No sé nada del vecino que se ha arrojado al patio
«Echaba yo de menos la noticia, el sentido, un orden en el horror»
Hace meses, un grifo mal cerrado me empapó una toalla roja y la tendí a secar en la ventana. La vida empieza así, por lo cotidiano. La toalla destiñó con tan mala suerte que gotas rojas de tinte cayeron con precisión criminal sobre la ropa tendida de mi vecina del segundo, prendas blancas de su hijo pequeño, por más señas. Me enteré cuando la puerta de mi casa recibió una andanada de golpes, y el timbre martilleó al unísono, y la vecina me echó la bronca.
En esa vecina y ese lance pensé cuando, la semana pasada, mientras dormitaba por la tarde junto a mi hijo gravemente enfermo, golpes similares y timbrazos idénticos me sacaron de la habitación. ¡Pero si ni siquiera he tendido hoy!, me decía a mí mismo mientras acudía a la puerta. Era un bombero.
«¿Falta alguien mayor en la casa?», me dijo. Faltaba mi hija pequeña, así que respondí que no. A su espalda, otros tres o cuatro bomberos subían las escaleras con determinación. No cerré la puerta y vi cómo el bombero llamaba a la casa del vecino. Una voz desde dentro afirmó que no iba a abrir. El bombero recitó en voz alta el número del piso, y gritó: «¡Va a venir la Policía!».
Vino. Eran cuatro agentes. Los observé por la mirilla mientras se coordinaban en la escalera. Algo había pasado en el piso de arriba. «Oyó un golpe y se asomó», dijo uno, como repasando las palabras de un testigo. Otro ordenó por su walkie talkie: «¡Que no salga nadie del portal!» Subieron al sexto.
Como padre, mi obligación es ponerme en lo peor. Han asesinado a un anciano en el piso de arriba y el asesino sigue en el edificio. De hecho, es mi vecino. Tratará de escapar. Puede que acceda a mi casa por las ventanas colindantes del patio de luces… Así que cerré la puerta con llave y luego todas las ventanas de la casa. Llamé a mis suegros para que no volvieran bajo ninguna circunstancia con mi hija. Luego busqué en Google mi dirección exacta. Me extrañó que no fuera noticia instantáneamente lo que me estaba pasando a mí.
La Policía bajó y llamó a la puerta del asesino. Abrió. No era un asesino, era el hermano de mi vecina latinoamericana, que estaba de visita unos días. «En mi país no abrimos a los bomberos», declaró. La verdad es que la frase sonaba totalmente lógica en medio de la confusión. Yo había abierto la puerta para que vieran que no tenía nada que ocultar. Un policía muy joven se dirigió a mí. «¿Oyó algo anoche?» No, contesté. «¿Puedo pasar?» Le dejé pasar y sentí una extraña confianza. «¿De verdad que no oyó nada anoche?», me dijo de nuevo. No tendría ni 25 años. Era como si dentro de mi casa pudiéramos hacernos amigos, resolver crímenes. «No, tío», le dije, literalmente.
Se fueron y yo no sabía nada de lo que estaba pasando. Google tampoco sabía nada de lo que estaba pasando en la calle tal número tal de Madrid. A los periódicos este muerto no les había llegado. Quizá era una muerta. ¿Falta alguien mayor en la casa?, recordaba. «Oyó un golpe y se asomó», también. Alguien se había tirado por la ventana o lo habían tirado por la ventana. A media tarde.
Echaba yo de menos la noticia, el sentido, un orden en el horror. En el centro de la información no existe la noticia. La noticia es un tercero que mira. Yo estaba en el centro de la información y quería que alguien en una redacción de Madrid me dijera qué estaba pasando en mi descansillo. ¿Oyó usted algo anoche?
Trataba de recordar qué había oído yo anoche. Sentía que le había fallado al policía. ¿Había muerto el vecino anoche o esta tarde? ¿Falta alguien mayor en su casa? Cuatro frases sueltas me venían a la cabeza constantemente. Para encontrar la casa de un muerto hay que ir preguntando puerta por puerta si falta alguien con sus características. ¿Falta un niño en la casa?, sería una variante.
La semana había empezado con mi decisión de cambiar de trabajo. Me las prometía yo muy felices con mis propios problemas. Tenía varios días por delante para darme importancia. ¿Habría hecho bien? Uno cree que la vida se nos ofrece acompasada, con los hechos mayores distribuidos y grandes vacíos de sucesos entre medias, para aburrirse y filosofar. Pero a media semana tuvimos que llevar al niño a Urgencias, y lo volvimos a llevar al día siguiente. Y el viernes mientras lo cuidaba alguien cayó silenciosamente desde el piso de arriba para morir cinco pisos más abajo. Cada día pasaba algo más grave. Con lo del niño me dieron ganas de rezar. Para el domingo a lo mejor correspondería ir a misa.
¿Qué era lo importante? ¿Qué era noticia? ¿De qué va esta vida? El cuerpo de una persona había seguido el mismo camino vertical que unas gotas de agua rojiza. Hace meses me sentía fatal por haber echado a perder la ropa blanca de un niño. Ahora había enfermedad, había muerte. Pero la pesadumbre no podría yo decir que fuera mucho mayor. Era la pesadrumbre que tocaba. A la mañana siguiente pregunté qué había ocurrido justo encima de mi cabeza. Google seguía sin decir nada de mi calle, no éramos noticia. «El del sexto se ha tirado», me contaron. Con una naturalidad absoluta. «El del sexto se ha tirado». Como quien sabe que no le tienes que dar tanta importancia a algo que ni siquiera ha salido en los periódicos.