Javier Cámara regresa al teatro después de 12 años con una sátira sobre el cine y la televisión
El Centro Dramático Nacional despide su temporada con un as bajo la manga: una obra dirigida por Pablo Remón y protagonizada por cuatro magníficos intérpretes
La escena final previa a la ovación (no se develarán detalles en esta reseña) posee una gran belleza, brinda serenidad al espectador y también cierta esperanza. Cuatro personajes contemplan la noche a través de la ventana, pero quizá también miran dentro de sí mismos. Hay un silencio que arrulla al público que ha acompañado durante dos horas y media la odisea de estas frágiles criaturas. Pablo Remón creó Los farsantes, una obra inteligente, divertida, dinámica y emotiva donde cuatro intérpretes destacados componen a varios personajes. Javier Cámara, en su regreso al teatro después de 12 años [su última participación fue en Realidad, de Tom Stoppard], Bárbara Lennie, Francesco Carril (el brillante protagonista de El bar que se tragó a todos los españoles) y Nuria Mencía componen este elenco virtuoso, a estos personajes escritos por los autores para ellos mismos. Los cuatro aceptaron sumarse al proyecto sin haber leído el guion previamente.
Pablo Remón es, sin lugar a dudas, el más audiovisual de los realizadores españoles. En sus puestas, como El tratamiento, suele emerger la estructura, la estética, el lenguaje y la sintaxis del guion de cine y televisión. Pero este universo de producción no es el tema, sino el ambiente, el detonante, la excusa. A partir de este hábitat que tanto conoce (por ejemplo, obtuvo el Goya al mejor guion adaptado en 2020 por Intemperie) reflexiona sobre la identidad, sobre los vínculos humanos y sobre los sueños. Remón (Premio Nacional de Literatura Dramática 2021) dirige Los farsantes, una obra que escribió junto con Violeta Canals.
Los farsantes es una obra que recorre dos líneas argumentales en paralelo. La primera es la de Ana, en la piel de Bárbara Lennie, una actriz de teatro que busca de uno y mil modos triunfar, lograr fama y prestigio. El espectador la sigue en aquel derrotero, en esos mil intentos por lograr el reconocimiento de sus pares en la profesión. La segunda línea es la de Diego, interpretado por Javier Cámara, siempre impecable, en cualquier personaje que componga. En esta pieza cincela a un exitoso director de cine de series y películas que triunfan en el circuito mainstream. Ana y Diego están conectados por un personaje que no aparece en escena y por muchos más puntos en común de los que podrían imaginar. A pesar de la dicotomía éxito-fracaso, hay en estas criaturas una lucha más ardua: encontrar su lugar o, mejor dicho un papel, su rol en el mundo, en una profesión, en una tradición, en su familia.
El escenario está diseñado en dos planos (gran labor de Mónica Boromello), un piso en una estancia superior y otro inferior, al nivel del escenario. En ellos se recrean diferentes ambientes de esta(s) historia(s): un avión, un bar, una sala que parece sacada de un cuadro de Edward Hopper, una terraza, solo por nombrar algunos.
Diseñada en capítulos, explica Remón que busca construir «una narración eminentemente teatral, pero de aspiración novelesca y cinematográfica». Hay en estos ocho episodios que se distribuyen entre las luchas de Diego y Ana un paréntesis al comienzo del segundo acto donde aparece el Autor (sí, con mayúscula), interpretado por Carril. Se defiende de acusaciones de plagio y argumenta en su defensa padecer criptomnesia, un término acuñado por el psiquiatra británico Theodore Flournoy, una patología por la que un individuo no puede distinguir si algunos recuerdos son propios o ajenos. Aquí el título de la obra, Los farsantes, deja de ser mero capricho para convertirse en un planteo existencial. ¿Qué es la copia? ¿Copiarse a uno mismo es plagio? ¿Qué es la influencia y hasta donde se extiende su límite y comienza el plagio? ¿Se puede ser completamente original? ¿Quién es realmente el autor de un texto?
Aquí resuena, sin lugar a dudas, no solo el concepto de Roland Barthes sobre «la muerte del autor», sino también el ensayo de Umberto Eco. La angustia de las influencias, donde explica que un autor, por más que lo intente, es el resultado de sus lecturas y es, por lo tanto, incapaz de escapar de ellas. Pero, nuevamente, Los farsantes no es un tratado sobre semiótica ni Literatura Comparada, sino una exploración de la identidad humana, cualquiera sea su profesión. Resulta conmovedora la reflexión de Ana: «¿Cuál es la mejor versión de nosotros mismos?». En esta sátira los actores se ríen sobre los clichés, vicios y miserias de su profesión, pero en ningún momento se convierte esta mirada en un ataque. Los farsantes no son pícaros, no buscan timar a nadie, sino sacudir al público de su rutina.
Los farsantes · Centro Dramático Nacional, Sala Valle-Inclán ·
Martes a domingos, a las 20 ·
Hasta el 19 de junio (luego comenzará una gira nacional)