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El Mundial del 82, la catarsis del terrorismo en España

En ‘Cuero contra plomo’ el periodista cultural Alberto Ojeda regresa al Mundial de Fútbol de 1982 para reconstruir los cruentos años 70 y 80 en Italia y España

El Mundial del 82, la catarsis del terrorismo en España

La selección española en el Mundial 82 | Agencias

A diferencia de lo que sucede hoy, ya con Qatar en la mirilla y con una selección que no arrastra los viejos fantasmas del pasado, hace cuarenta años España llegó al Mundial de 1982 tocada y casi hundida. Hacía apenas un año que Tejero había irrumpido en el Palacio de las Cortes al grito de «Arriba España», y el terrorismo de ETA, que solo entre 1978 y 1980 había asesinado a 244 personas, causaba estragos en una joven y temerosa democracia que daba sus primeros pasos. Con refuerzos policiales y francotiradores apostados en los tejados de los edificios, los jugadores de fútbol se encontraron con un ambiente poco festivo, demasiado solemne y blindado, ante el temor de sufrir un atentado y que aquello trasladara al extranjero la imagen de una España vulnerable, débil e insegura. 

A esa España llegó también la selección italiana con la fe mermada y liderada por un delantero, Paolo Rossi, que en los dos últimos años había vivido apartado de los estadios de fútbol por una supuesta implicación en el amaño de partidos, una acusación de la que siempre se declaró inocente. Pero aquello tuvo un giro de guion inesperado, y contra todo pronóstico, unas semanas después la organización del Mundial demostró ser todo un éxito e Italia, que venía de vivir los cruentos años del plomo, se convirtió en campeona, con la figura de Rossi como héroe inesperado

Portada del libro

Es en el confluir de todos estos ingredientes donde se gesta, casi cuarenta años después, Cuero contra plomo. Fútbol y sangre en el verano del 82 (Altamarea), el primer libro del periodista cultural Alberto Ojeda, redactor jefe de Escenarios en la revista El Cultural. Un ensayo histórico y deportivo que recorre los complejos años 70 y 80 a uno y otro lado de las Baleares, y que evoca las grandes gestas futbolísticas de aquel acontecimiento deportivo hilvanándolas con la época más oscura del terrorismo europeo.

 «En principio el libro iba a ser un concentrado itálico de los años del plomo narrados a través de los partidos del mundial», cuenta el propio Ojeda, que reconoce que la chispa que le impulsó a escribir esta historia fue la muerte de Paolo Rossi, el 9 de diciembre de 2020. «Fue un golpe duro porque el futbolista era un referente de mi infancia más temprana», revela el autor, que apenas rebasaba los cuatro años en aquel verano de 1982. 

«No recuerdo los goles de Rossi, pero sí recuerdo la ilusión con la que viví aquel mundial de Naranjito. Era una ilusión compartida por todo el país después del periodo tan oscuro del que veníamos, como si se abriera un nuevo horizonte. Pero algo que me llamó poderosamente la atención de los obituarios de Rossi era que decían, quizá de forma algo exagerada, que sus goles habían puesto fin a los años de plomo en Italia». 

Bajo esa premisa, Cuero contra plomo narra el devenir de tres sujetos en dificultades. «La selección italiana estaba en un pozo. Italia era un país que estaba en muchas dificultades con una democracia con poca solidez y un jugador que era Rossi que había estado dos años en el dique seco y del que nadie pensaba que pudiera llegar en forma a un Mundial, cuya organización se hizo en las condiciones más adversas. Y, al final,  esos tres sujetos, por varias vicisitudes inesperadas, consiguieron su objetivo. Todo aquello me dio pie para contar toda esa pesadilla de los años de plomo y cómo el fútbol de alguna manera contribuyó a ponerles término, con esa catarsis de aquella noche maravillosa de julio del 82 en la que Dino Zoff recogió el trofeo del campeón del mundo de manos del presidente de la República Italiana Sandro Pertini».

Un Mundial maldito

Pero retrocedamos un poco. Ya desde el principio, según narra en su libro el periodista, la propia organización del Mundial supuso más de un quebradero de cabeza para Raimundo Saporta, un hombre diplomático, serio y bien formado, empleado del Banco Exterior de España que había sido vicepresidente de la Federación Española de Baloncesto y del Real Madrid bajo el amparo de Santiago Bernabéu. Saporta llegó a rozar «la antesala de la ansiedad y la depresión» al ponerse al frente de aquel evento deportivo, que la FIFA había aprobado nada más y nada menos que 18 años antes, en 1964, con un panorama sociopolítico completamente diferente al clima enrarecido de 1982, que además estaba acentuado por los problemas de la inflación económica que atravesaba nuestro país. 

Paolo Rossi marca un gol ante la selección de Brasil en Sarriá

En este contexto, el asesinato por parte de ETA de un guardia civil, José Luis Pernas, en el puerto de Pasajes (San Sebastián) solo una hora después de que en el Camp Nou de Barcelona concluyera la ceremonia inaugural, resultó a todas luces significativo. «Son dos acontecimientos que, como mostraron las portadas del día posterior, convivían el uno con el otro –señala–. No fue un asesinato más en la larga lista de ETA. Entonces, algunos portavoces de la banda terrorista vinieron a decir que no atentarían contra el Mundial, porque a ellos también les gustaba el fútbol. Lo dijeron así, literalmente. Pero cualquiera se fiaba. De hecho, Jon Idigoras, que era uno de los portavoces abertzales de aquella época dijo claramente en una entrevista que dio a La República, curiosamente un medio italiano, que ETA iba a utilizar el Mundial como escaparate para visibilizar su causa independentista. Entonces, lógicamente había mucho temor y el despliegue de efectivos fue brutal, tremendo. Los jugadores estaban atenazados, sobre todo los españoles». 

Por si fuera poco, se daba la circunstancia, además, de que aquella selección estaba formada por numerosos jugadores vascos. «Parece que este Mundial lo escribió un guionista bastante retorcido porque coincidió justo con el momento de eclosión del fútbol vasco –las dos Ligas inmediatamente anteriores las había ganado la Real Sociedad y las dos siguientes serían para el Athletic–, y la selección estaba cuajada de sus jugadores, los cuales estaban sometidos a una presión todavía mayor. Estaban entre la espada y la pared. Desde su tierra los más radicales los tildaban de traidores por defender los colores de España y por otro lado los más cavernícolas de España recelaban del desempeño en el terreno de juego de aquellos deportistas que, de hecho, fueron puestos en la picota cuando se fracasó».

Un escaparate internacional

Bajo este panorama, apunta Ojeda, «tuvo muchísimo mérito cómo se organizó aquel Mundial que además fue el primero que convocó a 24 selecciones -normalmente eran 16-, de manera que en términos logísticos suponía una complicación mayor» y que, ya desde el sorteo, en el Palacio de Congresos, relata, fue un verdadero circo. «Fue otro de los síntomas que hacían presagiar que podía ser un auténtico desastre y que daríamos una pésima imagen porque salió todo del revés. Fueron los famosos niños de San Idelfonso los que se encargaron de oficiar la ceremonia para darle un toque pintoresco al acto, pero dio la impresión de que aquello estaba amañado porque los niños llevaban las bolas a Blatter y Neuberger, los directivos de la FIFA, y se equivocaban al colocarlas en el grupo. La imagen fue pésima, los chicos se empezaron a reír, eso se contagió incluso al presidente de la Federación alemana, un tipo ultra circunspecto que incluso llegó a sonreír, lo que parecía casi milagroso», bromea el autor.

El l periodista cultural Alberto Ojeda | Cortesía del periodista

Además, aquel fue un Mundial en el que, como recuerda el escritor, «fracasamos estrepitosamente sobre la hierba» y, quizá por ello, «suele pasar bastante inadvertido cuando tuvo una significación política muy importante, pues sirvió de escaparate internacional a la joven democracia española y permitió demostrar al exterior que había una determinación de sacudirnos la caspa nacional católica, ser un país moderno y consolidar una democracia sólida». Sin embargo, aquel «hito de modernización», apenas tuvo impacto bibliográfico. «Hay muy pocas lecturas sobre ese tema con cierto rigor intelectual», reconoce el autor de Cuero contra plomo.

Italia, reflejo de España

Sea como sea, si un equipo era capaz de entender la situación de España, en ese ambiente opresivo y de terror causado por ETA, era el de Paolo Rossi, liderado por el estoico seleccionador Enzo Bearzot. «En Italia venían de lo que el escritor napolitano Erri de Luca define como ‘una pequeña guerra civil’. Imagino que la FIFA les dio algunas consignas, algunos protocolos alertándoles de las circunstancias en que estaba España, y supongo que cuando se lo contaban a los jugadores italianos no les sorprendería demasiado, porque lo conocían bien», reflexiona Ojeda que, entretejiendo con maestría anécdotas, datos y detalles viaja de un país al otro estableciendo curiosos y cruciales paralelismos. 

Así, si en Milán tuvieron a Enrico Pizzamiglio, un niño de 12 años hincha del Inter que perdió una pierna en el seminal atentado de Piazza Fontana, en España teníamos a Alberto Muñagorri que, justo después del partido de Irlanda y España, mientras se dirigía a jugar una pachanga con sus amigos en Rentería, activó el explosivo de una mochila que estaba junto a la puerta de la sede de Iberduero. Como el italiano, Muñagorri también perdió una pierna y un ojo en el atentado

Naranjito, la mascota del Mundial de Fútbol de España en 1982

«De esas pequeñas historias que funcionan como espejos entre un país y otro está armado este libro», detalla el autor. Pequeñas similitudes, como el secuestro de Aldo Moro por las Brigadas Rojas «por su costumbre de ir a misa todas las mañanas, que es exactamente lo mismo que ocurre con Carrero Blanco, también un hombre de pautas muy fijas, lo que le permitió a ETA atentar contra él, porque iba siempre a la misma iglesia de la calle Serrano». Todos esos pequeños detalles se van entrelazando hasta conseguir una progresión narrativa capaz de hilvanar todas estas trepidantes historias en apenas 200 páginas.

La catarsis del fútbol

Dividido en tres partes, como ya hiciera Dante con su Divina Comedia, el periodista justifica este guiño al poeta italiano por motivos futbolísticos. «Italia estuvo en el infierno en Balaídos, donde jugó pésimamente y estuvo a punto de caer en la primera fase, con selecciones de muy poca enjundia como Camerún o Perú. Sarriá fue el purgatorio, el estadio en el que explosionó la selección italiana y contra todo pronóstico derrotó, en uno de los grandes partidos de la historia de los mundiales, a la poderosa Brasil. Y luego el paraíso fue la victoria final en el Bernabéu», apuntala.

Ese particular edén, como ocurre con las grades gestas deportivas, como aquel otro Mundial de Sudáfrica que, en 2010, acabó al fin con todas las maldiciones de cuartos y de semis para la Roja, -que tal vez ahora se repita, quien sabe, en Qatar- se contagió al resto del país. «El Mundial generó una catarsis en Italia –reivindica Ojeda hoy–. De hecho, cuando se celebraron las inesperadas victorias de la azzurra, los índices de patriotismo se dispararon gracias aquella conquista en un país que estaba roto, donde había una polarización social tremenda». 

«Ciertamente es muy exagerado decir que Paolo Rossi puso fin con sus goles a los años del plomo, hubo muchos más factores, pero no hay que desdeñar la importancia catártica, porque a fin de cuentas el fútbol es una puesta de escena –continúa el periodista– tiene un poso teatral muy importante y los griegos inventaron el teatro precisamente para propiciar esa catarsis que mejorara la vida de las personas. El fútbol puede conducir a conductas propias de la barbarie, pero, por el contrario, también tiene una vertiente luminosa. En este caso concreto operó como hacía el teatro en la Grecia clásica, sirvió para cicatrizar heridas y coser un país roto», concluye.

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