¿Quién se acuerda de 'Smoking Room'?
Se cumplen 20 años de una de las grandes películas de culto de la historia del cine español
Ahora que se hacen tantas películas y series donde se protegen, promueven y exhiben todo tipo de hábitos saludables y de comportamientos bondadosos, llama aún más la atención un filme cuya base argumental no era otra que el derecho de unos oficinistas a fumar en el trabajo. Hace no tanto el cine defendía el vicio, y lo progresista podía muy bien estar representado por un hombre que fumaba. Smoking Room fue, a principios de siglo, cine de combate, y ahora que cumple veinte años disponen ustedes de una forma idónea de celebrarlo: tratar de verla y descubrir que no se puede. No está. La película no está oficialmente entre las decenas de miles de películas disponibles online. Más cine de culto que esto no puede haber, amigos.
Fumar, cuando entonces (2002), era ya tan malo que sólo lo hacía la gente inteligente. Fumar, como escribió Bret Easton Ellis en Glamourama, no acortaba la vida, sino la vejez, que no era lo mismo. Fumar, en fin, iba de la mano de leer, ver películas subtituladas, practicar sexo sólo para fumar luego y deglutir a grandes tragos los cauces alcoholados de la noche. Hacer una película sobre fumar era hacer una película sobre la revolución.
Smoking room fue sobre todo una película de palabras. Su puesta en escena y planificación seguro que tenían su aquel, el montaje era muy intuitivo y vertiginoso, pero uno sólo veía a un tipo con una cámara de vídeo rodando en planos muy cortos a varios hombres desesperados. Estaban desesperados por fumar y, también, por pisarse los unos a los otros, ser pisados por sus jefes, ser pisados por sus mujeres y ser aplastados por el capitalismo. Smoking room era una película sobre pisar cosas. Ya dijo el loco de Leopoldo María Panero que disfrutaba de aplastar el cigarrillo humeante en el suelo porque era como pisar a una persona.
Escrita y dirigida al alimón por Roger Gual y Julio D. Wallovits, la película presentaba una sucesión de monólogos brillantes, viscerales y muy masculinos. Los hombres hablaban solos incluso cuando otro hombre los escuchaba hablar. La vida no tenía sentido y su mujer les había echado de casa y no ascendían y era imposible elegir una lámpara en una tienda de lámparas porque estaba toda la tienda llena de lámparas. Eso decían. Además, tenían que salir a la calle para fumar, y en la calle hacía todo el frío que hace en las calles cuando del otro lado sólo hay más oficinas.
Eduard Fernández ponía en marcha (su personaje, decimos) un documento en el que se solicitaba la “smoking room”, y el documento corría por la gris-verdosa oficina buscando la adhesión de la firma, el compromiso con el cáncer de pulmón. Algunos firmaban y otros echaban cálculos de lo que exigir cigarrillos a la empresa supondría para sus aspiraciones de ascenso. El personaje de Eduard Fernández era el héroe español contra la gran matriz americana, porque quería matarse fumando para no tener que matarse en Benidorm, jubilado de sol. Manuel Morón era el pusilánime cuya mujer le despreciaba por no ser capaz de cambiar de despacho, ese ascenso soñado en la España de las piscinas. Antonio Dechent era el marido pateado de su propia casa por llegar tarde cada noche, y que ahora vivía en un hotel “de mierda” y miraba el cuadro de un payaso, y se preguntaba: “¿Esto es lo que merezco?” La crisis de la mediana edad se resumía en un payaso mal pintado que te devuelve la mirada.
También lucían testosterona y malos afeitados Chete Lera, Francesc Garrido y Juan Diego.
Vi Smoking Room en su momento en salas y me pareció una de las mejores películas de la historia del cine español. Cuando tienes veintisiete años, eso es importante: elegir tú solo lo mejor del cine español. ¿Hoy alguien se acuerda de Smoking Room? La película traía la pátina del Dogma 95 danés, mucha literatura, actuaciones que seguramente conllevaron visitas al psicólogo, de tan dolorosas y críticas que parecían (el elenco en pleno, según recuerdo, recibió un premio en el Festival de Málaga), y una cierta modernidad de lo cutre que resultaba increíble que remitiera a Shakespeare. Era cine sin miedo, sin medios, sin concesiones. Cine.
Ahora sólo puede verse una especie de copia pirata en Youtube. Y aún así sigue pareciendo una gran película de la palabra y del dolor. Y, por qué no decirlo, una gran película sobre los hombres. ¿Esto es lo que merezco?