La OTAN ante los lienzos
«Aunque no hayan visto la ‘Alegoría’ de Corrado Giaquinto, los líderes de la OTAN hacen bien en fortalecernos ante Rusia y China»
Corrado Giaquinto, fecundo pintor rococó que vivió unos años en el Madrid dieciochesco, tiene muchos cuadros en el Museo del Prado.
Sin embargo no he podido saber si los jefes de la OTAN allí congregados han contemplado ―o visto, al menos― su Alegoría de la Justicia y la Paz. Si no lo han hecho, no se han perdido gran cosa artísticamente, pero en cuanto a la imagen (¡ah, la imagen!), ¡qué fallo de comunicación política! ¡Qué ocasión perdida de vanilocuencia pública! Esos grandes jefes, esos Toros Sentados allí de pie, Atlantes con el peso del mundo a sus espaldas (altas y agraciadas las del doctor Sánchez), contemplando con expresión experta las figuras femeninas de Justicia y Paz: dos jóvenes rizorrubicundas bien alimentadas ―sin llegar al embonpoint, que dirían los francófonos―, envueltas en ampulosas gasitas y túnicas romanas; Paz sostiene un ramito de olivo; están juntitas, arrimaditas, y a su alrededor se afanan unos angelotes nalgoncetes y mofletudos que con un fuelle atizan fuego, mientras otro sostiene en sus brazuelos un haz de pajizo trigo, («Otro escondía sus ojos bajo el ala», dice Eliot de uno de sus Cupidos en La tierra baldía); por detrás de Justicia asoma un ave malencarada (qué lejos queda / del lascivo cisne de Leda) y hay alborotados y amenazadores nubarrones de los que, no obstante, salen rayos de luz que parecen regar algo de esperanza sobre un mundo tumultuario. ¡Qué mensaje para nuestros esclarecidos líderes!
También hay que consignar que Justicia y Paz enseñan un pechito cada una y buscan besarse. Columbro un Biden agitado como gallina que ve lombriz.
Hasta aquí mi écfrasis del día.
Lo que sí hemos visto ha sido a Boris Johnson ―el bullicioso Boris de rubias guedejas― recorriendo salas del museo, en plan exquisito y conspicuo, alejado del parloteo de sus colegas y haciendo de involuntario pero eficaz jefe de claque. Boris, al cabo, es un hombre estentóreo que se sabe de memoria largos pasajes de la Ilíada en griego homérico y gusta de vociferarlos, quizás buscando compensar así el drama de no ser alto ni agraciado, que es privilegio de otros, exentos, por tanto, de aprenderse nada.
Todo este irvenir, todo este bulle-bulle de mandamases por el Prado me han traído al recuerdo un artículo del turinés Guido Ceronetti, escritor con boina y titiritero (no es metáfora: tenía un teatro de marionetas), incluido en el volumencito El monóculo melancólico, de jonjuarístico título. El texto de marras es El chino y la «desnuda».
Resulta que hace algunos años visitó Madrid, y el Prado, Li Xiannian, a la sazón Presidente de la República Popular China. Cuando pasó frente a las Majas goyescas, sobre todo frente a la desnuda, parece que maniobró de forma aparatosa para que los fotógrafos no lo cazaran demasiado cerca ni demasiado interesado en el cuadro. A partir de ese hecho pudibundo, Ceronetti arma una crítica hiriente del totalitarismo comunista chino y, algo misteriosamente, si han de saber mi opinión, se zambulle en la incompatibildad entre el marxismo y el desnudo, que, nos recuerda, ya había sido señalada por Bujarin en 1925:
«Para nosotros revolucionarios, el desnudo, epifanía burguesa, es inaceptable en cualquier forma que se presente», cita Ceronetti.
El desnudo, «epifanía burguesa». ¡Me arranco un diente! Que el comunismo es criminal, puritano y cerril en tantas y tantas cosas, es hecho sabido, sin embargo recuerdo bien mis sensaciones y reflexiones cuando leía el artículo del italiano: estaba cogiendo el rábano por las hojas y resultaba muy forzado recurrir al pudor (verdadero o impostado) de un dirigente comunista chino en visita oficial a otro país, para ilustrar la naturaleza tiránica de ese régimen. Si salto de pudorosa a tiránica es porque, según Ceronetti, la actitud de Li reflejaba una horrible autocensura que a su vez procedía de una deshumanizadora censura previa y externa. (Recordad, camaradas: ¡crítica y autocrítica!). El presidente chino, afirmaba el escritor turinés, no era un hombre libre. Con tales procedimientos, el erizado crítico italiano llega enseguida a enérgicos dibujos de las revoluciones comunistas:
«masas y revoluciones de revoluciones, con sus vagones llenos a reventar de absurdidad y de sangre, dirigidos hacia los barrancos desnudos de toda esperanza, adonde la preescrita Fatalidad les empuja».
«Desnudos de toda esperanza». Lasciate ogni speranza, escribió Dante, Contra toda esperanza, escribió Nadiezhda Maldelstam. La esperanza siempre ha estado cara.
«Aunque no hayan visto la Alegoría de Corrado Giaquinto, los líderes de la OTAN hacen bien en fortalecernos ante Rusia y China, en desoír a sus infantilizadas y malcriadas izquierdas»
El chino y la «desnuda» termina con dos respuestas a su artículo, una oficial y otra de un particular, llegadas desde China un año después de que apareciera por primera vez en un periódico. Las dos deploran, discretamente, su tono vejatorio y se preocupan de explicar que, si la Maja bien puede ser tenida por bella en algunas partes del mundo, «en ningún caso es comparable a la perfección de Mao-quiang y de Li-ji», porque, como escribiera, chinescamente, el Maestro Chuang:
«El simio macho busca a la simia hembra; el ciervo a la gacela; la anguila vive con otros peces; Mao-quiang y Li-ji son bellezas idolatradas por los hombres, pero el pez que se les acerca se sumerge de inmediato en aguas bien profundas, el pájaro se aleja volando y el ciervo escapa rápidamente. La belleza ideal, ¿quién la conoce?»
Envueltas en celofanes y en pretensiones de equívoca sublimidad, lo que estas respuestas dicen es que sus mujeres son más bellas que las nuestras y que ellos mean más lejos que nosotros.
La respuesta oficial, que Ceronetti afirma que es del propio presidente chino, pero que probablemente venía de un escribano de su gabinete, afirmaba además que el articulista es un «escritor quizás excesivamente occidental» para entender las finezas y sutilezas del pensamiento y la psique chinas, que son lo que explican la reacción de Li en el Prado.
Esta línea argumental es harto conocida: no se puede criticar otras culturas (donde dicen culturas, quieren decir casi siempre regímenes políticos, gobiernos y leyes) si no se forma parte de ellas, si no se las conoce desde dentro.
A los que devanan estos argumentos («trampas saduceas» se decía en la denostada Transición) no les importa que sus regímenes opriman, encarcelen y maten a sus propios ciudadanos, que sí las conocen desde dentro, ni que jamás se los apliquen a sí mismos, pues el régimen chino y multitud de regímenes islámicos no se reprimen en criticar y censurar la cultura, los modos de vida y los sistemas políticos occidentales cada vez que les interesa, que es a diario.
Aunque no hayan visto la Alegoría de Corrado Giaquinto, los líderes de la OTAN hacen bien en fortalecernos ante Rusia y China, en desoír a sus infantilizadas y malcriadas izquierdas y en guiarse por la convicción racional de que, pese a sus fallas y flaquezas, las democracias occidentales son sistemas políticos largamente mejores que los de sus enemigos.