Agnes Smedley, de la pobreza rural a indomable escritora feminista y proletaria
Cronista de la China de la primera mitad del siglo XX y autora de una única novela, en ‘Hija de la tierra’ explora su despertar de clase, género y raza en los EEUU de la época
Lo que Agnes Smedley sabía sobre el feminismo, la raza y la clase ya lo había aprendido casi de manera innata en el seno de una familia humilde en medio de un entorno de pobreza rural. «Porque nosotros somos de la tierra –había escrito incuestionablemente–, y nuestra lucha es la lucha de la tierra». Cronista de la China de la primera mitad del siglo XX, donde vivió entre 1928 y 1941 y entrevistó en varias ocasiones al general comunista Zhu, la escritora nunca lo tuvo demasiado fácil. Acusada por el FBI por colaborar con el agente secreto soviético, Richard Sorge –con quien, se dice, mantuvo un idilio–, como activista militante mostró su apoyo a la independencia de la India del Reino Unido y pasó varios meses en la cárcel, incriminada por quebrantar la Ley de Espionaje de Estados Unidos.
Aunque a lo largo de su vida publicó varios libros con sus reportajes, fue autora de una única obra de ficción, Hija de la tierra, que gozó de cierta popularidad tras su publicación en 1929. Proscrita en los años 50, durante el macartismo, tuvo que esperar otras dos décadas para que finalmente fuera reivindicada como lo que es, una obra cumbre de la literatura proletaria contemporánea. En ella Smedley relataba el despertar ideológico de una joven sin recursos, procedente de una familia humilde del ámbito rural, cuya «ambición en la vida era estudiar; y no seguir a un hombre de aquí para allá».
Forjando la conciencia social
Agnes Smedley había nacido en Osgood (Misuri) en 1892 y era la segunda de cinco hermanos. Joven despierta e intrépida, ya desde muy niña tuvo que empezar a trabajar para colaborar con la economía familiar. A los nueve años se trasladó junto a su familia a Trinidad (Colorado), donde fue testigo de las sucesivas huelgas de mineros que tuvieron lugar entre 1903 y 1904 en el estado. Más tarde, escribiría en Hija de la tierra: «La atmósfera era una nube de aplastante descontento y odio, lleno de blasfemias por la opresiva sujeción, la larga jornada, la mala paga, el peligroso estado de las minas. Supe que los mineros trabajaban muy adentro en los negros túneles, cargaban el carbón en los carros y muías; lo llevaban a las bocas de las minas, y desde allí lo subían a la balanza, donde un funcionario de la Compañía lo pesaba. Los mineros sabían cuánto habían arrancado, por sus largos años de experiencia, pero siempre les pagaban menos de lo que habían arrancado».
Para aquellos hombres, reflexionaría después, «como para nosotros, la existencia sólo consistía en trabajar, dormir, comer lo que podían y cuando podían y procrear. Como diversión, los hombres tenían las tabernas; las mujeres, nada». Impactada por aquella tensión, son aquellos los días de formación de Smedley, que aprende de todo lo que cae a su alcance y se esfuerza, como la protagonista de su libro, por ocupar las sillas de honor en la escuela. «Yo que nunca había visto un cepillo de dientes ni una bañera, ni dormido entre sábanas, con camisa de dormir, me ponía de pie, con las manos pegadas al cuerpo, y respondía sin una vacilación, sin un error», recuerda.
Con 17 años, empezó a trabajar como maestra en diversas escuelas rurales del suroeste del país. Poco después falleció su madre y durante algún tiempo trabajó de mecanógrafa y de vendedora ambulante hasta que en 1916 se trasladó a Nueva York con la firme determinación de asistir a la universidad. Si, hasta entonces, como escribe, «el mundo del conocimiento estaba demasiado lejos de nosotros» y «reaccionábamos, en lugar de pensar», a partir de ese momento aquello tomó otro aspecto. «Era verdaderamente curioso ver cómo tomaban forma en mi cerebro ideas y pensamientos –describe–. Nunca soñara yo que el saber fuese de aquel modo».
Llegaron los años de la Primera Guerra Mundial y Smedley coqueteó con el socialismo. «Duraba ya la guerra más de tres años, y todavía había el peligro de que entrase América en ella. El presidente Wilson fue reelegido al grito de que mantendría la neutralidad del país. En aquel tiempo yo era socialista y, como muchos, deserté del partido, votando a Wilson, tan sólo por su campaña antiguerrera. Era yo demasiado ignorante, tenía pocas ideas claras sobre las instituciones y formas sociales para comprender que Wilson o cualquier otro individuo no era más que un instrumento de fuerzas y organizaciones más potentes que él mismo», reflexionó después.
Una mujer independiente
Mujer hecha a sí misma, su fuerte personalidad y determinación la llevó a distanciarse en más de una ocasión de sus propios compañeros en defensa de su condición de género por encima de todo, pero pocas veces se doblegó ante aquellos contratiempos. Fue en la universidad donde trabó amistad con algunos de los principales líderes revolucionarios indios en el extranjero, e hizo de aquella también su causa. En 1918, fue detenida y pasó dos meses en la cárcel por vulnerar la Ley de Espionaje en Estados Unidos, cargos que, más tarde, fueron retirados. Antes de mudarse a Berlín en 1919, trabajó en varios periódicos como reportera.
Reacia al matrimonio –«odiaba el matrimonio porque anuló la vida de mi madre y de tantas otras mujeres que conocí»–, se casó en varias ocasiones, aunque siempre con la terrible sensación de traicionar a una parte de sí misma. «La respetabilidad de la mujer casada parecía descansar en su aceptación de la esclavitud y la inferioridad –argumentaba–. Los hombres no quieren a las mujeres inteligentes, puesto que estas tienen exigencias y opiniones propias, cosas ambas nada cómodas. Observé que, antes del matrimonio, los hombres mantenían relaciones íntimas con mujeres, sin que a nadie la pareciese mal. (…) Nadie habla de ‘hombres caídos’ u ‘hombres que van por mal camino’ u ‘hombres que arruinan toda la vida’. ¿Por qué, pues, se juzgaba de otro modo a la mujer? Evidentemente, la razón de aquello estaba en que la mujer tenía que depender del hombre para vivir. La mujer que ganase por sí misma lo necesario para su subsistencia sería tan libre e independiente como un hombre. Por eso la gente no condenaba a los hombres».
Aquella idea, que había aprendido de su propia experiencia, no le impidió contraer matrimonio con el comunista indio Virendranath Chattopadhyaya, con quien se estableció en Berlín en 1919. El enlace duró apenas diez años. Para entonces, Smedley se había graduado en estudios asiáticos mientras enseñaba inglés en la universidad y ya había escrito su única novela, Hija de la tierra. Tras su divorcio, se fue a vivir a Shanghái, donde ejercería como corresponsal durante algo más de una década. En 1941 regresó a Estados Unidos, sin embargo, con el inicio del macartismo su reputación se vio dañada y, ante la presión del FBI, que la tenía en el punto de mira, se trasladó a Inglaterra. Murió pocos meses después a causa de una complicación quirúrgica.
«Morir hubiera sido hermoso –había escrito en su novela–. Pero no soy de aquellos que mueren por amor a la belleza. Me cuento entre los que mueren de otras cosas: los agotados por la pobreza, las víctimas de la opulencia y el poder, o los paladines de una noble causa. Algunos mueren desesperados de dolor o desilusionados del amor; pero, para la mayoría, ‘el terremoto no hace más que alumbrar nuevas fuentes’. Porque nosotros somos de la tierra, y nuestra lucha es la lucha de la tierra».