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El final del Imperio Otomano

La guerra de Ucrania le está dando poderío al presidente turco, Erdogan, que pretende reconstruir aquel Imperio Otomano desaparecido hace justo un siglo

El final del Imperio Otomano

Mehmed VI, el último sultán titular del Imperio Otomano. | Wikipedia

El Imperio Otomano fue un martirio para Europa desde que tomó Constantinopla en 1453, poniendo así punto final al Imperio Romano de Oriente. Constantinopla, la Segunda Roma, había sobrevivido milagrosamente a la original durante un milenio, manteniendo la entelequia de que el Imperio Romano seguía vigente. El feroz asalto turco puso fin a este sueño. Del último emperador bizantino, Constantino XI, ni siquiera se hallaron sus restos para darles sepultura.

Los turcos otomanos se apoderaron de Grecia, los Balcanes y una gran extensión de la Europa del Este. En 1529 llegaron a las puertas de Viena y Carlos V tuvo que mandar al duque de Alba para rechazarlos. También se extendieron por el Mediterráneo, dominando todo el Norte de Africa hasta Orán, donde estaban los españoles. Y no convirtieron el Mare Nostrum en un lago turco gracias a que la Santa Liga capitaneada por don Juan de Austria los detuvo en Lepanto. «La más grande ocasión que vieron los siglos», llamó Cervantes a aquella batalla en la que el autor del Quijote luchó y quedó malherido y manco.

Incluso a finales del XVII, casi dos siglos y medio después de la caída de Constantinopla, la amenaza otomana sobre Europa era una constante. En 1683 volvieron a asediar Viena, capital del Imperio Romano-germánico. El emperador Leopoldo, casado por cierto con la infanta española Margarita de Austria, la de las Meninas, pidió socorro a Europa, y se formó un ejército internacional con tropas de varios estados alemanes y de Polonia, que derrotó a los turcos y les hizo retirarse. Huyeron tan deprisa que en la tienda de campaña del gran visir (primer ministro turco) se quedaron servidas unas tazas de un líquido negro. Era café.

Un espía polaco que había vivido en Constantinopla se apropió de los sacos de grano abandonados por los turcos, y abrió en Viena el primero de sus cafés, toda una institución de la cultura austriaca. Había algo simbólico en aquel alegre colofón del segundo sitio de Viena, porque lo cierto es que los turcos ya no volvieron a ser una amenaza seria. Los europeos dejarían de temerlos, y empezaron a mirarlos como gente exótica e incluso ridícula, personajes de óperas bufas.

La decadencia otomana se hizo evidente en el siglo XVIII y sobre todo en el XIX, cuando el Imperio Otomano se convirtió en «el Hombre Enfermo de Europa». Todavía eran dueños de una buena porción de Europa del Este, la Rumelia, es decir, el País de los Cristianos (rum en árabe), donde mantenían el poder de forma muy cruel, sofocando con sangre las numerosas rebeliones. Pero poco a poco la Rumelia fue desintegrándose, pasando a poder de los vecinos Rusia o Austria, o dando lugar a nuevas naciones, como Grecia, Bulgaria o Rumanía.

El último sultán

El último emperador otomano digno de este título fue Abdul-Hamid II, que tuvo un largo reinado de 35 años entre 1876 y 1909. Tuvo un buen principio, presionado por las potencias europeas pareció aceptar que los tiempos habían cambiado e inició un proceso de democratización de su país. Encargó el gobierno a los Jóvenes Otomanos, un movimiento de intelectuales y profesionales de la clase media liberal que pretendía poner a Turquía al nivel de Europa. El Gobierno de este signo, presidido por Midhat Pachá, adoptó la primera Constitución liberal, encargando su redacción a una comisión paritaria de cristianos y musulmanes. 

La Constitución estableció la igualdad ante la ley de todos los súbditos, la elección por sufragio universal del Parlamento y la independencia del poder judicial, pero la Turquía democrática apenas duró un año. El sultán dio un golpe de palacio, ejecutó al primer ministro, suspendió la Constitución y practicó la matanza de cristianos como sus más feroces antecesores, unas veces les tocaba a los búlgaros, otra a los armenios, otra a los griegos… Su política exterior fue desastrosa, se metió en guerras que perdió, y entre sus enemigos y sus presuntos amigos -léase Inglaterra- le fueron arrancando a girones el Imperio.

Como les pasa a tantos déspotas, Abdul-Hamid era perseguido por los fantasmas de sus víctimas y cayó en un proceso de demencia paranoide. Se encerró en una fortaleza fuera de Constantinopla, y según dice un cronista de la época «de sus locos terrores han sido víctimas algunos de los que ha recibido en audiencia, y su costumbre de llevar siempre armas de fuego  ha costado la vida a gran número de personas de ambos sexos». No es extraño que pasara a la Historia con el sobrenombre de «el Sultán Rojo», en alusión a la sangre que derramó.

Tras sobrevivir a varios atentados, fue destronado por una sublevación militar dirigido por los Jóvenes Turcos. A diferencia de los Jóvenes Otomanos, los Jóvenes Turcos no eran intelectuales ni liberales, eran militares ultra-nacionalistas. Su arquetipo y principal jefe era Enver Pachá, nacido en el seno de una rica familia de Constantinopla, que le envió a estudiar a Alemania. Esta inmersión temprana en Occidente marcó sin duda su vida, aunque tuvo una mala escuela. En Alemania había una agresiva corriente nacionalista, que al final llevaría al nazismo, y que pretendía la unificación bajo una autoridad fuerte de todos los «pueblos de sangre alemana». Enver adoptó ese pensamiento, aplicándolo a los «pueblos de sangre turca». El Imperio Otomano había abarcado parte de Europa, Oriente Medio y el Mediterráneo. El Imperio Panturanio que soñaba Enver miraba al Asia Central, uniendo pueblos de origen mongol. Curiosamente es el horizonte al que mira el actual presidente-dictador de Turquía, el fundamentalista islámico Erdogan.

Los Jóvenes Turcos colocaron en el trono a un pelele, Mehmed V, pero ejercieron de hecho una dictadura militar, dirigida por un triunvirato de generales. Querían modernizar Turquía en el sentido técnico, especialmente querían un ejército a nivel europeo, pero eran unos reaccionarios que llevaron a cabo una política desastrosa. Metieron a su país en la Primera Guerra Mundial en el bando que iba a perder, pero su mayor ignominia sería el genocidio armenio, la matanza de más de un millón de cristianos armenios, con un nivel de crueldad superior al de los sultanes más sanguinarios.

Todavía habría otro sultán-marioneta de los Jóvenes Turcos, pues en julio de 1918 murió Mehmed V, que se ahorró así ver la completa derrota de Turquía. Su sucesor fue Mehmed VI, otro hermano, de acuerdo con los usos sucesorios de los otomanos. Nunca tuvo ningún poder, pues aunque los Jóvenes Turcos cayeron con la derrota y Enver Pachá se convirtió en un fugitivo, otro militar nacionalista, Mustafá Kemal, tomó las riendas de Turquía, proclamó la República laica y la Asamblea Nacional disolvió el Imperio Otomano el 1 de noviembre de 1922. Temiendo por su vida Mehmed VI pidió auxilio a los ingleses, que lo sacaron de Constantinopla en un barco de guerra.

Mehmed VI, el último sultán, tuvo suerte, pasó el resto de sus días en San Remo, en la Riviera italiana, uno de los lugares más deliciosos de esa Europa hacia la que siempre habían mirado con codicia los turcos.

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