Historia de una España sin sueño
Los ‘after hours’ fueron uno de los hitos más potentes de la farra española durante décadas, pero hoy esta cultura del esfuerzo por el desmadre está de capa caída
El mundo sólo comienza a desperezarse, pero el asunto está al rojo vivo. La noche se lleva cocinando desde el crepúsculo y Cenicienta ha conseguido mangarle los zapatitos al hada madrina. Esa con sospechosa pinta de madre superiora malcogida. Mientras los progenitores del país se deshacen de sus legañas con el despertador matutino de los llantos infantiles, los caciques del jolgorio emprenden su peregrinaje a las iglesias de la adoración etílica; los after hours. Pequeños apartamentos con derecho de admisión, como el Billy Wilder, donde la fiesta no cae con los coletazos del amanecer. Hay quien los tilda de antros de perdición, porque ya se sabe que nada bueno ocurre pasadas las dos de la mañana. Pero el calor de las venas, la adrenalina, natural o artificial, que domina los cuerpos, mutila toda expectativa de descanso. Con los ojos como Alemania en guerra, paranoicos en todos los frentes, pequeños grupos de partisanos del vicio se arrastran hasta la promesa de seguir la fiesta. De quemar suela, lejos de los prejuicios de los madrugadores y enamorados de que todavía ocurra algo…
Ver amanecer con la esperanza de seguir gozando no es ninguna novedad. Pero el concepto after hour, así, como terminó integrado en el imaginario colectivo, sí tiene un origen más próximo. Como casi todo lo que tiene que ver con el desmadre y los extremos del siglo XX, se dice que los afters nacen en Inglaterra con el boom de la música electrónica. Pero, ¡ah!, no tan rápido… En esto los españoles tenemos mucho que decir. Tal vez los íberos no seamos el pueblo con la mejor tradición tecnológica, ni la flota militar más peligrosa de los mares, pero si hay algo que se nos da de puta madre, eso es la fiesta. Por elevar el argumento, algo que tiene bastante que ver con la visionaria observación que ya tuvo en la primera mitad del siglo pasado Willy Hellpach, cuando escribió Geopsique, convirtiéndose en padre de la llamada ‘psicología ambiental’. Hellpach, como más tarde entenderían otros, veía una clara relación entre el comportamiento humano y la climatología, la geografía y el ambiente fáctico.
«España es un territorio fértil para pasar las horas a la intemperie»
España, edén soleado, ¡península lijada por la brisa marina y el calor!, es un territorio fértil para pasar las horas a la intemperie, comer tarde, alargar las sobremesas y, alcanzada la noche, liberar el cuerpo y maltratar el hígado caprichosamente. Llegada la mañana, el rocío es suave y si bien la brisa matutina pone brevemente la piel de gallina, un agradable sol devuelve el calor a la sangre. ¿Cómo, ante semejante empalme de energía bendecida sobre la piel, uno no va a mantener el tipo con la llegada de los primeros rayos del Lorenzo? Si sumamos este plus natural a la diseminación de los pluses químicos que invadieron sobre todo Valencia en los años 80´s, los corsarios británicos pueden fardar de ser los padrinos de la electrónica más allá del crepúsculo, pero los españoles… uh, los españoles somos los paladines, ¡los guerreros psicópatas de la fiesta!
Sin ir más lejos, la ‘Spook Factory’, en Pinedo, a mediados de 1984 constituyó la avant garde del movimiento after hours. Fueron los primeros en abrir a partir de las 6.00 de la mañana, como reclamo para todos aquellos que abandonaban pubs, bares y otras discotecas. Cierto que lo hacían con algo de trampa. En aquellos años, la ley obligaba a los locales a dejar un espacio de dos horas entre cierre y nueva apertura, así que los de la Spook, agudos y pícaros como sólo los herederos del Lazarillo pueden serlo, chapaban las puertas del garito a las 4.00 de la mañana sin echar a nadie. La gente todavía dentro, las luces de servicio se mantenían encendidas y las zapatillas Adidas seguían dejando surcos en el suelo al compás de los cánticos y los ritmos creados sobre la barra metálica. Con el Ding Ding de las 6.00 de la mañana, el maquinote reconquistaba los altavoces, las puertas volvían a ser como los bajos de la Bernarda, y el terremoto de los brincos de sus 4.000 asistentes volvía a resonar por toda la Costa Este española.
«El Techno, el Industrial y el Acid se adueñaron de los horarios matutinos de los after»
Durante aquella época, Valencia cortaba el bacalao de la cultura after de Europa, que se hacía también cada vez más fuerte en una isla de irreductibles baleares llamada Ibiza. ‘Amnesia’, todavía hoy lugar de culto, hizo de la localidad un territorio comanche del desmadre, al que, con los años, le fueron siguiendo más míticos en la península como Puzzle o NOD. Estos, y muchos otros clubes como Barraca o Espiral, están gráfica y maravillosamente recogidos en un libro que recientemente han parido Moy Santana y Antonio J. Albertos. Titulado RUTA GRÁFICA. El diseño del sonido de València, la obra explora la idiosincrasia del diseño que explotó en aquella época y nos abre la ventana a un pasado que es parte del ADN ocioso de varias generaciones en España.
Pero no todo se restringió finalmente a Valencia. Llegados los 90´s, el movimiento se desplazó hasta Barcelona y Madrid, donde el Techno, el Industrial y el Acid se adueñaron de los horarios matutinos de los after. Hermanos mayores narraban las aventuras viales que se habían vivido una década atrás. Hitos que alcanzaban la fama europea, en los que se hablaba de fines de semana sin descanso, música atronadora a la que era casi imposible acceder si no se hacía in situ y el despertar de una cultura de la droga que, lejos de la heroína que conquistaba las venas de otros ambientes, se abría a las puertas de la percepción a través del caluroso MDMA, el animoso éxtasis, la vieja confiable de la cocaína y los peligrosos cócteles de Mescalina. Pirulas verdes que mezclaban metanfetamina con pequeñas dosis de LSD, o peyote, para asegurar el despertar de lo que Huxley llamó la ‘válvula reductora’, abandonando así la percepción ordinaria en pro de alucinaciones y fenómenos disociativos.
La década previa al cambio de milenio fue la época dorada del after hours en España. No había ‘gran ciudad’ que no contase con una basta oferta de traqueteo diurno para poner en riesgo la salud y la cordura. Pero jugar con las altas horas es jugar con fuego, y la duración media de los locales abiertos tras el amanecer no era de más de dos años. Rodeados de un aura de conflictividad, sumado a la mala prensa de todos aquellos que, aun viviendo un On the Road de fin de semana mensual en los Renault Clío, los Volkswagen Corrado rojos y los Ford Escort tuneados con bafles de escándalo, acababan estampados en mitad de la cuneta, la Ruta decayó. Sobrevivían, no obstante, los garitos urbanos que permitían una asistencia lejos del viaje en carretera, aunque todavía había quien los llevase a cabo. Barcelona dio la puntada con el siglo XXI. En los 2.000’s, Matinée o Souvenir atraían a miles de peregrinos deseosos de regalarse las mañanas con la nueva moda del House y el Deep-House, más encomendada a la abstracción individual que al despiporre drogoalocado del Hardcore.
Una cultura que «flirteaba con los extremos como pocas ha habido en España»
Pero todos los imperios, antes o después, llegan a su fin. Las últimas dos décadas han ido firmando, paulatinamente, la muerte de una cultura que flirteaba con los extremos como pocas ha habido en España, salvo el punk-radical vasco y sus ‘caballos salvajes’. La legislación, cada vez más restrictiva con horarios y ruidos, la multiplicación de la presencia policial en carreteras, así como la llegada de la ‘sociedad smartphone’ y la exposición constante, han hecho de estos lugares, antes multitudinarios, sitios de escaso aforo, baja afluencia y objeto de una especie de discriminación social en torno a su condición de lugares prohibidos, o peligrosos.
Resisten, con todo, pequeños atisbos de desmadre matutino, principalmente en las ciudades de España con más habitantes. Humildes suburbios de la noche que bregan para no plegarse llegado el fin de la madrugada, y que todavía brindan el marginal derecho a regresar a casa con cara de vergüenza, entre transeúntes despejados y con buen sueño. Siguiendo la ruta del AVE, podríamos honrar el Magnolia, en Barcelona, La Jungla, en Zaragoza, o El Soniquete, en Madrid. Tres locales de aforo bastante limitado donde la fauna habitual es variopinta, llamativa y que están, como se dice vulgarmente, llenos de ‘personajes’. Desde jóvenes universitarios animosos, hasta encantadores exconvictos, los ‘afterparties’ de estos, muchas veces llamados, antros, son la resaca de lo que para España fue una forma de vida hace un par de décadas.
Presentar batalla en cualquiera de ellos, como en otros de los muchos que hay repartidos por el territorio nacional, es un flirteo con la intensidad, una llamada a la provocación y, si el contenido etílico en sangre lo permite, un pase VIP para recuerdos kafkianos que, lejos de la ya degradada moda, todavía merece la pena conocer. Eso, si se tiene el valor, o las ganas. Para todo lo demás, siempre queda un placentero sueñecito tras el encendido de las luces de las discotecas a las 6.00. Una respuesta, tal vez, menos valiente, pero, visto lo visto, a tenor de los tiempos actuales.