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Cultura

Una paella para Chaplin

Con el inicio del cine sonoro, una pandilla de españoles aterrizó en el Hollywood de los años 30 para realizar las versiones hispanas de los largometrajes anglosajones

Una paella para Chaplin

Edgar Neville y Charlie Chaplin en el rodaje de Luces de la ciudad | Archivo

La potencia creadora de los poetas que configuraron la llamada Generación del 27 eclipsó a una serie de genios que, por edad, podemos también inscribir en la Edad de Plata de la cultura española. José López Rubio, Miguel Mihura, Enrique Jardiel Poncela, Edgar Neville o Antonio Lara (`Tono´) formaron lo que el primero de ellos, en su discurso de ingreso en la RAE, denominó «la otra Generación del 27, la de los renovadores del humor contemporáneo».

Reunidos en torno a la mesa del Café Pombo, y con Ramón Gómez de la Serna como sumo sacerdote, eran unos burgueses afinados por las vanguardias europeas que acabaron revolucionando el teatro, el cine y hasta el humor gráfico. Alfonso Vázquez, periodista de La Opinión de Málaga, ha puesto por fin en negro sobre blanco, en forma de una divertidísima novela, la epopeya de este grupo en el Hollywood de los años treinta, justo cuando se abría paso el cine sonoro, Charles Chaplin rodaba Luces de la ciudad y un joven Alfred Hitchcok llegaba a la meca del séptimo arte.

Estudios de la Metro

La irrupción del sonido en las salas de cine trastocó la impecable maquinaria de hacer dinero que eran los estudios de la Metro Goldwyn Mayer. Su presidente, Louis B. Mayer, decide entonces contratar a un grupo de españoles, con la misión de ayudar a realizar las versiones en castellano de las películas grabadas en inglés (se pensó que este sería un mejor sistema que el doblaje que posteriormente se popularizaría en muchos países).

Edgar Nevilla, escritor metido a diplomático, entonces con destino en Washington, y que se codeaba con lo más granado del star system, recomendaría a sus amigos para tal cometido.  Luis Buñuel, López Rubio, Jardiel Poncela, Tono, Rosita Díaz Gimeno y el propio Neville encontrarían en Los Ángeles su particular Dorado y acabarían protagonizando cómicas aventuras con las más afamadas estrellas de la época.

En Una paella para Charlie Chaplin se suceden unas 40 escenas, que no capítulos, breves y divertidísimas, con ricos diálogos que dan la medida de cada personaje. Por las páginas, a parte de los ya mencionados, se suceden estrellas de la edad dorada del celuloide como Charlie Chaplin, Douglas Fairbanks, los hermanos Marx, Alfred Hitchcock, Greta Garbo o Marlene Dietrich junto a los castizos Ortega y Gasset, Valle Inclán, Miguel Mihura o el Duque de Alba. Un delicioso fresco cultural, de una época no lo suficientemente conocida, donde el autor, nos dice, usa una base real, que ocupa más o menos un 60% de la obra, para, a partir de ahí, dejar trabajar su imaginación.

Bajo una cuidada edición por parte de la editorial Reino de Cordelia, el autor prosigue en su empeño de mezclar la historia cultural contemporánea de nuestro país con el humor, demostrado que no hay géneros menores cuando se escribe bien: Una paella para Charlie Chaplin sucede a otras interesantes obras de este periodista como Viena a sus pies (premio Bombín de novela de humor) o El fantasma de Azaña se aparece en chaqué, también publicadas por la misma editorial.

Mansión de Charlie Chaplin, Beverly Hills

Entre las divertidas microhistorias nos gustaría destacar aquella en la que los hermanos Marx idean la famosa escena del camarote tras una fiesta con los españoles con tortilla de patatas y sangría, la paella que hicieron para Chaplin y que entusiasmó a Willian Randolph Hearst o el encuentro entre un joven Hitchcock y un desconocido que resultó ser Faulkner, en la que son acosados por  una bandada de pájaros que acabará inspirando al rey del suspense.

A pesar del choque que supuso aterrizar en medio de la opulencia de Hollywood viniendo de una España pobre y atrasada, los hispanos disfrutaron de una dolce vita particular que quedó plasmada en algunos testimonios fotográficos que hoy parecen, realmente, fotogramas de películas de aquellos años: las imágenes de Buñuel y compañía gorroneando la piscina de Chaplin o Jardiel Poncela con `El gordo y el flaco´ son la prueba de una aventura que pudo contribuir a que en Luces de la ciudad acabase sonando La violetera.

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