¿Qué culpa tendrá Van Gogh?
¿Qué necesidad hay de atacar una obra hermosa para dar a conocer una causa, por muy justa que esta pueda ser?
El 10 de marzo de 1914, una mujer armada con un hacha de cocina asestó repetidos cortes al lienzo La Venus del espejo de Velázquez sin que el vigilante de la sala XVII de la National Gallery de Londres pudiera hacer nada. La agresora, de nombre Mary Richardson, justificó el acto vandálico como una protesta contra el ejecutivo liberal de Herbert Henry Asquith por la detención de la sufragista británica Sylvia Pankhurst.
«He querido destruir el cuadro de la mujer más hermosa de la historia mitológica en protesta contra el gobierno que ha destruido a la señora Pankhurst, que es el personaje más hermoso de la historia moderna», declaró. Desde entonces, los atentados contra obras de arte son una constante en la sociedad occidental, a veces por las razones más peregrinas o incluso sin motivo evidente.
Esta semana, han sido dos militantes de Just Stop Oil las que han arrojado sopa de tomate contra la obra Los girasoles, de Vincent van Gogh, colgada en el mismo museo londinense. Afortunadamente, la tela estaba protegida por un cristal. En el vídeo que la organización ecologista ha difundido en redes sociales, se puede ver a las jóvenes, de nombres Phoebe Plummer y Anna Holland, reivindicando el ataque: «¿Qué vale más, el arte o la vida? ¿Vale más que la comida? ¿Vale más que la justicia? ¿Qué nos preocupa más, la protección de una pintura o la protección de nuestro planeta y de la gente?», exclama la primera.
Según un comunicado de Scotland Yard, ambas veinteañeras han sido arrestadas por «daños criminales y allanamiento agravado». Por su parte, la National Gallery ha informado de que la obra ha sufrido «algún deterioro menor, pero está ilesa». En cuanto a Just Stop Oil, el grupo conservacionista que se opone a la concesión de nuevas licencias de extracción de petróleo y gas por parte del gobierno británico, su portavoz Mel Carrington ha asegurado que la elección del célebre cuadro del pintor holandés no esconde un mensaje medioambiental sino que fue escogido por tratarse de «una pieza icónica de un pintor icónico».
¿Qué culpa tendrá Van Gogh de que la gasolina haya subido? ¿Y qué necesidad hay de atacar una obra hermosa para dar a conocer una causa, por muy justa que esta pueda ser?
«Existen métodos menos expeditivos y menos dañinos para el patrimonio cultural de la Humanidad»
Desde tiempos inmemoriales, el ser humano ha recurrido a las acciones más extravagantes o más sanguinarias como protesta. Sin llegar al extremo de los atentados terroristas contra inocentes o a quemarse a lo bonzo, rociándose con líquido inflamable y prendiéndose fuego en público, como hizo el monje Thích Quảng Đức en junio de 1963 en Saigón, para denunciar la persecución de los budistas por Vietnam del Sur, existen métodos menos expeditivos y menos dañinos para el patrimonio cultural de la Humanidad, como encadenarse a un árbol o a una farola, iniciar una huelga de hambre, realizar escraches frente a cines, teatros, centros de arte o instituciones e incluso afear la ciudad llenando sus muros de insolentes pintadas.
Pienso igualmente en la quema masiva de discos de The Beatles, en verano de 1966, incitada por el Ku-Kux-Klan y otras organizaciones radicales norteamericanas, para castigar aquellas torpes declaraciones de John Lennon al London Evening Standard en las que afirmaba que el grupo era más famoso que Jesucristo. O en una ceremonia de odio aún mayor, cuando el locutor radiofónico Steve Dahl congregó en julio de 1979 a 50.000 hooligans en un partido de béisbol de los Chicago White Sox para destruir, durante el intermedio, miles de vinilos de música disco por considerar que este subgénero entonces en auge era la muestra papable de la pérdida de valores y la degradación de la sociedad estadounidense.
Quemar discos o libros está mal, pero solo como gesto, ya que en el fondo se trata de simples soportes impresos o fonográficos que se pueden volver a editar en el 99,9% de los casos. Someter al propio cuerpo a los más virulentos castigos para llamar la atención de los demás tampoco me parece tan reprobable, dado que no soy de los que cree que nuestro organismo es sagrado y pertenece al supremo creador. Sin atreverme a defender ni una sola de estas opciones reivindicativas, no las deberíamos considerar tan graves como la mutilación o destrucción de obras maestras únicas, puesto que en este caso –so pretexto de atraer la atención mediática– estamos poniendo en peligro piezas angulares de nuestra civilización y acaso arrebatándoselas a las generaciones venideras.
Piensen en lo que hicieron los nazis con algunos cuadros de lo que ellos consideraban arte degenerado (Entartete Kunst) durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial. Recuerden la innoble gesta de los talibanes en 2001, cuando el mulá Mohamed Omar ordenó la destrucción de todas las estatuas de la era preislámica. Imposible aprobar tales prácticas. ¡Y eso que ambos creían estar en posesión de una verdad mesiánica irrefutable!
Con Dios de su parte, como reza la inolvidable canción de Bob Dylan (With God on Our Side, 1964), una pandilla de exaltados católicos destrozaron a martillazos en abril de 2011 la polémica obra de arte Inmersions (Piss Christ) de Andrés Serrano, cuando se exhibía en el Museo Yvon Lambert de Avignon. Recuerdo que me tocó cubrir la noticia porque estaba de corresponsal en Francia. Con la Semana Santa en ciernes, parecía que ni pintado darle una lección a este descreído neoyorquino que siempre ha gustado explorar los límites del arte con sus retratos de cadáveres, crucifijos o víctimas quemadas, a los que suele incorporar fluidos corporales como sangre, semen, leche materna, orines…
Desde que se mostró en público por primera vez, en 1989, aquella atrevida propuesta conceptual que reproducía la foto de un Cristo sumergido en la orina del propio artista venía suscitando polémica a su paso por las mejores pinacotecas del mundo sin dejar indiferente a nadie: unos la consideraban innovadora; otros, de mal gusto; otros la tachaban directamente de blasfema.
De poco sirvió que se reforzaran las medidas de seguridad para prevenir actos de violencia como los sucedidos en Australia, en 1997, cuando la misma pieza fue expuesta en el National Gallery of Victoria. Entonces, el Arzobispo de Melbourne, George Pell, solicitó a la Corte Suprema de Victoria que retirara la imagen y esta falló contra el demandante. Dos visitantes se liaron a martillazos con ella.
No deja de ser llamativo que los fundamentalistas galos que perpetraron el atentado de 2011 emplearan el mismo objeto contundente para destrozar la instantánea ignominiosa. Un mazo fue también el instrumento utilizado en el ataque más importante que ha sufrido el Vaticano contra su colección artística, cuando en 1972 un ciudadano húngaro la emprendió a golpes con La Piedad de Miguel Ángel, causando desperfectos en el brazo izquierdo, la nariz y otras partes de la Virgen. Desde aquel suceso, la obra se exhibe en el altar lateral de la basílica de San Pedro convenientemente protegida por un grueso cristal antibalas.
El mismo martillo justiciero blandía Piero Cannata, en septiembre de 1991, el día en que destruyó el segundo dedo del pie izquierdo del David de Miguel Ángel, joya indiscutible de la Galleria dell’Accademia de Florencia. Según declaró en comisaría, fue el espíritu de una mujer veneciana del Cinquecento, la bella Nani del Veronese, quien le ordenó que golpeara al David. Una vez ejecutada la misión, el agresor se tiró al suelo permitiendo que los turistas presentes le inmovilizaran. ¡Menudo iluminado!
Ya sea por mandato de algún fantasma o por un desequilibrio emocional, por salvar a las ballenas o vengar una afrenta, a cientos de chiflados les da por atacar lienzos o efigies, como si tuvieran alguna culpa. El pasado verano, sin ir más lejos, un perturbado derribó dos bustos de la época romana que se exponían en la sala Chiaramonti de los Museos Vaticanos. Por lo visto, el papa Francisco se había negado a recibirlo.
Apenas unos meses antes, otro iracundo acudió al Museo del Louvre en silla de ruedas y portando una peluca para lanzar sobre La Gioconda una tarta que llevaba escondida. En un vídeo que se ha hecho viral, el agresor abogaba tras su fechoría por la protección del planeta. Como ha sucedido en la National Gallery, hace años que la pinacoteca parisina había instalado un cristal para proteger la masterpiece de Leonardo da Vinci.
Y es que la Mona Lisa ostenta el récord de ataques indiscriminados, tal vez por esa media sonrisa enigmática apenas esbozada que los estudiosos del tema han calificado como «sonrisa inalcanzable» porque desaparece tan pronto como el espectador trata de atraparla, una ilusión óptica que se consigue mediante la técnica del sfumato. En agosto de 2009, una mujer rusa le lanzó una taza de té, enrabietada por no haber obtenido la nacionalidad gala. Antes, la obra sufrió ataques con spray de color rojo (1974), ácido (1956), lanzamiento de piedra (1956) e incluso fue robaba para ser vendida (1911) y permaneció perdida dos años hasta que la policía la recuperó.
La Virgen y el Niño con Santa Ana y San Juan Bautista es otra obra del mismo autor que ha suscitado más de un arrebato colérico, recibiendo un disparo en 1987 y siendo atacada con pintura encarnada en 1962, lo que convierte a Leonardo en el rey absoluto de esta extraña categoría. ¿Y adivinan dónde está expuesta desde hace siete décadas? En la National Gallery londinense, frente a Trafalgar Square. ¿Pero qué les pasa a estos ingleses?
En el podio, tras Da Vinci, figura Rembrandt, cuya Ronda de noche fue acuchillada en 1911 y atacada con ácido en 1990, y cuya Danae estuvo a punto de perecer cuando, en 1985, el lituano Bronius Maiguis la roció con ácido sulfúrico y le propinó varias puñaladas. Doce años hicieron falta para restaurarla y que volviera al Museo Hermitage de San Petersburgo protegida por un cristal blindado. Y el tercero en el top 3 sería Picasso, que suma varios atentados no solo contra el Guernica –objeto de pintadas en 1974, cuando aún colgaba en el MoMa de Nueva York–, sino también por esa Mujer en sofá rojo que pertenece a The Menil Collection en Houston y que fue vandalizada con spray dorado en 2012. Y hay muchos casos más…
A la vista de tantas agresiones disparatadas, parece como si el mundo estuviera lleno de desequilibrados que oyen voces, empezando por la feminista radical Mary Richardson hasta llegar a esas tontas del bote –como las ha definido en un artículo Ricardo F. Colmenero, en alusión a su uso como arma arrojadiza de una lata de sopa Heinz– Phoebe Plummer y Anna Holland, que aplican la violencia a cuadros y estatuas inocentes e inánimes.
«La furia y la profanación por razones de índole puramente propagandísticas descartan cualquier posibilidad de empatía»
Nadie discute si la causa medioambiental de Just Stop Oil es justa o injusta. Tan solo constato que la furia y la profanación por razones de índole puramente propagandísticas descartan cualquier posibilidad de empatía; sobre todo, cuando no es la primera vez, dado que el mismo colectivo ya puso en su punto de mira a Van Gogh cuando, el pasado mes de junio, dos activistas se encolaron al marco de Melocotonero en flor en el Courtauld Institute of Art de la Universidad de Londres. Ante la maldad calculada y reiterada, no cabe la menor condescendencia porque cualquier día algún gracioso va a quemar el Prado solo para quejarse de la factura de a luz .
Pero, para que no me tilden de facha, sí les confesaré que siento cierta ternura hacia Rindy Sam, quien, en julio de 2007, le plantó un beso a un cuadro blanco del pintor estadounidense Cy Twombly en un museo de Aviñón (Francia), dejando la huella de sus labios color carmín en una esquina del lienzo. Condenada en segunda instancia por el Tribunal Superior de Nîmes a 100 horas de trabajos sociales y a pagar una indemnización de 18.840 euros al Museo Lambert para sufragar la restauración, la joven de origen camboyano había declarado ante los jueces que aquel ósculo era «un acto de amor y un acto artístico». Eso es quizá lo que el mundo del arte necesita: más besos y menos martillos y sopas de tomate.