Lena Yau: «Cuando comes con alguien te estás desnudando por completo»
La escritora venezolana Lena Yau presenta una nueva edición de su novela ‘Hormigas en la lengua’, publicada ahora en España por Baile del Sol
Nacida en Venezuela, pero de padres canarios (su padre es de Tenerife y su madre de La Palma, y emigraron juntos cuando apenas tenían 18 años), la escritora Lena Yau (Caracas, 1968) vive en Madrid desde 1999. Y es justo de esa experiencia errante entre culturas de dónde nace su novela Hormigas en la lengua (Baile del sol, 2021).
«Los emigrantes nos quedamos en el aire, damos el salto, pero nos quedamos suspendidos», nos dice Lena Yau al teléfono. Pues el resultado es que «no terminas de ser de ninguna parte, y no terminas de sentirte del todo cómoda en ningún sitio, a pesar de que te encanta ser de todas esas partes. Es una sensación rara». Por ello, se podría decir que se trata de una novela de personajes desubicados, gracias a los cuales de alguna forma ha tratado la autora de resolver esa tensión del no acabar de ser de ningún sitio. El padre de la escritora lo expresaba con claridad meridiana al decir que «los españoles nunca hemos podido hacer hijos españoles fuera de España».
«Los emigrantes nos quedamos en el aire, damos el salto, pero nos quedamos suspendidos»
Lena Yau, autora de ‘Hormigas en la lengua’
Tres son los personajes que vertebran Hormigas en la lengua: Pino Chica (hija de inmigrantes en Venezuela), Jordi (hijo de catalanes arraigados en Venezuela) y Douglis (hija de venezolanos, de extracción humilde). En un momento determinado, escribe Jordi que «para eso sirve la literatura, para añadir, corregir, saldar cuentas y hacer justicia». Y podríamos afirmar que por ahí Lena Yau sigue el dictum de Roland Barthes cuando dice que «el sueño está hecho de escombros de la memoria», ya que eso es justo lo que sucede con la memoria cuando se realizan los trasvases de tiempos, espacios y culturas.
La propia Yau nos confiesa que cuando se despierta y mira al techo, todavía hoy, «cuando me despierto en la mañana, tengo que pensar, a veces tengo que pensar dónde estoy, y eso que llevo años afuera, pero tengo que pensar si estoy en Lanzarote, Caracas o Madrid». Ese mismo sentido de la desubicación es el que se nos muestra en Hormigas en la boca, en el que una triada de personajes se buscan (y no siempre se encuentran) en el afecto, la cultura, el lenguaje y la comida. De ahí la composición extraña del libro, una amalgama de diferentes registros, voces y materiales (todos ellos siempre con una convicción lírica en la retaguardia, marca de la casa), combinados para dar fe de las turbulencias que experimentan aquellos que no acaban de encajar del todo en ningún sitio (bien sea por nacionalidad, herencia, costumbres o clase social).
Lena Yau, la comida y su relación con la lengua materna
Escribe Lena Yau hacia el final del libro que «La palabra y la comida devuelven a lo perdido. Lo perdido es la tierra. La tierra es la infancia. La infancia es el habla. El habla la comida». Sentencia que podría definir a cabalidad los intereses de la propia escritora, así como las raíces en las que se hunde (y de las que se nutre) la narración. A Yau, ya desde niña, siempre le ha interesado mucho la comida y cómo la relación con ésta condiciona a las personas. Ya en sus primeras lecturas se fijaba en qué comida había presente en la narración, de cómo los personajes se vinculaban a la comida y cómo esto mediatizaba su relación con el mundo.
Lena Yau tiene claro que «todas las personas que tienen una relación conflictiva con la comida, casi todos la reflejan en sus ficciones. O, de pronto, lees su biografía y sabes que va a haber algo relacionado con la alimentación, la ingesta, en su obra». La propia Yau no es una excepción a esta norma y es que nos confiesa que también ella tuvo una relación muy rara con la comida desde niña (y la sigue teniendo), pero que la asume y así se le hace la vida más sencilla. Para ella, en este sentido, la mesa es un diván. «Cuando comes con alguien te estás desnudando por completo», nos dice. Y confiesa que no acepta comer con gente que no conoce. Que, para ella, el comer con alguien es entender cómo es el otro, que es un acto demasiado íntimo.
Y esto se traduce en la novela. En Hormigas en la lengua la comida define a los personajes y, a su vez, los conecta con su lengua materna, y con su cultura de origen. En el caso Pino Chica la comida es un reflejo de la relación con su madre, y en su no comer o en su «comer aire» emula de alguna forma los silencios familiares, la falta de respuestas. Para Jordi, la comida es un reflejo de su personalidad verborreica y atropellada y, así, la comida cumple una función desacralizadora. Por su parte, Douglis le infunde a la ingesta de alimentos un carácter pecuniario (pues monta una exitosa empresa de catering, Delikattessen Buffet Ginger, un negocio «análogo a la vida» que busca cubrir la fantasía «de aquellos que no tienen la capacidad de crear universos escribiendo o cocinando»).
Contra la chic-lit
Lena Yau lleva muchos años trabajando el tema de la ingesta alimentaria, no solo en literatura sino en el resto de expresiones artísticas, y estaba muy fastidiada por esa romantización que suele hacer la chic-lit con la comida, y cómo la conecta burdamente con el erotismo: «Esa cosa absurda de trivializar lo que es realmente la alimentación y que, al fin, nos define». Por ello, de pura rebelión, quiso echar por el suelo ese embeleso de cierta literatura femenina que no entiende que «finalmente la comida no es lo erótico, sino que lo erótico es lo que te quieras comer de lo que tienes enfrente de la mesa». Así, Yau empezó a darle vueltas a esta idea y, como contestación a «estas novelas muy románticas escritas por mujeres que me fastidiaban mucho», en 2012 comenzó con la escritura de Hormigas en la lengua (cuya primera edición se habría de publicar en 2015 en USA bajo el sello Sudaquía y para la comunidad hispanoparlante).
Tres son, además, las patas, sobre las que descansa el libro (y que le sirvieron de germen y disparadero). De un lado queda la fotografía que la autora vio en el diario El País y en la que salía una chica limpiando una carnicería judía en La Habana. «Me sorprendió mucho el pensar que había judíos allí, me pregunté que cómo era posible la ley kosher allá cuando hay una restricción alimentaria brutal y siendo que sucede lo mismo con las manifestaciones religiosas, que son bastante restringidas», nos dice. Ahí le pareció ver a la autora venezolana un interesante vínculo identitario asociado a la comida.
También le llamó la atención porque una parte de su familia canaria (aunque no sus padres), antes de dar el salto a Venezuela pasaron por Cuba. Tras ello, la lectura de un libro, Psicoanálisis de la gula, de Giselle Harrus-Revidí, le sirvió para darse cuenta de las relaciones entre el habla, la alimentación y la lengua materna. A ello se le sumó la lectura de los libros de dos libros de Tabucchi (Réquiem y El universo en una sílaba). Y, finalmente, gracias al artículo de Paul Auster One-Man Language llegó al libro de Louis Wolfson El esquizo y las lenguas, donde éste habla de su esquizofenia y de cómo evitaba la lengua materna, de que no se atrevía a entrar en la cocina y de cómo esto condicionaba su relación con la alimentación.
Literatura que se come
Hablando tanto de alimentación y de manjares, no me resisto a preguntarle a Yena Lau sobre su propia novela en términos gastronómicos. Así, de ser un manjar, ¿cuál sería?, le digo. La escritora venezolana se lo piensa y, al día siguiente, a vuelta de correo, me responde que de primeras creyó que podría ser algo así como las tartas espejo que se han puesto tan de moda, pero que no, que esta idea no se acerca del todo a su novela. Así cayó en cuenta que no importaba el manjar en sí, sino el plato: «Cualquier preparación servida sobre un plato que refleje al comensal, de manera que, según va comiendo y desapareciendo el alimento, el comensal ve su rostro reflejado en el plato».
Pero los platos que reflejan son fríos, aunque la metáfora se entiende, creo que la idea de un plato de azogue le resta poder», nos dice. Y, aun más, para Lena Yau, además de un manjar su novela es también un golpe, un instante. Se acordó entonces, al hilo de este pensamiento, de la chef pastelera Andrea Dopico, con quien cenó hace unos años, y de una de sus creaciones: un bombón esférico que tenía púas cortas y romas y que, para ella, reunía todos esos mapas o des-lugares a los que pertenece: «Cacao de alto porcentaje con ganache de agua de mar, punto de sal, punto mínimo, apenas perceptible (como debe ser) de pimienta rosa». Y añade: «Allí el atlántico y el caribe, allí la sal, allí el cacao, allí las especias. Un bombón erizo que describió todos los tránsitos y las pertenencias en mi paladar». Ese sería para la escritora venezolana el sabor de su novela. Si a ello le sumamos «un vaso de cocuy reposado, mucho mejor», afirma. «O ron del nuestro que también hace mapas, ires, venires», concluye.