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Historias de la historia

La doncella del 'Titanic'

Hace justo siglo y medio nació en un pueblo de Cuenca Fermina Oliva, la superviviente del ‘Titanic’ que llegó casi a centenaria

La doncella del ‘Titanic’

'El titanic hundiéndose', grabado realizado por Willy Stöwer en 1912.. | Wikimedia Commons

Fermina nació el 11 de octubre de 1872 en Uclés, provincia de Cuenca, y como tantas muchachas de familia modesta se fue a Madrid a buscarse la vida. Era hábil cosiendo y se estableció como costurera, un oficio muy solicitado porque en todas las casas de clase media o alta era costumbre que una o varias veces a la semana asistiese la costurera para hacer los arreglos de la ropa.

Entre su clientela Fermina tenía a doña María Mercedes Práxedes Vallejo y González-Larriñaga, que como se deduce por el historiado nombre pertenecía a una rancia estirpe, los Vallejo de Soto de Cameros. En su familia había un Arzobispo de Toledo, un Alcalde Mayor de Manila al que Zorrilla había dedicado Don Juan Tenorio, y su padre había sido director de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y escultor de cámara de la reina Isabel II.

La señorita de la casa era Pepita Pérez de Soto y Vallejo, que con poco más de 20 años se casó con Víctor Peñasco y Castellana, de 22 años de edad y profesión gentleman (caballero) según figuraría en su certificado de defunción tras el naufragio del Titanic, lo que da idea de quién era el novio. Su familia era tan rica e ilustre como la de la novia, y el padrastro de Víctor era pariente del presidente del gobierno José Canalejas, que por trágica casualidad moriría asesinado por un anarquista pocos meses después de que Víctor lo hiciese en el naufragio.

«Víctor le había prometido a su madre, doña Purificación Castellana, que no se embarcarían, porque en la memoria colectiva de los españoles estaba presente el naufragio del Reina Regente»

Los novios proyectaron una luna de miel interminable por toda Europa y la mamá de Pepita buscó una persona de confianza para que acompañase a «la niña». No quería que llevase la típica doncella joven que en aquella época acompañaba a las señoras en sus viajes, sino una mujer más madura y seria, y se lo propuso a la costurera Fermina, que tenía casi 40 años. En la lista de pasajeros del Titanic, Fermina aparece sin nombre, como «criada», pero era algo más, una especie de señorita de compañía para todo, que tenía un camarote de primera clase para ella sola. Ciertamente era para comodidad de sus señores, porque estaba enfrente del suyo y podían llamarla en cualquier momento, pero el caso es que los dos camarotes costaban 109 libras esterlinas, una barbaridad, el equivalente a casi 7.000 euros.

Tras la boda en Madrid el 8 de diciembre de 1910, los recién casados emprendieron el viaje de novios, acompañados de Fermina y de Eulogio, el valet de chambre de Víctor, como era obligado para un caballero de la Belle Époque. Recorrieron las principales ciudades europeas, viajaron en el Orient Express, dilapidaron lo que hoy serían casi 700.000 euros, y un día que estaban almorzando en Maxim’s, el mejor restaurante de París, vieron en un folleto anunciando el viaje inaugural del Titanic

Era la sensación para la alta sociedad europea, ese mundo exquisito y elitista que desaparecería pronto con la Primera Guerra Mundial. «El todo París» hablaba del lujo y el placer de embarcar en aquel trasatlántico «insumergible», que técnicamente no podía naufragar. Pero había un problema, Víctor le había prometido a su madre, doña Purificación Castellana, que no se embarcarían, porque en la memoria colectiva de los españoles estaba presente el naufragio del Reina Regente, un crucero de la Armada en que murieron sus 420 tripulantes, sin un solo superviviente.

Pero Pepita y Víctor estaban acostumbrados a complacer todos sus caprichos, de modo que decidieron faltar a su promesa. Para no inquietar a doña Purificación, porque Víctor era un buen hijo aunque la engañase, escribió un gran número de postales, y dejó a Eulogio, el valet de chambre, en Francia, con el encargo de ir enviándoselas a su madre como si Víctor siguiera en tierra. De esta manera el buen Eulogio salvó la vida, pues si hubiera embarcado habría seguido probablemente la suerte de su señor. 

El naufragio del ‘Titanic’

La noche del 15 de abril de 1912 Fermina estaba en su camarote cosiendo un corsé de su señorita, cuando oyó un ruido estremecedor. Era el iceberg que rozaba al trasatlántico, causándole una brecha de proa a popa que acabaría con su condición de «insumergible». Se asomó al pasillo, como hicieron Víctor y Pepita, aunque el servicio del barco les tranquilizó: no pasaba nada y debían permanecer en sus camarotes. 

Pero Víctor desconfió, subió a cubierta y cuando vio el panorama de inquietud entre la tripulación bajó a avisarlas. Había que intentar salir de aquella trampa. Fermina no cogió más equipaje que una estampa de San José que tenía sobre la cama. Se la metió bajo el chaleco salvavidas, sobre el pecho, y siempre pensaría que fue lo que le salvó la vida.

En cubierta ya se estaba organizando la evacuación en los botes salvavidas, empezando por los pasajeros de primera clase, pues aquella era una sociedad de clases que no se sentía culpable por ello. Sin embargo, por delante de la clase social, o habría que decir que imbricado en ella, estaba el sentido de la caballerosidad: las mujeres primero, incluso las de clase inferior.

Porque la triste realidad es que no había botes para todos. Cuando le llegó el turno a Pepita y vio que su marido no podía acompañarla, se negó a subir al bote. Víctor tuvo que empujarla violentamente para que la sujetaran dos señoras decididas, la enérgica condesa de Rothes y su prima, que la obligaron a permanecer en la embarcación salvavidas. Se produjo una escena desgarradora, en la que Pepita gritaba que quería volver con su marido y éste le rogaba que salvara su vida. Nadie hacía caso de Fermina, que lloraba y gemía presa del pánico, hasta que un oficial la levantó en volandas y la arrojó como un saco al bote número 8. Treinta y cinco mujeres y tres marineros para manejarlo llenaban esa embarcación que les condujo a la salvación. 

Había más españoles en el Titanic, hasta una decena. También en primera viajaba Servando Ovies, un asturiano que había emigrado a Cuba con 15 años, y que como tantos indianos había «hecho las Américas», se había enriquecido. Era dueño de una sedería en La Habana, El Palacio de Cristal, y todos los años viajaba a Europa y volvía con las últimas novedades en encajes. Siguió el mismo destino que casi todos los caballeros, no pudo embarcar en un bote y se ahogó.

En el extremo opuesto de la pirámide social y del barco, es decir en los camarotes de tercera clase que ocupaban el fondo del Titanic, iba el catalán Juan Monros, de 20 años, que no viajaba sino que trabajaba en el trasatlántico como camarero. Murió como la mayoría de los pasajeros de tercera, que ni siquiera pudieron subir a cubierta.

«Por delante de la clase social estaba el sentido de la caballerosidad: las mujeres primero, incluso las de clase inferior»

Pero entre la tercera y la primera existía una segunda clase, y allí había cinco españoles que, milagrosamente, se salvaron todos, incluidos dos hombres. Eran dos muchachos de familias del comercio de Barcelona que iban a La Habana para establecer un negocio, Emilio Pallas y Julián Padró. También iba la novia de éste, con la que se casaría al llegar a Cuba, Florentina Durán, y su hermana Asunción. Ellas dos embarcaron primero en un bote salvavidas, pero ellos también logarían meterse en otro bote, porque por clase social no observaban el código de honor de los caballeros de primera y se las ingeniaron para colarse. En la misma lancha de ellos se salvó la décima española, la malagueña Encarnación Reynaldo, que emigraba a Nueva York, donde tenía una hermana, para buscar trabajo en Estados Unidos.

Pepita Pérez de Soto y Vallejo todavía tuvo que padecer un drama después de la tragedia. Su marido no estaba legalmente muerto, sino desaparecido, y ella por lo tanto no era viuda, sino que estaba casada con un muerto. No podía ni heredar, lo que no era problema porque era rica por su casa, ni volver a casarse, lo que para una señorita veinteañera era mucho peor. Pero con unas familias tan bien relacionadas y pudientes, todo se solucionaba más fácilmente. Su propia suegra, doña Purificación, compró un cadáver –así, como suena- en el puerto canadiense Halifax, y dijeron que era Víctor, recuperado en el mar. Así descansa en un cementerio canadiense un pobre hombre sin historia, bajo una lápida que dice Víctor Peñasco y Castellana, gentleman. Pepita, ya legalmente viuda, pudo volver a casarse con el aristócrata Juan Barriobero y Armas Ortuño, Gentilhombre de Su Majestad Alfonso XIII, con el que tendría tres hijos y una larga vida.

Pero para vida larga, la de Fermina Oliva, la «doncella» del Titanic, la superviviente más longeva del naufragio, pues vivió hasta los 97 años, falleciendo en 1969. Tras su experiencia de señorita de compañía con tan triste final, volvió a su oficio de costurera, y luego puso una pensión en Madrid. No quería ni hablar de aquella noche nefasta, y solamente diez años antes de morir, cuando ya había pasado casi medio siglo del desastre, hizo unas breves declaraciones para la prensa.

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