave para mí no es si el tema es importante en un contexto de actualidad, sino si me pone. Si escribo sobre cosas que no me interesan, mi columna es un coñazo. Tengo que escribir sobre cosas que me ponen. Y Podemos y sus avatares me parecen muy sugerentes. Por eso escribí varias veces sobre Irene Montero, Pablo Iglesias… Pero ahora no hay personajes de ese color literario. Pablo Casado, por ejemplo, es dificilísimo.
P. ¿Echas de menos a Podemos como inspiración literaria?
R. Es complicado, yo no tengo mucha simpatía por este Gobierno, pero a veces pienso qué pasaría si ganara otra formación. Como periodista al que le inspiran las bobadas de Garzón y de Irene Montero, sobre qué escribiría. Tendría que esperar a que los de Vox entraran en el Gobierno e hicieran también bobadas, cosa que probablemente sucedería.
P. Que gane quien sea, pero que gobierne con bobos, no sea que nos quedemos sin inspiración.
R. En términos profesionales sería un poco así, pero en términos de país podría ganar gente honrada y competente, por una vez.
P. Revisando tus últimos libros, Irene y el aire, Elogio de lo cutre y la biografía de Jan Morris, me preguntaba si volverás a escribir ficción.
R. Pues lo no tengo en mente. La inclinación por un género o por otro es rara. No lo tengo claro. Tampoco tengo una masa de lectores impresionante, puedo hacer lo que me apetezca. En general he sido bastante autobiográfico. Sin embargo, creo que el sueño de todos los que orbitamos alrededor de lo literario es ser capaz de escribir novelas como Dios manda, es decir, una historia de ficción pura, con más o menos pinceladas biográficas o autobiográficas, pero que sea una historia con unos personajes, una trama. Todo lo demás son fracasos, fracasos que funcionan. Hay un poco de eso en Vila Matas, en Francisco Umbral; no poder hacer la novela al estilo de Tolstoi, que es lo que querríamos hacer todos.
La aspiración es hacer una novela que genere una fábula estética que se filtre a la sociedad. Por ejemplo, todo el mundo sabe lo que significa La metamorfosis de Kafka. Esas ocurrencias de ficciones son el top, y luego está lo demás. Las excusas de querer huir de lo tradicional o querer experimentar, no son verdad. Uno no es capaz de escribir una novela de forma excelente y entonces, por fracaso, y por prueba y error, acaba haciendo libros que son interesantes, pero que para mí son de segunda división. La primera división es una historia bien contada y fascinante, con personajes potentes. En mi caso, por la preeminencia del yo en mi conciencia narrativa, me cuesta muchísimo inventarme unos personajes y una historia, porque no me interesa ni a mí. Admiro mucho la ficción pura, incluso en las series de televisión. Las historias que se les ocurren son tan increíbles, tan bien hechas y tan bien dialogadas.
P. ¿Te gustaría probar a escribir guiones?
R. Yo estoy acabado ya. Siento que tengo cincuenta años, aunque tengo cuarenta y siete. A veces lo pienso, tenía que haber hecho guiones, monólogos, podcasts, pero es un poco tarde. Además, no creo que tenga esas habilidades de escritura de guión. Porque la literatura es desparramarse, jugar con las palabras y un guión es neto, pasan cosas todo el rato, no hay digresiones, no hay frases bonitas. Yo creo que ese trabajo no se me daría bien.
P. Y para terminar, ¿a quién te gustaría que invitáramos?
R. Se me ocurre el productor de cine Enrique Lavigne. Creo que tiene una visión apasionada de la vida, entre culta, rockera y juvenil.