Andrés Trapiello: «Los valores republicanos están mejor defendidos por la monarquía que por la izquierda»
El escritor Andrés Trapiello habla con David Mejía sobre las expulsiones de su juventud, su militancia en grupos de extrema izquierda, la Movida madrileña, la Corona, Pedro Sánchez, Mariano Rajoy y muchos otros temas
Andrés Trapiello (Manzaneda de Torío, León, 1953) es escritor. Ha publicado novelas, libros de poemas, ensayos y 23 volúmenes de su diario personal: Salón de los pasos perdidos. Colabora en prensa desde hace más de 40 años y actualmente tiene una columna semanal en el diario El Mundo.
Pregunta. Andrés, tú tienes mucha cara de bueno pero a ti te han expulsado de muchos sitios.
Respuesta. Siempre me han expulsado de todos los sitios y agradezco muchísimo que tomarán por mí ese trabajo.
P. Primero te expulsaron los dominicos
R. Sí, en León nos mandaron por defecto a un colegio de frailes, que entonces se llamaba apostólico. No me duró mucho, pero a los diez años quería ser santo, mártir, todo el combo. A los 17 años ya no lo tenía tan claro. A esa edad estuve tres meses en un convento y me echaron. Yo en realidad quería irme, pero a los muchachos les cuesta tomar decisiones. Por suerte, el maestro de novicios me dijo «te vas inmediatamente», y a partir de ahí fueron todo expulsiones.
P. Después te expulsaron de casa.
R. Sí, y me vine a Madrid. Y de aquí me echó mi novia. Había venido a Madrid a vivir el amor de mi vida, y el amor de mi vida duró entre cinco y seis semanas; a la séptima se acabó, fue un drama. En este caso, la expulsión la llevé muy mal, y entonces me fui a Valladolid a estudiar la carrera.
P. Y allí también te echaron.
R. Primero nos echó el Ministerio de Educación, cerrando la Universidad; en esos años ya militaba en la Joven Guardia Roja, la Oje del Pce (i), una de esas organizaciones que no servían absolutamente para nada. Luego me echaron del trabajo que tenía, y volví a Madrid. En Madrid estuve dos años en una revista de arte, trabajando de negro, y a los dos años me echaron también.
P. En este punto, ¿te habían echado ya los maoístas?
R. ¡Sí, y me echaron con una triple razón, que era simpática! «Por maricón, por drogadicto y por revisionista». Lo curioso es que algunas de estas cosas eran verdad. Entonces no pude decir mucho, ni defenderme, pero esas son las razones por las que me echaron a mí y a otros tres o cuatro. Lo de drogadicto era por fumar porros, lo de maricón no sé por qué era, y lo de revisionista tampoco, porque era un momento en el que todo el mundo andaba con una enorme empanada política y mental. De hecho, el partido que me echó, que es el Partido Comunista de España Internacional, era un partido enormemente combativo, maoísta, estalinista, que se oponía a la plataforma democrática que había promovido el Partido Comunista ortodoxo. Pero de la noche a la mañana decidieron entrar. Al final, ellos eran mucho más revisionistas que nosotros.
P. En Madrid empiezas a trabajar en Encuentros con las letras, un programa cultural de Televisión Española, y de ahí también te echarán, siguiendo la tradición. Pero ese programa era fascinante, ahora parece impensable que pudiera hacerse algo así. ¿Cómo ves el cambio que ha habido en la televisión respecto al espacio que ocupa la cultura?
R. Hay que entender una cosa, en ese momento en España solamente había una televisión, que además no emitía durante todo el día. La televisión empezaba a emitir a las ocho o las nueve de la mañana y a las 12 de la noche cerraba la emisión con las tres banderas en la pantalla y los himnos: el de Falange, el nacional, el de los carlistas… Había dos cadenas, la generalista y la cultural, y en esta hubo una explosión de libertad. Había una enorme sed de cultura, o eso parecía, aunque la sensación después fue que esa sed era más ficticia que real.
P. ¿Entonces no existía ese hambre de cultura?
R. Tenía un punto ficticio porque quien quisiera cultivarse en la España de Franco, y sobre todo de esa última parte, hubiera podido hacerlo perfectamente. Casi todo se podía leer, y lo que no se podía leer «oficialmente» se conseguía de manera oficiosa; se ha hecho mucha literatura épica sobre esto. Pero en la televisión no había grandes programas culturales y los primeros que hubo se seguían con enorme interés. Algo similar sucedió con El País: un periódico que cuaja rápidamente y en todos los rincones de España las élites lo siguen de una manera ciega. Y con ese programa ocurrió algo parecido. Eran programas minoritarios, pero mayoritariamente seguidos por toda España por las élites. Había también otros espacios, por ejemplo, la Fundación March -que no era precisamente un centro de contestación- daba muchas ayudas a personas de izquierdas o liberales. En ese final del franquismo ya había muchos rincones donde la libertad circulaba con una cierta independencia, con conocimiento de la autoridad gubernativa, policía incluida, que se encogía de hombros, hastiada más que belicosa. Claro que también seguía habiendo palizas, torturas y excesos, pero la gente aprendió a vivir con eso y sortear el peligro, como el ratón al gato.
P. Esta segunda etapa en Madrid fue más alegre para ti, ¿cómo cambió la ciudad entre los años 70 y los años 80, sobre todo a la luz de ese movimiento cultural que fue la Movida?
R. Yo no creo que fuera un gran movimiento cultural, la Movida se ha mitificado mucho. Pero bueno, el Madrid que yo conozco a principios de los 70 era todavía bastante sórdido. No te jugabas la vida, pero te jugabas unos años de cárcel si te pillaban en una manifestación o con unos panfletos, además de alguna paliza en la Dirección General de Seguridad. Pero cuando muere Franco, quienes veníamos de la política, sobre todo de la extrema izquierda, descansamos. Pensamos «¡Qué bien, al fin poder dejar la política, la clandestinidad y todo este rollo del marxismo, los seminarios y las citas clandestinas!» Y como éramos todos de clase relativamente pija, como los de Podemos, es decir, de una clase inconsciente, caprichosa y consentida, veíamos la política como algo para los mediocres y pringaos y burócratas probos Y la dejamos en manos de los oportunistas, de aquellos que no habíamos visto jamás asumir el menor riesgo. Decía hace poco Savater que él no vio nunca en la cárcel a ningún nacionalista ni a ninguno del Psoe. Es verdad. Yo en Valladolid no conocí a nadie del PSOE. Había hasta carlistas progres, de Carlos Hugo, pero del PSOE no. Bueno, el caso es que esos, oportunistas y también gente con vocación de servicio público, ocuparon, en muy poco tiempo, todos los mecanismos políticos del país y nosotros nos dedicamos a pasarlo bien. Y eso fue la Movida: doscientas o trescientas personas en Madrid, pasándonoslo bien todas las noches del año; saliendo de marcha, riéndonos, y haciendo todo tipo de cosas. Como éramos muy jóvenes, teníamos una enorme capacidad de trabajo. Podíamos acostarnos cada día a las cuatro de la mañana y al día siguiente a las diez estar funcionando.
P. Lo llamativo es que hubiera trabajo para los jóvenes.
R. Sí, recuerdo que mi amigo Juan Manuel Bonet, que tenía mi misma edad, ya era crítico fijo de El País; yo tenía los sueldos de televisión, que eran unos buenos sueldos… Había trabajo para muchas personas, con lo cual había una cierta movilidad social y laboral. Y ganas de pasarlo bien. Eso fue lo más atractivo de la Movida. Ahora, ¿qué obras memorables ha dejado la Movida? Literariamente, yo creo que ninguna. Musicalmente, para el que le guste el rock, se dice que hay canciones memorables, inmortales, pero eso se dice cada dos por tres. Y de cine, pues seguramente algunas películas. ¿Pero eran mejores las películas de la Movida que, por ejemplo, películas de Berlanga como La escopeta nacional o La vaquilla, hechas en esos mismos años? Creo que se ha sobrevalorado mucho la Movida por la necesidad que tiene todo el mundo de mitificar su propia vida y posar para la Historia.
P. Sin embargo el aura de la Movida sí ha sobrevivido bien. El barrio de Malasaña, por ejemplo, todavía explota esa estética.
R. Es normal. Cuando empezaba como escritor, la generación potente era la Generación del 27, que estaba en activo. Habían elegido como sucesores a la generación de los 50 y nadie que no fuera de ese club se comía un colín. Por eso, durante muchísimos años de mi juventud, leer a Galdós, Juan Ramón, Baroja o Azorín era… No es que estuvieran prohibidos, es que estaban condenados, o como diríamos ahora «cancelados», por rancios y españolistas. Con la Movida hoy pasa lo mismo: el aura existe porque están todos en activo, es decir, todos viven de ello. Una de las personas que se inventó la Movida era compañero nuestro y viví con él unos meses. Se llamaba Kiko Rivas y era amigo de todos: de los García Alix, de Olvido… Un día me dijo que necesitaba dinero y le pregunté por qué no escribía sus memorias de la Movida -era lo bastante cínico como para hacerlo bien- y me dijo: «No, porque todavía sigo viviendo de ello». Cuando uno vive de algo es mucho menos libre. Quién se acuerda hoy de Vicente Aleixandre, quién lee hoy a Gerardo Diego, a Dámaso Alonso… Por no hablar de los del exilio. Cada época precisa de sus mitos y los mantiene vivos mientras haya quien viva de ellos.
P. Si el Madrid de los 70 era sórdido por la represión política, el de los 80 lo fue por la delincuencia y la droga.
R. Madrid estuvo sin pintarse durante 60 años. Era una ciudad gris, triste y muy sucia. Las fachadas se venían abajo, era una ciudad desatendida y pobre. Pero en cuanto se empezó a tributar a Hacienda y empezó a llegar el dinero de Europa, Madrid comenzó a lavarse la cara. Al mismo tiempo cambiaron las personas, empezaron a comprender que la heroína no estaba tan bien y que morir en un tugurio no era bonito, ni prestigiaba mucho. Es verdad que en Madrid hubo una gran promiscuidad con la droga; unió la delincuencia de los barrios más tirados de la ciudad con los niños pijos del barrio de Salamanca. Durante unos años hubo una cierta hermandad, pero en el momento que -ahí sí con criterios de clase social- la clase pija entendió que eso no era bonito, se acabó. Nosotros conocemos a muchísima gente que entró en la droga por puro tonteo; yo recuerdo una persona que trabajaba conmigo y a la que quería muchísimo, un tipo estupendo, con un talento bárbaro que un día me dijo: «Me están esperando, me voy a meter un pico. Aunque me da mucho asco, porque me sale sangre, pero yo pongo el brazo y me pincha otro», así, con esa frivolidad. Y le llegó el sida, que le llevó a la muerte y antes a contagiar a su mujer y a muchos amigos. Pero todo esto se acabó; la ciudad tendrá hoy otros problemas, pero no ese.
P. ¿Madrid te parece tan hospitalaria como se dice?
Sí, Madrid es una ciudad hospitalaria, hecha con personas que en un noventa por ciento de los casos no hemos nacido aquí. Sin embargo, nos sentimos madrileños, nos sentimos inquilinos de esta ciudad que hemos hecho, nos hemos dejado la vida aquí y procuramos cuidarla para los que vengan después. Las ciudades no se nos dan en propiedad, sino en alquiler. No se puede hacer con ellas lo que te venga en gana. Esto solo lo suelen hacer los alcaldes y los constructores. Y el madrileño de nacimiento también se reconoce así, como inquilino, porque sus padres o sus abuelos también estuvieron en algún momento como nosotros de alquiler. Y esto es lo que ha hecho que esta ciudad sea tan simpática; no hay identidad nacional. Al contrario, la identidad de Madrid es no tener identidad.
P. ¿Cuánto le debe Madrid a Galdós?
R. Muchísimo, pero preguntaría cuánto le debe el ser humano a Galdós. En efecto, él tiene un ojo bárbaro para ver la ciudad; Galdós tiene una sagacidad literaria como nadie ha tenido en España desde Cervantes. Pero lo que tiene, sobre todo, es un alma inmensa para comprender al ser humano. Madrid como decorado le debe mucho, pero el ser humano le debe mucho más a él. La mirada que tiene hacia sus personajes es de absoluto amor, aunque el personaje sea un mequetrefe o un canalla. Incluso en esos casos, Galdós sabe encontrar su humanidad. Al personaje Torquemada, por ejemplo, que es un agiotista horrendo, le sabe encontrar un momento sublime cuando muere su hijo y nos lo muestra como un padre amantísimo destrozado. Y ese dolor es real, o sea, verdad, o sea eterno. Esto es lo que le debemos a Galdós, y por eso Galdós no solamente es un escritor que puede leerse desde Madrid, sino que es un escritor universal, todo el mundo entiende de lo que está hablando, sucedan sus historias en Lavapiés, el barrio de Salamanca o en la Corte de Isabel II.
P. Ya que hablas de la Corte, ¿es verdad que no votaste la Constitución?
R. No, ni Miriam ni yo. Éramos de extrema izquierda y era una Constitución monárquica. Afortunadamente, hubo gentes mucho más sensatas que hicieron el trabajo por nosotros. Seguramente personas a las que nosotros, con esa superioridad repulsiva y ridícula privativa de la izquierda, despreciábamos. Esa superioridad moral venía de haber estado en el antifranquismo, de habernos jugado el tipo. Pasamos a despreciar a todos aquellos que no habían protestado nunca, que habían llevado una existencia cómoda… Al final, esas personas que despreciamos hicieron el trabajo por nosotros y nuestra deuda con ellos es enorme. Claro que las cosas en la vida no son tampoco blancas o negras. Aquel 6 de diciembre en que se votaba la constitución, nosotros aprovechamos para irnos a Lisboa. Nuestro primer viaje a Lisboa, a Pessoa, nuestro primer Hotel Metropole. O sea, que tampoco desaprovechamos del todo el día.
P. ¿Y votaste en las primeras elecciones?
R. Voté al Partido Comunista, al de Carrillo, porque me parecía importante que tuviera una representación significativa para normalizar la vida democrática española. Fue la primera y la última. A partir de ahí, me aboné al Partido Socialista durante 25 años, y me costó mucho dejarlo.
P. ¿Qué opinión tienes ahora de la monarquía?
R. Desde un punto de vista racional, ilustrado, nadie puede no ser republicano. ¿Cómo va a trasmitirse el poder a través de la sangre? Pero si admites la propiedad privada y la manera de traspasarla a tus herederos, cosa injusta para todos aquellos niños que nacen en familias pobres, puedes admitir también la monarquía parlamentaria como una forma de gobierno que da menos quebraderos de cabeza que otras. Ahora bien, el republicanismo también puede estar representado por una monarquía parlamentaria. Algunas monarquías son más republicanas que la inmensa mayoría de las repúblicas. Esto sucede en España; nuestro régimen es una monarquía con un Parlamento, una Constitución y un rey con poderes limitados por el Parlamento, cuya principal función es la de defender esa Constitución, incluso frente a los políticos que no la defienden como debieran. Sucedió con Felipe VI en el famoso discurso del 3 de octubre de 2017. Salió a dar la cara por la Constitución cuando falló el Gobierno, y aun la oposición, permitiendo la charlotada de aquel referéndum. Y por eso los independentistas reaccionaron de esa manera tan histérica. Se volvieron locos. También la izquierda que quería, y sigue queriendo, el referéndum, «porque lo ganaríamos»; el discurso del rey les dejó a todos en mal lugar, al señalar su cobardía o su inepcia. El dilema para España no está entre monarquía o república, sino entre constitucionalistas y no constitucionalistas, o sea, entre constitucionalistas y nacionalistas y populistas, de extrema izquierda o de extrema derecha. Hoy por hoy los valores republicanos están mejor defendidos por la monarquía que por la mayor parte de la izquierda y el nacionalismo. Los valores republicanos, igualdad, libertad y fraternidad, los defiende más y mejor Felipe VI que Junqueras, Puigdemont, Pablo Iglesias y Otegui juntos. De eso no tengo la menor duda. La ilustración es hoy monárquica en España. Y la ilustración no nos hace ni republicanos ni monárquicos, sino partidarios de esos tres principios elementales: libertad, igualdad, fraternidad. Me da igual que los defienda Macron o Felipe VI.
P. La pasividad de Rajoy en aquellos momentos lo define como político. Ahora que lo hemos vuelto a ver en el Congreso del PP, ¿qué valoración haces de él?
R. Mi valoración no es buena, la verdad. Llevó a este país al borde del precipicio. En 21 ocasiones dijo que el primer referéndum, -el de 2014- no se iba a celebrar, y se celebró. En el segundo no fue capaz de dar con las urnas. Cuesta creer que el servicio secreto de ningún país no supiera eso. Capaz es de haberlo sabido y haberlo dejado correr. En fin. Pudo haber evitado también lo que vino después habiendo dimitido a tiempo, pero en la moción de censura que lo iba a expulsar de La Moncloa se ausenta del Parlamento y se refugia en una taberna, ahogando sus penas. ¡Ni Kerenski! ¡Esto no sale ni en La corte de los milagros de Valle Inclán! Tenía que haber dimitido; la democracia española tenía mecanismos de sucesión mucho más tranquilos que lo que supuso la moción de censura y nos hubiera evitado el potaje que ha venido después. Esto lo hubiera podido evitar Rajoy, y no lo evitó por egoísmo, probablemente, porque pensaba que dimitiendo asumía un cierto grado de culpa. ¡Cuánta soberbia! Lo raro es verle aparecer en actos públicos y que nadie le diga que vuelva a su Registro o donde sea que le guste estar jugando al dominó.
P. ¿Y qué virtudes le reconoces a Pedro Sánchez?
R. Que es alto, ¿no? No se me ocurre otra…
P. Bueno, sabemos que es un hombre con determinación y arrojo, por ejemplo.
R. Habría que distinguir determinación y arrojo de osadía e insensatez. ¿Es arrojo meter a puñados papeletas en la urna para hacerte con tu partido? ¿Es determinación pedirle a uno que te escriba la tesis, gobernar con la extrema izquierda, apoyarte para gobernar en Bildu, en los golpistas catalanes, en los nacionalistas? En política no es cómo se empieza, sino cómo se termina, y no sabemos cómo va a terminar Pedro Sánchez. Sabemos que no tiene absolutamente ningún escrúpulo. Es un hombre que miente, que por mantenerse cinco minutos más con la bata de cola puede arruinar el país. Además, es un hombre cobarde; no asume nunca responsabilidades, la culpa es de la crisis, de la pandemia, del volcán, Filomena, de la guerra de Ucrania, ¡incluso de la lluvia de barro!, dijo en el Parlamento. Lo raro es que nadie le respondiera: tiene usted razón, váyase, es gafe… Nunca es responsable de nada. Virtudes, ninguna.
P. Hablemos de Las armas y las letras, un libro cuya primera edición es de 1993 y desde entonces ha tenido varias reediciones, con importantes añadidos. Además es un libro que ha tenido mucho eco y que fue recibido con reticencia en ciertos sectores. Si pudieras destacar dos o tres ideas sobre la guerra civil que consideras fundamentales y que no terminan de arraigar, ¿cuáles serían? ¿Cuáles son las lecciones todavía no aprendidas de nuestra guerra civil?
R. Yo creo que lo más importante es saber que aquella guerra dividió a España en dos mitades, a padres contra hijos, a hermanos contra hermanos, a amigos contra amigos Y la inmensa mayoría no pertenecía a la mitad que le correspondió. También que dos minorías, de extrema izquierda y de extrema derecha, estaban decididas a la guerra por encima de todo, confiadas en ganarla: en la Unión Soviética y en Alemania e Italia sus respectivos modelos estaban gobernando. En medio quedó gente como Chaves Nogales que dijo bien: «Yo estoy con el Gobierno de la República hasta el 18 de julio», por tanto, en contra del golpe de Estado de Franco. Pero a partir del 18 de julio ya no sé con quién estoy, porque la República desaparece el 18 de julio. Lo que hay después es una especie de fin de régimen, nominalmente republicano, pero en la práctica en manos de los anarquistas en Aragón y Andalucía, del Partido Comunista en Madrid y en Valencia, de los nacionalistas en Cataluña, y en otros sitios en manos de los incontrolados. Es decir, la República como Estado no existía, basta leer los diarios de Azaña. La operación propagandística posterior a la guerra fue, por parte de los perdedores, atribuir los crímenes de la República, tan numerosos y graves como los de los sublevados con Franco, a gentes extrañas a la República, que no tenían nada que ver con ella, cuando lo cierto es que matanzas como la de Paracuellos se organizan por la República y desde despachos gubernamentales. Incluso partidos como el de Pasionaria, filial del Partido Comunista ruso en el momento en que estaban ya en marcha los procesos de Moscú y que aquí organizó los asesinatos de trotskistas, se presente aún hoy como un partido que luchaba entonces exclusivamente por la libertad y la democracia. Y otra idea destacable: las víctimas de los dos bandos son iguales y también los victimarios. Haber perdido la guerra no te exime de tus responsabilidades, de la misma manera que haber ganado la guerra no te da derecho a pasar a la historia como el salvador de España.
P. ¿Crees que se exime de responsabilidad moral a quienes mataron desde el antifascismo?
R. Yo acabo de reescribir La noche de los cuatro caminos. En este libro se cuenta el atentado de un grupo guerrillero comunista en una Subdelegación de Falange en Cuatro Caminos, donde mueren dos pobres desgraciados, falangistas de cuarta. Un asesinato político en toda regla. Esto sucede en el año 45 en Madrid, y quienes organizan ese atentado son comunistas que vienen condecorados de Francia por hacer el mismo trabajo hecho contra la Gestapo. Llegan con rangos muy distinguidos: el que organiza la guerrilla comunista de Madrid es un teniente coronel de las fuerzas francesas de liberación; en Francia tiene calles, se imprimieron sellos a su nombre, es decir, es un héroe de la resistencia. Y aquí terminó en un piquete fusilado.
P. ¿No es cierto que la represión franquista era feroz en ese momento?
R. Sí, la represión franquista de esos años fue criminal, tampoco muy diferente de la que estos comunistas ejercían en ese momento contra sus propios camaradas disidentes o acusados, casi siempre sin pruebas y de manera mendaz, de confidentes de la policía. Ahí está la complejidad del asunto.
P. ¿Tienes la impresión de que el relato ha ido perdiendo complejidad? Parece que en la Transición había una comprensión mayor de esa complejidad y por tanto de lo que significaba la reconciliación.
R. Lo realmente complejo es entender que aquellos comunistas eran unos asesinos y que aquellos falangistas eran otros asesinos. Hicieron la Transición, pero la hicieron solo cuando dejaron de ser aquellos comunistas y aquellos fascistas, aunque siguieran siendo asesinos. Ese es el pacto de la Transición. Y era ese o no podía ser otro. Carrillo es responsable de asesinatos ordenados por él, y muchos de los franquistas que participan en la Transición exactamente igual, del comisario Conesa a jueces del Tribunal de Orden Público. Unos y otros dejan de ser lo que fueron, esa es la complejidad. Hemos vuelto a la simplicidad anterior. Ahora se intenta recuperar esa historia de buenos y malos, pero curiosamente los perdedores, entiéndeme, los nietos de los vencidos, casi todos ellos nacidos ya en democracia, son los más interesados en repetir la historia, por la ilusión que les hace ganar la guerra sin pegar un tiro. Por suerte, buena parte de los vencedores están en otra cosa. No la extrema derecha… Lo decía Vázquez Montalbán, igual lo único serio que dijo ese hombre: «Contra Franco vivíamos mejor». Hoy ese negociado está así: los que viven de Franco, como Sánchez, Podemos y demás, y los que todavía morirían por él, la mayoría en Vox.
P. ¿Cómo viviste este intento de reescritura de la historia desde el Comisionado de la memoria histórica de la ciudad de Madrid, del que formaste parte?
R. Vuelvo al episodio que acabo de contar del atentado de Cuatro Caminos. Condenan a muerte a los seis asesinos confesos de los dos falangistas. El nombre de esos seis figuraba en el memorial que quería hacer Manuela Carmena contra la opinión del comisionado. Le dijimos «no lo hagas; son asesinos, no luchadores por la libertad». A algunas personas les cuesta entender que ser antifranquista no te convierte en demócrata, ni siquiera en alguien que cree en la libertad. El 99,99% de los comunistas de aquellos años eran estalinistas, están de acuerdo con las purgas, empezando por la Pasionaria, que jamás pidió perdón por todos los crímenes de su adorado Stalin, a quien felicitaba cada cumpleaños. Esto es de lo que tenemos que hablar. Ahora lo llaman revisionismo, y es verdad; lo es. La historia está para revisarla, como todo en esta vida.
P. Ahora sería imposible ver la imagen de Pemán y Alberti abrazándose.
R. Es una imagen que a algunos parece quemarles la retina. Ocurre lo mismo: les presentas el hecho de que esos seis condenados de Cuatro Caminos son asesinos y que, por tanto, no pueden figurar en un memorial de víctimas, entre víctimas verdaderamente inocentes, y la respuesta es que tienen que estar… porque sí, porque yo estoy en el lado bueno de la historia. Deberían preguntar a los nietos de las víctimas inocentes si quieren que sus abuelos figuren en el mismo listado que quienes asesinaron a sangre fría, con un tiro en la nuca, a dos pobres hombres. Y sí, esos seis guerrilleros fueron víctimas del franquismo (fueron torturados salvajemente y ni siquiera tuvieron un juicio justo), pero también son victimarios. Y también muchos victimarios franquistas fueron antes víctimas. Por ejemplo, el juez Eymar estuvo al frente de miles de procedimientos sumarios contra los comunistas, uno de los delirios judiciales más grandes que ha tenido este país. Eymar había perdido un hijo asesinado en Paracuellos. Estaban en el ojo por ojo. Y sabían que como volvieran al poder las izquierdas, ellos serían los primeros en ir al paredón. Y de esa complejidad va Las armas y las letras. Me hace mucha gracia cuando un hispanista inglés o americano te dice: yo te voy a explicar lo que pasó, y ves que te va a contar por enésima vez una historia de buenos y malos. La izquierda se revolvió con Las armas y las letras porque, aunque habían perdido la guerra, habían ganado eso que ahora llaman «el relato», o sea, que eran los buenos. Y lo eran… hasta el 18 de julio. Lo que vino después fue todavía más lío. Se fueron al exilio algunos de los mejores, pero algunos de los mejores se quedaron en España.
P. Sí, insistes en que la izquierda había perdido la guerra pero ganado la historia de la literatura.
R. Habían ganado incluso la historia de la razón, pero lo que se demuestra es que además de haber perdido la guerra, su relato era mentira. El comportamiento de la mayor parte de sus intelectuales fue deplorable, empezando por Rafael Alberti. También el de los escritores de la derecha fue tremendo, los discursos de Pemán te hielan la sangre, y así lo cuento, pero como estos ya estaban denostados por el propio relato de izquierdas, no se valoró. La novedad fue retratar a personas que estaban blindadas por el exilio, aquellas que pensaban que con el exilio ya habían pagado su responsabilidad en la guerra. El libro se publicó en 1993 y se aceptó que las cosas eran como ahí se contaban. Pero a mediados de los 2000, cierta izquierda radical empezó a rebelarse contra esta historia, pero esa batalla ya la han perdido, creo yo, porque en todo este trayecto se han incorporado a la narración personajes muy potentes, con historias que son no irrebatibles, sino muy convincentes para aproximarse más a los hechos que la propaganda o las ficciones de otros. Puedes meter debajo de las piedras a Chaves Nogales, pero a continuación tendrías que hacer lo propio con José Castillejo, nada menos que el Secretario de la Junta de Ampliación de Estudios, con Elena Fortún, la autora de Celia en la revolución, una de las mejores novelas de la guerra civil; tienes que acabar con el testimonio de Morla Lynch, con Clara Campoamor… personajes a los que la propia izquierda vetó, o peor, ignoró, durante cincuenta años, igual que había hecho la derecha. En esto la derecha y la izquierda actuaron al unísono, como dos mafiosos que se reparten el territorio: tú te llevas el exilio, con todo tu prestigio, y yo administro lo importante, o sea, el Boe, y de vez en cuando te hago un homenaje o permito que se lo hagas tú a otros, con canciones de Paco Ibáñez incluso. Y nada, «a cabalgar, a cabalgar…». Así hasta que emergen estas personas con testimonios importantísimos de esa época, con la que ni unos ni otros saben qué hacer, porque culpan directamente a esas dos minorías.
P. Tú te manifestaste en contra del homenaje a Jaime de Biedma en sede pública, ¿cuál es tu visión sobre este asunto?
R. Lo primero que me extrañó fue la unanimidad de la clase literaria española apoyando ese homenaje en una institución pública. Es importante este matiz: pública. Seguramente, si se tratara de una persona ajena al mundo de la cultura dirían que había que cancelarlo. Con un cura, por ejemplo. Pero bueno, para mí es bastante sencillo: se trata de un poeta que asume su pederastia sin la menor culpa ni empatía con su víctima, un niño de 13 años de la prostitución filipina a quien paga un euro por sus servicios, al parecer poco satisfactorios por falta de entusiasmo de la parte contratada, o sea, que además la cosa le pareció graciosa. Todo eso lo contó el propio poeta en un libro póstumo, lo que seguramente le evitó muchos quebraderos de cabeza. Un hombre valiente. La perplejidad se origina cuando el homenaje parte de un Gobierno que una semana antes había cancelado a Plácido Domingo por unas acusaciones de acoso, ni siquiera probadas, de relaciones consentidas entre adultos. La doble moral, y, ojo, que no estoy hablando de acatar la caza de brujas ni las inquisitoriales políticas de cancelación. Tampoco, desde luego, la excusa de la administración: en estética hay que ser tolerantes, libertad absoluta. En esto último, yo estoy con Juan Ramón Jiménez, a quien Gil de Biedma llamó «señorito de casino de pueblo»: «La ética precede la estética». Luego viene la mecánica: Gil de Biedma es homenajeado con dinero público en una institución pública como el Cervantes. Raro, ¿no? Ahora, si quieren homenajearle en la empresa de Tabacos de Filipinas o sus seres queridos y colegas en la cancha de tenis, allá ellos.
P. Sobre todo en un tiempo en que los delitos y faltas morales no prescriben.
R. En ese caso concurren varias circunstancias: fue un «compañero de viaje», o sea, comunista sin quitarse los gemelos de oro (esto es literal, lo hicieron él y sus amigos para epatar a los obreros de un mitin al que les había mandado el PCE), era un señorito, y eso gusta bastante a condición de que sea de izquierdas, era un cínico, era rico y de clase social alta, era simpático e inteligente no, lo siguiente (yo lo conocí un día en el Palacio Real y pasé con él un rato genial), y escribió un puñado de poemas representativos de ese momento… Yo comprendo ese tipo de razones, pero no pueden justificar un trato de favor por parte del Estado, y menos en la misma semana que se concede la nacionalidad a un chico abusado por un pederasta no muy diferente de Gil de Biedma. Por eso te decía que me extrañaba que el mundillo cultural e intelectual español mirase el caso con tanta indulgencia. Arguyeron: el autor del Diario donde el poeta confesó su pederastia es diferente del personaje o protagonista del Diario. Vamos a ver, llevo escritos 23 tomos de un diario como para saber que tanto si es el autor o el personaje esos hechos no son en absoluto ejemplares. En una novela, igual colaría. Pero en un diario autor y personaje son la misma persona, en un diario el autor es alguien que buscar ser el personaje. Lo asombroso es que aquí nadie atendiera al sentido común y que a la gente defendiera al pederasta y trataran de lapidar a quien solo había dicho: eh, con dinero público no se puede homenajear la pederastia. Hubo una tromba de adhesiones inquebrantables a Gil de Biedma, a su derecho a contarlo (derecho que yo jamás he negado, por cierto, ni negaré nunca, cada cual puede contar y hacer lo que quiera, pero asumiendo la responsabilidad de tus actos) y a que se le hiciera el homenaje… Supongo que muchos de los adhesivos inquebrantables lo hicieron también por cálculo, lo que viene siendo venerar al santo por la peana. La cultura española es mayoritariamente de izquierdas y supongo que pensarán que defender el fuero sin pensar en el huevo es una estupidez.
P. ¿Es el momento de echarse enemigos?
R. Bueno, todo el mundo tiene enemigos, tampoco yo quiero presumir. Lo importante es saber elegirlos, como a los amigos, entre los mejores.
P. ¿Y a cuál de ellos te gustaría que invitáramos a pasar por aquí?
R. Enemigos a ninguno. Esos, si quieren café, que se lo hagan. Y entre los amigos, para que os salga barato, alguien que viva en Madrid: Félix de Azúa.
P. Estupendo, además es colaborador de esta casa.
R. A més a més, que dirían sus amados catalanes.