Historias de abogados
‘Anatomía de un escándalo’ ocupa esta semana el número uno de las series más vistas de Netflix en 40 países, España incluida. Y ello se podría deber al creciente atractivo que suscitan las historias de pleitos y abogados
Anatomía de un escándalo ocupa esta semana el número uno de las series más vistas de Netflix en 40 países, España incluida. Así que puede considerarse como una de las producciones televisivas más exitosas del planeta en la actualidad. Su trama combina el típico thriller judicial con un trasfondo de corrupción política y el muy candente debate sobre el consentimiento tácito en cualquier relación sexual.
La mini-serie empieza presentándonos el hogar idílico del ministro británico James Whitehouse (el inexpresivo Friend Rupert), su esposa Sophie (la estupenda Sienna Miller) y sus dos hijos, en un entorno de alta sociedad y contacto privilegiado con el poder (James es íntimo del jefe de gobierno desde sus tiempos universitarios en Oxford). Pero todo se tuerce cuando nuestro protagonista es acusado de violación y en los siguientes episodios descubriremos –tranquilos, que no les voy a hacer spoiler– que nada es lo que parece, según vayan saliendo a la luz secretos del pasado.
Basada en la novela homónima de Sarah Vaughan, traducida a 22 idiomas, esta autora británica con nombre artístico de jazz singer fue reportera de juicios antes que novelista. Y de aquellos años cubriendo tribunales para The Guardian le vino la inspiración para algunos elementos narrativos de ficción que añaden algo de pimienta al relato: desde el scoop sobre un joven alcalde de Londres llamado Boris Johnson –futuro inquilino de Downing Street– que mantuvo durante cuatro años un affaire extramarital con la columnista de The Spectator Jennifer Arcuri, hasta el modo en que el futbolista galés Ched Evans (Sheffiled United) se libró de la condena por la violación de una chica de 19 años en un segundo proceso de revisión al centrar su defensa en la vida disoluta de la demandante. O sea, que el guion tiene todos los elementos de actualidad necesarios para triunfar; sobre todo ahora, que Johnson anda avivando la polémica con el partygate.
Co-producida por la especialista en política-ficción Melisa James Gibson (House of Cards), he visionado del tirón los 6 episodios de la serie y me he quedado un tanto frío, a pesar de reconocerle ciertos destellos de calidad. Francamente, si me preguntan, me hizo más gracia en su momento Un escándalo muy inglés (2018), inspirada en los devaneos homosexuales del líder del Partido Liberal en los 60 Jeremy Thorpe. Acaso porque Hugh Grant suele contribuir a mejorar muchos de los bodrios en los que interviene.
En Anatomía de un escándalo, el peso interpretativo recae fundamentalmente en Miller y, en menor medida, en Michelle Dockery, que da vida a la fiscal del caso, Kate Woodcroft. La angulosa Dockery es una de esas actrices inescrutables pero magnéticas, que uno siempre recuerda porque poseen un no-sé-qué. Sin embargo, tras haberla descubierto como la sofisticada Lady Mary Crawley en Dowtown Abbey (2010-2015) y constatar su progresión en el inquietante western Godless (2017), no brilla aquí tanto como podría, quizá porque el argumento no consigue hilvanar debidamente algunos giros tan previsibles como pueriles.
Lo más potable de todo es la verosimilitud con que se retrata el almidonado entramado judicial británico, mérito que debemos atribuir –además de a la autora del libro– al otro co-productor de la serie, David E. Kelley, un maestro incuestionable del género: exabogado convertido en guionista y productor, ganador de 11 premios Emmy gracias a títulos televisivos tan rentables o memorables como L.A. Law (1986-1992), Ally McBeal (1997-2002), The Practice (1997-2004), Goliath (2016-2021), Big Little Lies (2016-2017) o The Undoing (2020), todos con el peso de la ley flotando en el ambiente. Para colmo, es el afortunado esposo desde 1993 de la guapetona Michelle Pfeiffer. Pero no nos despistemos…
Aún viniendo avalada por el best seller editorial, hace falta una conjunción de factores más que afortunada para que una tele-serie debutante desplace del ranking mundial del streaming a títulos tan esperados como la segunda temporada de The Bridgerton o la quinta entrega de Élite. Y ello se podría deber al creciente atractivo que suscitan las historias de pleitos y abogados.
Como el gremio de los médicos o los policías, el de los leguleyos posee un gancho comercial en el público desde tiempos inmemoriales, como prueba el amplio historial de narraciones impresas o audiovisuales ambientadas en bufetes y tribunales. Algunos tratadistas consideran La Orestíada (458 AC) de Esquilo como el relato pionero en abordar la problemática de administrar justicia. Mientras que los primeros abogados que aparecen en un libreto teatral serían el protagonista de la obra anónima francesa La farsa de Maese Pathelin (1457), así como Il Dottore de la Commedia dell’arte italiana (siglo XVI).
Desde entonces, la presencia de magistrados y letrados no ha hecho más que crecer en versión editorial o audiovisual. Y, dentro de este subgénero que no solía gozar demasiado del beneplácito de la crítica, las obras ambientadas en tribunales tienen un mayor predicamento si cabe, probablemente porque lo que se habla en la sala, muchas veces a puerta cerrada, suele generar el morbo de lo inaprensible.
Cuando era corresponsal en París, tuve la oportunidad de asistir a algunos juicios bastante sonados en el Palais de Justice de la Île de la Cité, tales como el proceso a Ilich Ramírez Sánchez, alias Carlos el Chacal, o aquel otro contra los últimos jefes de ETA, Txeroki, Ata y Gurbitz. Y puedo asegurarles que las intervenciones de la acusación, la defensa, imputados y testigos carecen, en la vida real, del dinamismo que les otorgan guionistas y montadores en la pequeña y la gran pantalla.
Sin embargo, aunque sabemos que todo es ficticio y un pelín impostado, nos dejamos seducir por el embrujo de las togas, los alegatos preliminares, las pruebas materiales y las deliberaciones del jurado. ¡Cuán fascinante resulta, llevado al celuloide, el toma y daca de testigos periciales y de argumentaciones de los litigantes!
Hagan ustedes la prueba: entren en la web Internet Movie Database (IMDb para los asiduos) y busquen palabras como juez o abogado. Descubrirán que en este inmenso vademécum internacional del cine y la tele aparecen referenciados ambos términos 251 y 366 veces respectivamente.
Como no es oro todo lo que reluce, acudo al más reciente tratado que se ha publicado sobre el tema: Cine y derecho. Togas en la gran pantalla (2021), firmado por el ilustre Rafael de Mendizábal, magistrado emérito del Tribunal Constitucional y expresidente de la Audiencia Nacional, con prólogo del ex fiscal y crítico cinematográfico Eduardo Torres-Dulce. Pero, lejos de satisfacer mi curiosidad sobre cuáles son los largometrajes favoritos del autor, el venerable juez articula el libro con rigor forense, explicando los distintos tipos de aproximación narrativa que permite el devenir jurídico, para analizar después 22 películas icónicas que él asocia a distintas figuras de la ley o momentos procesales.
Así, La costilla de Adán (George Cukor, 1949) ejemplifica los derechos fundamentales y El caso Winslow (David Mammet, 1999) trata de la relación entre Justicia y Derecho, mientras que Anatomía de un asesinato (Otto Preminger, 1959) sirve para explicar la jurisdicción ordinaria y Doce hombres sin piedad (Sidney Lumet, 1957) cuenta el funcionamiento de un jurado. Según Mendizábal, lo más destacado del cine de abogados es «cómo, en muchas ocasiones, las cuestiones jurídicas se abordan con profundidad y hasta con trascendencia, haciendo meditar incluso a los juristas sobre el significado de la ley, el derecho y la justicia».
Por el libro desfilan figuras inolvidables como el Atticus Finch de Matar un ruiseñor (Robert Mulligan, 1962), el Wilfrid Roberts de Testigo de cargo (Billy Wilder, 1957) o el Juez Haywood de Vencedores y vencidos (Stanley Kramer, 1961), que se hallan sin duda en el top 10 de héroes del género, junto a otros personajes o títulos creados para reflexionar sobre los límites del poder ejecutivo, denunciar las injusticias sociales, remarcar la delgada frontera que separa el bien del mal o poner en tela de juicio todo el sistema sumarial.
Pero no hay mención, en cambio, a otras obras maestras que están en mi lista de preferidas como son –por orden fecha de producción– El proceso Paradine (1947) de Alfred Hitchcock, Llamad a cualquier puerta (1949) de Nicholas Ray, Ciudad sin piedad (1961) de Gottfried Reinhardt, Justicia para todos (1979) de Norman Jewison, Veredicto final (1982) de Sidney Lumet. Acusados (1988), de Jonathan Kaplan, La caja de música (1989) de Costa-Gavras, El misterio von Bulow (1990) de Barbet Schroeder, Algunos hombres buenos (1992) de Rob Reiner –¡con Aaron Sorkin de guionista!–, Las dos caras de la verdad (1996) de Gregory Hoblit, El caso Sloan (2016) de John Madden o El oficial y el espía (2019) de Roman Polanski. Y no cito más títulos destacados para no aburrir, ya que este subgénero del cine judicial rara vez defrauda cuando está basado en un guion bien construido. Otra cosa son algunas adaptaciones pésimas de las novelas del ex picapleitos y escritor súper-ventas John Grisham…
En cuanto a las series televisivas, para quienes hayan disfrutado ya de Anatomía de un escándalo y tengan ganas de más argumentación procesal no exenta de suspense, al margen de las numerosas obras de David E. Kelley, yo les recomendaría en primer lugar The Good Wife y su secuela The Good Fight, que aunque se centra en las vicisitudes de un bufete de abogados de Chicago contiene suficientes escenas de tribunales para saciar al más exigente. El problema es que no todas las temporadas están disponibles en las plataformas habituales, pero prueben en Movistar+ y Amazon Prime Video.
Algo menos enrevesada, Daños y perjuicios (Amazon Prime Video), con la siempre fiable Glenn Close al mando del despacho de abogados neoyorquino, invita a meditar sobre los vericuetos de la ley y los abusos de las grandes corporaciones. Mientras que Cómo defender a un asesino (Netflix) mezcla estudiantes de Derecho con juicios escabrosos bajo la batuta del eficaz Peter Nowalk.
Better Call Saul (Netflix), pre-cuela de la icónica Breaking Bad, narra por su parte las desventuras del abogado de baja estofa Saul Goodman y sus infinitas triquiñuelas para salir airoso en cualquier pleito. Otra joyita poco mediática es The night of (HBO), miniserie de enjuiciamiento criminal que es un remake bastante decente de la británica Juicio a un inocente, con John Turturro y Riz Ahmed sentados en el banquillo en calidad defensor y acusado.
Siguiendo con las adaptaciones, Your honor (Movistar+) es la versión norteamericana de la serie israelí Kvodo, con un respetado magistrado, notablemente interpretado por Bryan Cranston (Beaking Bad), al borde de la prevaricación para salvar el cuello a su propio hijo. Y, en el mismo plan de cult-movie, les aconsejo vivamente Justicia (Filmin), drama inglés acerca de la tragedia de Hillsborough en la que fallecieron 97 aficionados del Liverpool y el sumario subsiguiente.
No me gusta mucho, en cambio, la nueva versión de Perry Mason (HBO), con el melifluo Matthew Rhys encarnando con un toque algo oscuro al legendario letrado que hizo las delicias de muchos niños de mi generación en aquella tele de los 60 y 70 en blanco y negro. Donde esté el elegante y sobrio Raymond Bur, que se quite este mequetrefe.
En cuanto a American Crime Story: El pueblo contra O.J. Simpson (Netflix), la combinación de un suceso real altamente mediático con un casting de estrellas consagradas (Cuba Gooding Jr., John Travolta, Sarah Paulson, David Schwimmer…) le ha valido numerosos galardones y no dudo de que su visionado resulte bastante entretenido. Pero yo la encuentro tan pulcra que cae en un tono casi documental que no logra engancharme.
Y es que lo mejor de las películas y series de temática procesal es su desapego absoluto, por aburrido, de lo que puede ser fehacientemente probable. Como ocurre en numerosas ocasiones con el periodismo, la política y la vida, la ficción jurídica no emana de fuentes fidedignas, sino que aplica las normas laxas de la verborrea y del cada vez más extendido precepto italiano se non è vero, è ben trovato.
Ahí radica quizá el punto más débil de la mayoría de las producciones de este simpático subgénero. Lo más entretenido es siempre es planteamiento y el nudo, ya que el desenlace termina siendo, en ocasiones –y a veces forzado por productores y plataformas–, un auténtico disparate. ¡La imaginación al poder y que la verosimilitud no estropee jamás un buen final en forma de sentencia exculpatoria o condenatoria! Lo importante es que el espectador no se lo espere.