'Stranger Things': como polillas a la luz de los 80
La serie de Netflix alcanza insólitos récords gracias una estética que entronca con Spielberg para aliviar la oscuridad de la narrativa actual
Algo nos deslumbra en Stranger Things. Más allá de su calidad técnica, parece haber tocado la fibra exacta en el momento oportuno. La cuarta temporada de la serie ambientada en los años 80 ha batido todos los récords de Netflix, justo cuando esta más lo necesitaba, con el desplome de suscriptores apuntando a un abismo más terrorífico que los monstruos interdimensionales de Hawkins. Dividida en dos bloques, la primera, de siete episodios de una hora, acumuló nada menos que 12.340 millones de minutos de visionado las dos primeras semanas tras su estreno, del 23 de mayo al 5 de junio.
Algo insólito, y eso que solo hay datos de la audiencia estadounidense en televisores: habría que añadir los visionados en ordenadores o móviles y las totales del resto del mundo. Curiosa, por cierto, la forma de medir el éxito en la época del streaming: acumulación de tiempo. El segundo bloque de la temporada, de solo dos episodios, el último de más de dos horas de duración, salió al ciberespacio (el aire se nos ha quedado tan pequeño) este fin de semana y, a falta aún de datos contrastados, Netflix reconoció que se vio desbordada: sus servidores crujieron hasta hacerse inaccesible para muchos de sus usuarios.
¿Qué está pasando? Stranger Things narra las peripecias de un grupo de niños, adolescentes ya a estas alturas, en un pueblo en el estado de Indiana, el Medio Oeste de EEUU, lo que los norteamericanos denominan heartland, la sede de las esencias patrias. Se trata de chavales cándidos, brillantes, pero sin reconocimiento social, típicos perdedores, que repentinamente se encuentran inmersos en una gran aventura que los redimirá, sacando lo mejor de ellos mismos. Nada demasiado original. Pero funciona.
Para empezar, porque la historia se sitúa en el contexto en el que esas historias funcionaban como nunca han vuelto a hacerlo: los años 80. La ambientación en Stranger Things no es importante: lo es todo. Las casas, los objetos, la comida y la bebida, las bicis, la ropa, los juegos de rol, los walkie talkies… Aunque sería un error ignorar la importancia del estilo de las tramas, inspirado o directamente copiado sin demasiado pudor de la pandilla de Los Goonies, el aire aventurero de Indiana Jones, la empatía hacia el enternecedor alien de ET, el terror de Pesadilla en Elm Street… La lista sería interminable. Rhianna Campbell, por ejemplo, cuenta hasta 54 fuentes de inspiración en BuzzFeed.
Hay algo más, sin embargo. O menos, según se mire: corre por debajo, más sutil, más esencial. Algo que hace que toda esa ingente cantidad de referencias no se convierta en un batiburrillo sin sentido: la emoción. Una sensación de hogar, de pertenencia, mezclada con abundantes dosis de aventura, un tono que armoniza todo, dándole una dirección con mucha demanda hoy día. Especialmente en EEUU existe una nostalgia evidente por aquella época dorada (literalmente: esa luz, los colores…) Tras la depresión de los años 70, con una inflación galopante y la gasolina por las nubes (¿le suena?), el país despertaba de nuevo, dispuesto a remontar como lo había hecho tras el Crac del 29. Las medidas económicas de Ronald Reagan y el declive evidente del gran rival, la URSS, pusieron las bases, pero hubo un movimiento de fondo quizá no tan obvio para los historiadores al uso, pero fundamental para la historia sentimental de un país (y a su rebufo, para qué nos vamos a engañar, el resto del mundo).
«En las tramas de Stranger Things van apareciendo elementos muy al hilo de cierta agenda ideológica»
Jorge Carrión lo clavó en un artículo en The New York Times. Para él, Stranger Things acierta a repetir en nuestros días «la operación que Spielberg protagonizó como director, guionista y productor hace casi cuatro décadas: crear un espacio en que puedan convivir y disfrutar varias generaciones de espectadores«. La verdadera novedad que aporta dicho movimiento hoy consiste en «maquillar la oscuridad y el nihilismo por el que atraviesa la tercera edad de oro de la televisión. Poner chistes y bromas en boca tanto de los niños como de los adolescentes y de los adultos. Imaginar formas de la relación amistosa y amorosa que se puedan aplicar a cada franja de edad. No romper bajo ningún concepto aquella moral, la del cine popular de los ochenta. Ni su estética».
Carrión señala la sobredosis de Freud de la gran mayoría de las series de los últimos años, que «insisten en el polo negativo de la memoria: el del trauma». Cuidado con la interpretación literal: los personajes de Stranger Things claro que tienen traumas, como en las películas de Spielberg, la diferencia estriba en su posición: no son el centro de la narración, sino los estímulos de la verdadera fuerza motriz, la del grupo, la comunidad arremolinada alrededor del sentido que termina mostrándose siempre, en última instancia, como una emanación del amor que van descubriendo sus miembros a lo largo de una aventura que se muestra como un laberinto con salida. A eso creo que se refiere Carrión cuando dice que Stranger Things, «al recuperar las convenciones narrativas del cine ochentero, se sitúa a contracorriente, porque reivindica el polo positivo de la memoria: el de la nostalgia. La nostalgia nos da placer».
Un placer ambiguo. La etimología de la palabra nostalgia nos muestra una raíz bífida en los términos griego nóstos (regreso) y álgos (dolor). Echamos de menos algo que queda en el pasado… porque queremos volver. El placer aquí no tiene que ver con el masoquismo, sino con el reencuentro, aunque fugaz, con aquello que una vez tuvo significado. Eso, el significado, sí soporta el viaje en el tiempo. No podemos recuperar la época previa a los móviles e internet, pero sí el sentido de la apuesta de Spielberg hace 40 años. Erróneamente mezclada con la nostalgia suele aparecer otro término hermano (como Caín de Abel), la melancolía, descendiente también de dos palabras griegas, mélas (negro) y kholé (bilis). En la medicina antigua creían que la tristeza provenía de una bilis negra que no convenía segregar más de la cuenta.
Los creadores de Stranger Things, los hermanos Duffer, gemelos, nacieron en 1984, dos años después del estreno de ET y uno antes del de Los Goonies. Los clásicos de los 80, sin embargo, persistieron en su entorno, marcando su educación sentimental. Cuando decidieron dedicarse a contar historias lo tuvieron muy en cuenta. En una entrevista para The Guardian acerca de Stranger Things, Ross Duffer no tuvo empacho en admitir que «la idea era: en este nuevo medio, ¿podríamos volver atrás y tomar lo que hizo Spielberg en los 80, ahora relegado por cursi, y elevarlo». Bueno, están en ello.
Ese matiz de la altura probablemente tenga que ver con cierto equipaje que han metido en el vehículo heredado. En las tramas de Stranger Things van apareciendo elementos muy al hilo de cierta agenda ideológica. Lo «cursi» parece referirse a cierto concepto de normalidad que los Duffer, entre otros, Netflix a la cabeza, consideran trasnochado. Sea esto cierto o no, la cuestión es ser conscientes de que está en juego qué valores queremos que cabalgue el viejo caballo de Spielberg. Pero esa es ya otra historia.