Cuando Eurovisión no era un esperpento
«Hemos alcanzado estos niveles de estulticia cultural y de tombolización de la vida pública (Lorenzo Díaz dixit) simplemente degenerando»
¿Lo pasaron bien anoche viendo el Festival de Eurovisión? Yo encendí la tele por simple curiosidad antropológica y por ver si se cumplían las predicciones de algunos analistas, como Lluis Pellicer, que daban por vencedora segura a Ucrania con el argumento de la geopolítica y el voto emocional contra la guerra.
En el piso de al lado, mis vecinos veinteañeros habían montado una TV party por todo lo alto y berreaban beodos cuando algún jurado otorgaba puntos a la representante española, Chanel. Entonaban cánticos balompédicos como aquel ¡A por ellos, oe!, con el que la selección nacional de fútbol logró desempolvar tiempo atrás cierto espíritu patriótico. Me pregunto si alguno luciría la preceptiva camiseta roja. Mientras, mi hijo adolescente intercambiaba mensajes, vía redes sociales, soltando risitas intermitentes cada vez que alguien compartía una ocurrencia sobre el peinado imposible, la vestimenta atrabiliaria o la coreografía disparatada de los distintos concursantes.
Con estos mimbres que entrelazan la música popular, el espectáculo televisivo y la rivalidad entre naciones, el Festival de la Canción de Eurovisión lleva desde 1956 retrasmitiéndose cada primavera en directo a medio Occidente y cosechando audiencias de auténtico récord que lo sitúan como el espectáculo televisivo no deportivo más visto del planeta. La final de 2021, sin ir más lejos, sumó más de 183 millones de espectadores procedentes de 36 mercados, según datos de la Unión Europea de Radiodifusión (UER), alcanzando una media del 40,5% de cuota de pantalla.
¿Cómo hemos ha llegado hasta aquí? Los estudiosos de los mass media explican dicho boom por el aumento del público joven, puesto que la cifra de televidentes de entre 15 y 24 años ha crecido un 7% respecto a 2019, situándose en el 52,8%. Así que la culpa, en parte, sería de los niñatos.
La buena adaptación al mercado digital parece haber influido igualmente en este resurgir, con especial trascendencia del canal oficial de YouTube, pero también de otras redes sociales. Para muestra, la 65ª edición suscitó el año pasado la publicación de casi 5 millones de tweets sobre Eurovisión. Claro que yo prefiero una teoría alternativa, que no se sostiene en datos sino en intuiciones.
Hemos alcanzado estos niveles de estulticia cultural y de tombolización de la vida pública (Lorenzo Díaz dixit) simplemente degenerando
Hay una anécdota atribuida al torero Juan Belmonte, cuando coincidió en una plaza con un antiguo banderillero de su cuadrilla que había terminado siendo nombrado alcalde. «¿Cómo ha conseguido usted un cargo público tan importante, viniendo de abajo y no teniendo estudios?», le preguntó el matador. A lo que el edil respondió con gracejo: «Degenerando, maestro… degenerando». Pues eso pienso yo de cómo ha ido evolucionando –a peor– nuestra querida Eurovisión: hemos alcanzado estos niveles de estulticia cultural y de tombolización de la vida pública (Lorenzo Díaz dixit) simplemente degenerando.
Llámenme anticuado pero, cuando se acercan estas fechas, echo de menos aquellos certámenes de mi infancia, con orquesta en el plató y presentador de esmoquin. Entonces, la música se tocaba en directo y estaba prohibido acudir con pistas pregrabadas.
Ni Eurovisión, ni la OTI ni otras retransmisiones de idéntico calado parecían concebidas, como las actuales, por el director de La parada de los monstruos (1932, Tod Browning). Aquellas sofisticadas veladas eran lo más alejado de estos shows audiovisuales con espíritu circense que nos echan ahora y que parecen pensados más para idiotizar al personal que para entretener.
Como los casinos, que en otros tiempos fueron el centro de la vida nocturna y glamourosa de numerosas metrópolis –recuerden las viejas películas de James Bond–, los primeros festivales no funcionaban únicamente como concursos de talentos en los que se privilegiaba el share, sino que eran también un reclamo para destinos vacacionales costeros como San Remo, Viña del Mar o Benidorm, además de una plataforma promocional de la que se servían muchas estrellas consagradas sin ningún temor al desastre.
Todavía recuerdo algunas canciones imborrables que surgieron de convocatorias públicas como estas. En San Remo, Nel blu dipinto di blu de Domenico Modugno triunfó en 1958, igual que Il cuore è uno zíngaro de Nicola di Bari lo hizo en 1971. Non ho l’etá, de Gigliola Cinquetti (1964), se impuso en la Riviera antes de ser seleccionada para Eurovisión y arrasar aquel mismo año en la edición que se celebró en Copenhague.
La España ‘different’ de Eurovisión
Eran tiempos en que el certamen europeo atraía a verdaderas estrellas del pop, como la lolita francesa France Gall, que venció en 1965 con la pegadiza Poupée de cire, poupée de son –¡escrita por el gran Serge Gainsbourg!–, o la chica yeyé británica Sandie Shaw, que se impuso en 1967 con Puppet on a String, un temazo que luego fue número uno en media Europa, traducido a cuatro idiomas. Y qué decir de ese La, la, la, obra del Dúo Dinámico, con el que Massiel derrotó en 1968 al mismísimo Cliff Richards (Congratulations) y que sigue siendo una de las dos únicas victorias –junto al Vivo cantando de Salomé (1969)– de las 60 participaciones españolas…
«A mediados de los 60, comenzamos a entonarnos. Eran los tiempos del desarrollismo económico, de la victoria ante Rusia en la Eurocopa, del boom del turismo y del Spain is different. Y, por primera vez en muchos años, nos veíamos al nivel que los países punteros de Europa. ¿Por qué no íbamos a ganar Eurovisión?», recuerda José Ramón Pardo en el libreto del doble Cd España en Eurovisión (2005). Y así se produjo el milagro.
Por cierto, que nuestro país ha quedado segundo en otras cuatro ocasiones, con Karina (En un mundo nuevo, 1971), Mocedades (Eres tú, 1973), Betty Missiego (Su canción, 1979) y Anabel Conde (Vuelve conmigo, 1995). Por aquel entonces, la música melódica y el pop más chicloso eran realmente populares dentro y fuera de nuestras fronteras y la nómina de intérpretes consagrados que enviamos a defender nuestros colores no fue desdeñable. Con mayor o menor fortuna, por Eurovisión desfilaron Raphael con el futuro clásico Yo soy aquel (1966), Julio Iglesias con la melancólica balada Gwendolyne (1970), el simpar Peret con la optimista rumbita Canta y sé feliz (1974)… ¡Aquellas eran estrellas con proyección internacional y no lo que mandamos últimamente!
Algo se torció cuando un visionario adelantado a su tiempo decidió presentar en Múnich 83 a la muy prometedora cantaora sevillana Remedios Amaya con Quien maneja mi barca: un flamenquito facilón que incorporaba arreglos electrónicos, obtuvo cero votos y quedó en último lugar, empatado con Turquía. Remedios tenía 21 años, era la primera vez que cruzaba los Pirineos y actuó descalza ante los ojos atónitos del público muniqués. El fracaso fue justificado por el ente público como un «choque cultural» y TVE decidió condenar la siguiente cita euro-visiva (1984) y las ocho posteriores a ser emitidas por la segunda cadena, considerando que el festival había perdido el interés del gran público. ¡Qué genios!
Esta no es la única vez que España ha quedado primera por la cola. Además de Remedios –que luego se convirtió en una leyenda del cante jondo–, ese dudoso honor corresponde igualmente a Víctor Balaguer (1962), Conchita Bautista (1965), Lydia (1999) y Manel Navarro (2017). Por cierto, Lydia ha sido también la única compatriota en la historia del certamen en alzarse con el Premio Barbara Dex al peor vestuario, por lucir con no poco desgarbo un traje multicolor de Agatha Ruiz de la Prada. ¡Y es que, cuando hacemos algo, lo hacemos a conciencia!
Bromas aparte y dejando a un lado nuestro orgullo nacional herido, la degeneración palpable del festival no tiene nada que ver con ridículos artísticos ni con los desequilibrios de share, sino con eso que Walter Benjamin describió como la «liquidación del concepto cualitativo tradicional en la transmisión cultural», asociada a la revolución tecnológica. Dicho en plata, que en estos concursos ya no percibimos –ni siquiera buscamos– la calidad musical, sino una chanza momentánea de la cual rara vez surge nada sólido detrás.
El mejor ejemplo de esta inevitable bajada a los infiernos es el hecho constatado de que un bufón como Rodolfo Chikilicuatre salvase literalmente en 2008 a Eurovisión –y por ende a TVE– de la sangría de audiencia que llevaban sufriendo en las últimas ediciones con un tema tan descerebrado como Baila el chiki-chiki y una coreografía ad hoc digna de un frenopático.
El año anterior, el certamen había obtenido su peor dato de audiencia desde 1997, con solo 3,3 millones de espectadores. Así que TVE se alió con la web MySpace para lanzar la iniciativa Salvemos Eurovisión, plataforma que permitía a los aspirantes colgar fácilmente los vídeos de sus canciones y que tuvo incluso un breve especial televisivo presentado por nuestra añorada Raffaella Carrá.
El resultado de aquel engendro que seguía la regla no escrita de «cuanto más payaso, mejor», fue que los votantes dejaron de lado al grupo indie La Casa Azul para aupar al alter ego del cómico David Fernández, un personaje que presuntamente había inventado la guitarra-vibrador y participaba de forma recurrente en el programa nocturno de Andreu Buenafuente. Aquella parodia estrambótica se cameló al público y cosechó más de 9,3 millones de espectadores, además de un 16º puesto en el concurso, que pocos hubiéramos vaticinado. ¡Resultó que Europa también tenía humor!
Pienso ahora en ilustres participantes que, sin haber ganado, contribuyeron con su talento a la grandeza del certamen y se me revuelven las tripas: Domenico Modugno (1958, 1959 y 1966), François Hardy (1963), Massimo Raineri (1971, 1973), Nicola di Bari (1972), Olivia Newton-John (1974), Baccara (1978), Franco Battiato (1984), Umberto Tozzi (1987), Dulce Pontes (1991), Sergio Dalma (1991), Patricia Kaas (2009)… Me vienen a la cabeza los casos de ABBA, que salieron de Suecia para conquistar el mundo gracias a su triunfo en 1974 con Waterloo, o de Céline Dion, que ganó en 1988 con Ne partez pas sans moi, representando a Suiza. «Todo esto, para qué», diría la novela de Lionel Shriver.
«Nuestra especie ha empleado millones de años en conquistar la estupidez, que es algo muy cómodo. La televisión es solo uno de los medios con los que la disfrutamos», escribió Pino Aprile. Lo que se ideó para unir a los europeos tras la Segunda Guerra Mundial, a través de una red televisiva común, ha ido cayendo cuesta abajo y sin frenos, guiado por la tentación fácil del frikismo.
«Cuanto más kitsch, más guay», parece la norma no escrita de los euro-fans. Según pasan los años, me resulta más difícil congraciarme con el proyecto actual, a pesar de su glorioso pasado y de los buenos recuerdos que me trae. Yo, que siempre he sido un europeísta convencido, me debo estar volviendo ahora euro-escéptico, al menos en el plano festivalero…