Lorenzo Silva: «Un intelectual debería decir lo mismo tanto en público como en privado»
En ‘La llama de Focea’, el guardia civil creado por Lorenzo Silva afronta con una reflexiva madurez la decadencia del conflicto independentista catalán
La Guardia Civil no es la misma tras el fenómeno de Bevilacqua y Chamorro. La saga de novela negra creada por Lorenzo Silva alrededor de estos dos guardias no solo ha sido un éxito de público descomunal, sino que ha propiciado un salto cualitativo en la percepción de una institución clave en el imaginario español. En una forma de entendernos a nosotros mismos, por lo tanto, y de proyectarnos hacia otros horizontes más allá de tricornios ancestrales.
La última entrega de este fenómeno, La llama de Focea (Destino), continúa la fase centrada en un Rubén Bevilacqua muy reflexivo. La entrada en la cincuentena le ha otorgado un aire crepuscular que le añade atractivo a su porte elegante pero cercano. El asesinato de la hija de un empresario clave en la trama del independentismo catalán, con truculentas conexiones rusas, disparan los recuerdos de un héroe cansado, pero aún firme.
En el capítulo de agradecimientos, Silva escribe: «En muchos sentidos, este libro es un compendio de los anteriores y los completa y redondea su significado». ¿Ha alcanzado Bevilacqua su punto definitivo de maduración? A los muchos adictos al personaje les puede sonar a fin de fiesta…. El autor los tranquiliza en su visita a la redacción de THE OBJECTIVE: «Me quedan aún tres o cuatro novelas en la cabeza. Me gustaría que la serie durara. No sé cuánto, tampoco la quiero sostener a toda costa, pero los personajes me han dado muchísimas posibilidades y quiero agotarlas».
Sí reconoce el tinte crepuscular. «Ya sucede en la anterior novela, y todavía me queda otra en ese estilo. El personaje está recapitulando su vida, como hacemos todos en algún momento. Y tampoco hay que ser ya anciano, al borde de la tumba. Una persona consciente empieza a hacerlo a partir de cierta edad, que coincide más o menos con el medio siglo: se da cuenta de que, en condiciones normales, queda bastante menos futuro que pasado y uno tiene que intentar averiguar quién es, qué ha hecho… y que le falta por hacer, porque aún le queda algo de vida, y si se ha equivocado en algo grave, puede enmendarlo. A partir de cierto momento, aunque a muchos les cueste entenderlo, nuestra obligación es ir pensando cómo vamos a desalojar nuestro espacio para que lo ocupen otros».
Esa querencia por la recapitulación se le dispara a Bevilacqua, además, cuando el caso que le asignan lo lleva a Barcelona, una ciudad que fue clave en su maduración. En 1992 trabajó en la seguridad de los Juegos Olímpicos. Hoy se encuentra algo muy diferente. «Me interesaba enfrentarlo con el personaje del padre de la chica muerta, un expolítico, empresario corrupto e independentista. En cierto modo, un fracasado. A través de él, Bevilacqua contempla el fracaso colectivo en que ha parado el procés independentista de Cataluña».
Sería fácil acercarse a ese fracaso «desde la arrogancia», dice Silva. «Bevilacqua no cae en eso». Entre otras cosas, porque Barcelona le retrotrae al puñado de tentaciones que le desplegó un secundario fundamental en el juego de tramas pasadas y presentes: el sargento Robles, su corrupto mentor. Bevilacqua, Vila para los colegas, «coqueteó con el abismo, lo conoce».
Respecto a los cantos de sirena del nacionalismo, Vila tiene una ventaja. En La llama de Focea vuelve a mencionarse, siempre como de pasada, su nacimiento en Montevideo, donde pasó los primeros años de su vida, antes de instalarse definitivamente en España. No es un dato baladí. «Desde el principio quería que fuera medio extranjero, porque a mí me gusta serlo: cuando voy a un lugar ajeno, todo es nuevo, todo me sorprende, todo me interesa… Me gusta ser un observador y quería que mi personaje principal lo fuera, que tuviera siempre ese cierto extrañamiento».
Desde ese punto de partida, Vila toma consciencia de la incorporación paulatina de patrias auténticas a su intimidad en construcción continua. Incluida Barcelona, de la que dice en la novela: «Aquel podía ser, iba a ser, uno de mis lugares en el mundo. Como el Madrid bronco y mordedor de mi adolescencia, el Montevideo borroso y melancólico de mi primera infancia, incluso la áspera y amenazante Guipúzcoa».
Un buen contraste, por cierto, con el fenómeno del nacionalismo, tan presente en esta novela. «Esos lugares en el mundo los encuentra de forma personal. Se rebela, como yo, contra la colectivización de las identidades, algo verdaderamente terrible. Yo creo en la identidad, pero como algo esencialmente complejo, generalmente impuro y fundamentalmente personal. No creo en las identidades decretadas, ya sea por una autoridad despótica o por la tiranía de una comunidad. Como parte de una comunidad, acepto unas reglas, una cultura, pagar unos impuestos, pero nadie tiene que decirme cómo sentirme miembro de esa comunidad».
En La llama de Focea, el nacionalismo es más que un contexto, es también el trasfondo, aunque el «verdadero tema es el fracaso, la pérdida que este provoca y el legado problemático que deja a la siguiente generación». Al papel central de la localización catalana, se le une también una derivada gallega –el asesinato se produce en una de las últimas etapas del Camino de Santiago– e incluso los ecos de la lucha contra ETA en el País Vasco.
Antes de entrar en ese trasfondo del independentismo catalán, Silva advierte que no cree que «la literatura sirva para hacer razonamientos abstractos o establecer categorías generales, sino para hacer acopio de detalles, pormenores, pinceladas… que, a ser posible, contengan alguna dosis de verdad». Sus descripciones de Barcelona beben de su experiencia allí y de una extensa labor de documentación, que incluye muchas conversaciones con quienes vivieron de primera mano los eventos más significativos.
Es cierto, sin embargo, que la misma personalidad de Vila, con una innegable capacidad intelectual y la ya mencionada tendencia a la reflexión, propicia una mirada profunda del problema catalán. Bevilacqua lee mucho. Lorenzo Silva también. «Recomiendo a Vicens Vives. De todos los historiadores catalanes que he leído, es el que tiene una interpretación del devenir histórico de Cataluña dentro de España más centrada y útil para tomar decisiones». Otras visiones pueden ser «más o menos viscerales, más o menos satisfactorias para según quién, en función de lo que piense, pero no veo muy bien a dónde conducen».
Aunque también esos extremos aportan. En la novela, un superior le dice a Vila: «Siempre es útil leer a los propagandistas. No son muy amenos, pero resultan esclarecedores. Prat de la Riba, por ejemplo. No anda muy lejos de un Sabino Arana». El autor añade ahora un dato curioso: «Me llama la atención que no haya municipio de Cataluña que sin una calle o una avenida Prat de la Riba», sobre todo, por lo «sorprendentemente poco que se le ha leído». Él sí se tomado la molestia y ha encontrado un discurso, según el cual, «los pueblos superiores no solo tienen el derecho, sino también el deber de tutelar a los pueblos inferiores, al estilo del colonialismo británico». Entiende Silva que se trata de un nacionalismo decimonónico y que como tal hay que leerlo, «pero no le pongas una calle… No dejan de ser ideas deprimentes, absolutamente inservibles para la construcción del futuro, incluso ya en el siglo XX».
Como Vicens Vives, Silva reparte responsabilidades. «Estoy de acuerdo con el diagnóstico de que desde los gobiernos madrileños a veces se ha reaccionado con excesiva destemplanza… y otras veces con excesiva complacencia, ojo, ante los intereses que promovían los representantes de la sociedad catalana, que casi siempre resultan ser sus dirigentes». Y, respecto a la parte de responsabilidad del independentismo catalán, profundiza: «El problema es incomprensible sin la incoherencia de una clase dirigente catalana que ha permanecido durante cinco siglos integrada en el edificio del Estado español, esperando que se atiendan todas sus reclamaciones… sin terminar nunca de comprometerse con él».
Un desencuentro que se alimenta de malentendidos. Resulta muy significativa la incredulidad auténtica de un independentista supuestamente cultivado, bien informado, cuando Bevilacqua le cuenta el tremendo episodio del papel de la Guardia Civil en la Cataluña de 1936: José Aranguren, el general al mando de la Benemérita en Cataluña en julio de 1936, no solo defendió la Generalitat de la República frente a los sublevados, sino que murió fusilado por ello en 1939. «Recuerdo que, en una biblioteca pública de Vic, alguien me dijo que en Cataluña siempre se miraría a la Guardia Civil con recelo entre otras cosas por el papel que desempeñó en la Guerra Civil. Le expliqué hasta qué punto tenía una visión de la realidad absolutamente opuesta a los hechos históricos».
Lo que más indigna a Silva es que, «además, se creen esa visión a pies juntillas. ¿Cómo es posible? ¿Qué tipo de memoria histórica se ha cultivado? ¿Qué relato se ha construido? ¿Quién lo ha hecho?» La amnesia selectiva culmina en casos tan tristes como este: «Hace tiempo me llamó mucho la atención el buen trato, la cordialidad entre la alcaldesa y el mando de la Guardia Civil de un pueblo catalán. Entre ellos no había afinidad ideológica, pero sí respeto, fruto de la buena vecindad. Hace poco, ese guardia civil me contó que cuando se cruza con la alcaldesa por la calle esta ya ni le dirige la mirada. Cuando ya no podía más, le preguntó qué pasaba y ella le respondió que, de momento, no quería que la vieran hablando con él por la calle».
Algo parecido sucede con algunos intelectuales formalmente independentistas: «Les oyes decir cosas en privado que luego no ves en sus manifestaciones públicas. Yo digo en privado lo mismo que escribo en mis artículos. Me parece fundamental, sobre todo en lo que afecta al futuro de la comunidad en la que vives, mantener una coherencia».
Quizás la parte más siniestra de la novela tiene que ver con la conexión rusa del independentismo. Silva recuerda que se trata de un asunto «aún sometido a investigación judicial. Veremos en qué queda. A mí me consta que hay indicios muy claros de contactos. Y no son fabricados. Han surgido de otras investigaciones; alguna de malversación, por ejemplo, en la que a un señor se le incauta un teléfono y, cuando se le vacía el teléfono, aparecen Oleg, Yuri, Mijaíl…» Aunque también tiene claro que «los rusos nunca apostaron por esta gente, porque la cosa tenía pocos visos de prosperar. Pero está claro que Rusia lleva desde 2014 desestabilizando Europa de todas las formas posibles, así que, si surge algo en Cataluña y pueden ayudar un poquito… ¿Por qué no?»
Otros secundarios de lujo en las novelas de Bevilacqua y Chamorro, estos más habituales que los rusos, son los jueces, personajes fundamentales en nuestras sociedades y, sin embargo, ninguneados por la literatura. «No se les conoce, y pueden ser muy interesantes. Un amigo mío profesor de Derecho dice que es por falta de cultura jurídica. Habría que fomentarla, por ejemplo con clases en el Bachillerato. Ni se toca, cuando el Derecho interfiere en tu vida, desde que naces hasta que te mueras». Ese desconocimiento ayuda también a fomentar situaciones como el «magnífico desastre» actual del Consejo General de Poder Judicial. «La ciudadanía no es consciente de su importancia».
La llama de Focea plantea también cómo la Justica tiende a olvidar los agravios de unos más fácilmente que los de otros. Tras el referéndum independentista, «algunos hijos de guardias civiles sufrieron algo difícilmente calificable por parte de ciertos profesores. Eso se ha resuelto trasladando a los profesores y archivando diligencias. Se ha sido muy benigno. Y a lo mejor está bien, para calmar las cosas. Pero, ¿cómo se entiende entonces que cinco años después siga habiendo guardias civiles imputados por acciones en las que no ha habido ni un solo lesionado. No ha habido ni un solo parte de lesiones. ¿Eso no se va a desjudicializar nunca? Pero ¿a quién le importa? Como los guardias civiles están ahí para servir, se sirven de ellos. Pues no. Cuando alguien ofrece su sacrificio, hay que tener mucho cuidado con cómo se le sacrifica».
Todo este contexto tan complejo encuentra una magnífica caja de resonancia en un Bevilacqua maduro, con la clarividencia que dan los años bien digeridos. Su reflexión destila una curiosa mezcla, que sus muchas lecturas le permiten, además, cristalizar filosóficamente: el pesimismo de fondo lo matizan un cierto optimismo metafísico (con Spinoza como gran catalizador) y un sentido kantiano del deber. «A partir de cierta edad, empiezas a ver que hay cosas de difícil o ninguna solución, y aprendes a vivir con ello», explica Silva. «Pero Vila sigue saliendo a trabajar cada día e intentando resolver lo que le ponen en las manos. Aunque algún día se despierta cansado, se toma un café y sale otra vez a combatir. Su pensamiento tiene un cierto pesimismo discursivo, pero permanentemente acompañado de un optimismo de la acción».
«Como parte de una comunidad, acepto unas reglas, una cultura, pagar unos impuestos, pero nadie tiene que decirme cómo sentirme miembro de esa comunidad»
Lorenzo Silva
En cualquier caso, se trata de un guardia civil muy especial: licenciado en Psicología, ávido lector de filosofía, historia, e incluso de poesía en catalán… Una opción narrativa muy arriesgada. «Escogí ese perfil hace 28 años, cuando empecé a escribir la primera novela de la saga, que se publicó en 1998. Entonces era poco habitual, pero no inexistente, y con el paso de los años se ha ido haciendo cada vez más común», sostiene el autor, que ilustra la afirmación con un ejemplo: «En un viaje reciente a Melilla, me alojé en un hotel con los guardias civiles que mandan al perímetro de la valla con Marruecos. Hablé con seis de ellos y cinco eran lectores míos. Existe ya un perfil distinto de guardia civil. No digo que todos lo sean, pero yo me he encontrado con muchos guardias civiles y policías con educación superior, como Bevilacqua, incluso en la escala básica. Quizá a la gente le sorprenda, pero yo tengo una ventaja: he hablado con cientos, si no con miles, de guardias civiles».
La Benemérita ha llegado a nombrarlo Guardia Civil Honorario por su contribución a la imagen del Cuerpo, e incluso algunos de sus miembros le han confesado que ingresaron en él inspirados en sus novelas. En La llama de Focea, Vila visita a su hijo, que ha decidido seguir sus pasos… pese a los reiterados consejos por que se dedicara a otra cosa. Lorenzo Silva tampoco llega a esos extremos, pero sí siente la responsabilidad de inspirar una decisión tan potente: «Lo primero que les pregunto es si están contentos, claro».
Buena parte del éxito de su visión de la Guardia Civil se debe, probablemente, al contraste. «Simplificando mucho, podríamos decir que la Guardia Civil ha salido siempre malparada en la literatura española». Silva se remite al diagnóstico de José Luis Aramburu Topete, director del Cuerpo durante la Transición, «un tipo que hizo la guerra en la División Azul y ganó dos cruces de hierro. Tuvo una vida muy aventurera, pero contaba también con una gran inteligencia. Dijo que los escritores siempre se habían acercado a la Guardia Civil desde la animadversión visceral o desde la adulación servil y ni una ni otra son fuente de buena literatura».
«Estamos muy saturados de superhéroes y de personajes extremos»
Lorenzo Silva
Está claro que Silva no escribe desde la animadversión, pero algunos le critican cierta adulación. «Cuando me dicen que soy un propagandista, les respondo que en todo caso sería uno más bien negligente, porque en mis novelas salen guardias corruptos, incompetentes…» De hecho, La llama de Focea muestra que hasta el mismo Bevilacqua corrió el riesgo de contagiarse de la corrupción del sargento Robles, un personaje fascinante por sus matices.
La gran baza de la serie es precisamente esa sutileza, que proporciona a las tramas una verosimilitud muy sugerente. A cambio, el autor ha tenido que renunciar a la espectacularidad. Por ejemplo, «en algunas novelas no se dispara ni un tiro, porque no se comete ningún error grave y todo sale razonablemente bien. En otras, como La reina sin espejo, sí hay errores y se desatan tiroteos. Cuando un policía está trabajando con delincuentes peligrosos, toma distancia y, en el momento de interactuar directamente con ellos, prepara unas condiciones de superioridad de fuerzas para que el delincuente no tenga opciones».
No suena muy emocionante… «Algunos lectores se me quejan de que la trama va muy despacio, de que echan de menos algún giro, más escenas trepidantes… Bueno, sí hay giros, pero una historia no tiene que ser trepidante todo el rato. Y cuando me recriminan las ‘disquisiciones mentales’, les respondo que los policías dedicados a la investigación criminal que conozco las hacen. De hecho, uno llegó a decirme que su tarea consiste sobre todo en devanarse los sesos una y otra vez para intentar entender las cosas con la información siempre parcial de la que parte».
Además, resulta que un agente del orden es también una persona. «Para el que no le gusta la gente que piensa hay otras novelas de policías. Mi guardia civil piensa, reflexiona. Y no solo sobre su trabajo. Es un ser humano, un ciudadano. Acepta que no puede expresar públicamente sus opiniones porque tiene la condición de militar, pero las tiene. Es más, incluso puede tener una visión muy crítica del orden establecido precisamente porque trabaja para él y conoce muy bien sus deficiencias».
Pese a todo, su presencia continua entre los más vendidos –La llama de Focea es la decimotercera novela de la serie protagonizada por guardias civiles y, comercialmente al menos, el número no ha atraído la mala suerte– parece indicar que ha ganado la apuesta. «Me sorprende, sobre todo, que siga siendo así ahora, porque se ha puesto de moda un thriller hiperviolento, macabro, adrenalínico. Y eso, aunque me parece legítimo, a mí no me interesa».
¿Cuál es el secreto, entonces? «A diferencia de personajes como Sherlock Holmes o los típicos detectives de la novela negra estadounidense, cuyas capacidades y réplicas ingeniosas te hacen sentir inferior, Bevilacqua y Chamorro son dos currantes que echan horas, insisten en una dinámica de ensayo y error, meten la pata… Por supuesto que tienen experiencia y cierta capacidad, pero son personas que el lector puede sentir como próximas. Ayer recibí un mensaje muy bonito de un lector que me contaba que, cada cierto tiempo, mis personajes llaman a su puerta y le dejan meterme en su coche para recorrer el país en una investigación. Tú no te puedes montar en el coche de Batman. Estamos muy saturados de superhéroes y de personajes extremos».