Ética oceánica
Es fácil entender que Conrad le resulte execrable a una nueva izquierda cuyo rasgo más diferenciador es el infantilismo
Conrad (Józef Teodor Konrad Korzeniowski), el noble polaco que aprendió inglés tardíamente, nació en 1857, murió en 1924 y navegó como oficial y después como capitán de barco en la marina mercante británica. No sabría decirles, por miedo a hacerle entuerto, si fue un marino que escribía o un escritor que navegaba.
Los grandes escritores hacen su literatura para superar el carácter caótico del mundo, imponiendo formas a lo que de otro modo sólo serían restos sin sentido. La idea es de Iris Murdoch, que parece reformular el verso de Eliot: «Con estos fragmentos apuntalé mis ruinas».
Hay relación entre forma y ética. Se puede vencer la ausencia de sentido, de valor de un material, imponiéndole una forma. Hablo de materiales vitales, biográficos, que son la materia prima de las novelas.
La línea de sombra es una novela corta de Joseph Conrad que ejemplifica eso con una brillantez apabullante y por eso digo que leer a Conrad debería formar parte de la educación obligatoria. Su literatura es moral y formativa. Sus historias dan temple, si se las lee con la generosidad y la apertura mental propias de los lectores listos y decentes. Los obtusos, indecentes y feos por el mero hecho de serlo, viven en su rencoroso mundo aparte y sólo interesan a los psiquiatras.
Cierto: los protagonistas de Conrad son hombres, los personajes femeninos son secundarios y escasos, y el mundo se ve, por lo general, con los ojos y la experiencia del hombre blanco, donde los no blancos se ocupan de tareas menestrales y, salvo por su exotismo, son casi invisibles.
«Leer a Conrad es emocionante, divertido y a la vez sobrecogedor, nos da una gravedad vital que, en tiempos tan livianos, es lluvia bienhechora, fuente de salud espiritual y moral»
Para los sectores fanatizados del feminismo y del postcolonialismo, Conrad es otra abominación cancelable. Los entiendo, pero no he de callar, por más que con el dedo / silencio avisen o amenacen miedo (he alterado la estrofa de Quevedo a mi conveniencia, sean indulgentes). Conrad sigue siendo un maestro imprescindible.
Dicen, por cierto, que el miedo ha cambiado de bando (esto es un excurso que se me cuela sin querer queriendo, como decía el chavo del ocho). Lo dijo un iluminado que llegó al gobierno provocando insomnios atroces en su presidente. Últimamente se lo oye menos, a buen seguro porque el precio de la luz ha apagado las luminarias que no son imprescindibles.
Leer a Conrad es emocionante, divertido y a la vez sobrecogedor, nos da una gravedad vital que, en tiempos tan livianos, es lluvia bienhechora, fuente de salud espiritual y ―una vez más― moral.
La línea de sombra es una novela corta ―una novella, si prefieren― de estructura sencilla, lejos de los escarceos modernistas de un Lord Jim, por ejemplo. También la soberbia prosa de Conrad es concisa y directa, en comparación con el fraseo largo y ponderoso con el que solemos asociarlo.
Esa sencillez no le impide desplegar una profundidad moral y psicológica que el lector advierte desde el primer párrafo. La línea de sombra es la historia de un turbulento crecimiento interior, del traspase de fronteras vitales. Esto nos dice al principio:
«… Uno avanza y el tiempo avanza también, hasta que divisamos una línea de sombra que nos advierte de que habremos de abandonar la región de la primera juventud».
Estamos ante el tránsito de la despreocupada juventud a la vida adulta, cargada de responsabilidades que no admiten, cuando se es cabal, ser esquivadas.
En el caso del protagonista de esta historia, que es a su vez quien nos la cuenta y cuyo nombre nunca sabremos, el hecho que constituye ese parteaguas vital, esa línea de sombra, es la aceptación del empleo que inopinadamente le ofrecen (y que secretamente ansiaba): el mando de un barco.
Excepto el primer capítulo, que se desarrolla en tierra y que nos cuenta cómo le llega ese empleo decisivo, el resto de la narración se da en un mar que se vuelve un monstruo oprimente y amenazador, como el «proceloso ponto» homérico. Una insoportable calma chicha en el golfo de Siam abofetea al novel capitán y pone en peligro las vidas de todos a bordo. ¡Brega con esto. Ya eres un hombre!
Lo que sigue, un prodigio narrativo, es justamente esa brega, fundamentalmente anímica y de carácter, un carácter que vemos formarse agónicamente, mágicamente, página a página, ante nuestros ojos atónitos. Al margen de unas pocas «acciones» (aguante el timón, asegure el cabrestante) y de algunas penosas conversaciones del protagonista con su enfermo y alucinado segundo de a bordo, todo es la desgarradora lucha interior del joven capitán para cumplir con su deber y no rendirse al infortunio.
Esa lucha nos parece que transcurre con una extraña parsimonia, pero es una parsimonia febril, como la de la insoportable calma que desespera a la tripulación y nos desespera a los lectores. ¡Parsimonia febril! Sostener ese oxímoron con éxito es parte de la maestría literaria de Conrad: sentimos, en nuestra carne lectora, la insufrible calma chicha y su abrazo de muerte.
«Me pareció que una indiferencia total había embotado mis sentimientos […] la impenetrable negrura asediaba de tal forma el barco que parecía que con solo alargar la mano por sobre la borda se tocaría alguna sustancia de otro mundo. […] Nadie al timón. Una inmovilidad perfecta reinaba en todas partes. Si el aire se había ennegrecido, el mar parecía haberse vuelto sólido».
Como en casi todas sus novelas, lo que le interesa a Conrad son también aquí algunos asuntos primarios: las virtudes de la marinería, el orgullo por el propio trabajo estoicamente hecho, la comunión con unas tradiciones largas, lealtad, piedad, honor… El propio Conrad se refirió a estos conceptos como «unas pocas ideas sencillas».
Es fácil entender que con estas ideas como pilares de su obra, Conrad le resulte execrable a una nueva izquierda cuyo rasgo más diferenciador es el infantilismo, la creencia pueril de que el mundo empieza de nuevo con ellos. El imperativo moral de asumir las responsabilidades de la vida adulta les resulta, además de ajeno, horripilante.
Las tempestades en las novelas de Conrad no son atmosféricas, sino éticas. Por eso amedrantan. Por eso hay que leerlas.